Cuando el silencio se
enseñoree también de nosotros y nos convirtamos en los vasallos que laboran la
eternidad en los estériles campos de sus callados feudos, en los manuales de
Historia del Teatro todavía alguien podrá leer el nombre de Blanca Portillo
como ahora leemos los de María de Navas, Francisca Baltasara, María de Zayas,
María Guerrero o Margarita Xirgu. Porque la excelencia de la actriz madrileña,
cosechada a fuerza de tesón y contra toda adversidad espuria, es hoy el blasón
con que triunfará del tiempo y su inquina.
Su último trabajo, la
adaptación para las tablas del discurso que Juan Mayorga leyera durante la
ceremonia de su ingreso en la Real Academia, es un milagro de las artes
escénicas. Y no solo por el evidente riesgo que constituye querer versionar
para el teatro un acto meramente académico, sino por el titánico esfuerzo que
supone para la actriz permanecer durante casi dos horas defendiendo ella sola
un texto de vocación ensayística y rigor intelectual, y hacerlo con tal
apasionamiento que la palabra erudita –con su acaso de inevitable frialdad– se
convierta en un homenaje al teatro a través del concepto del silencio, a la
postre, pretexto y fin al mismo tiempo. Blanca Portillo, ataviada con traje de
gala, lee para los académicos el texto de Mayorga, quien ya fantaseara con la
posibilidad real de que fuera un actor el que llevara a cabo aquel acto
protocolario, trasunto tal vez del desdoblamiento teatral, y una leve
intrahistoria (la de la actriz en paro y olvidada, que recibe el encargo del
flamante aspirante a la Academia) basta para hilar argumentalmente la escasa
trama. Al hilo de las reflexiones del texto –una auténtica clase magistral que
debiera representarse en todas las facultades de Filología–, la actriz
interpreta fragmentos de algunas piezas teatrales –pero también de otros
géneros– que tienen el silencio como protagonista: el silencio autoritario del
Creonte de Antígona o el impuesto por
Bernarda Alba; el silencio desamparado que habita los espacios entre las
réplicas de los diálogos de Chéjov; la incontinencia rebelde de Sancho ante el
silencio marcado por su señor don Quijote; el «silencio articulado» –como lo
definió mi Beatriz durante la cena posterior a la obra– del teatro del absurdo;
el silencio divino que sufre el personaje del Inquisidor en el cuento
interpolado en Los hermanos Karámazov;
el silencio incómodo de la pieza musical 4’33”,
de John Cage (reproducido hasta el último segundo por la actriz durante la
representación, en un pasaje de la obra tremendamente arriesgado y audaz); o el
silencio enamorado de Segismundo ante Rosaura (emocionado homenaje a uno de los
papeles cumbre de Blanca Portillo). Por no hablar de la reflexión metafísica
del silencio, convertido en ontología, especialmente durante la introducción; la reivindicación política a él vinculada; o
la lección teórica del silencio relacionada con sus posibilidades técnicas en
el escenario: las pausas, las acotaciones o los apartes. El texto de Mayorga lo
podrá encontrar el lector curioso publicado por la editorial La Uña Rota.
En el debe del montaje, algunas incorporaciones
de sesgo feminista que no por legítimas son menos forzadas o erróneas (como el
reproche a los miembros de la RAE por su rechazo a los dobletes gramaticales de
género; la supuesta superioridad interpretativa de las actrices por encima de
los actores; o ese bonito ejercicio de sororidad en el que Portillo reformula
el famoso pasaje final donde Bernarda Alba pide silencio a sus hijas,
convirtiéndola, en su hermosa reinterpretación, en una supuesta víctima más del
sistema patriarcal, que es otra forma de silencio).
Donde no hubo silencio, sin
embargo, fue en la aclamación final desde el patio de butacas, que se prolongó
durante minutos. Nada extraño si uno piensa, con razón, que esta obra de Blanca
Portillo adquirirá con el tiempo algo de legendario, como aquel Lorca de Juan
Diego Botto, y que el eco de esos aplausos desafiarán el silencio de los
siglos. Aunque nosotros, ya silencio perpetuo, no estemos allí para
comprobarlo.
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