Mohamed El Morabet ha
obtenido el Premio Málaga de Novela por estos jilgueros que olvidaron su canto
cuando la vida se olvidó también de la primavera. El protagonista del libro, el
niño Brahim, reside en Alhucemas y su vida transcurre con esa dulce indolencia
de los días que pasan, aferrado a una cotidianidad sin sobresaltos, instalado en
una rutina que ordena la existencia y hace reconocible y habitable el mundo,
aunque sea este pequeño y ensimismado del antiguo protectorado español. He aquí
uno de los aciertos de la novela: la ciudad de Alhucemas se convierte en una
protagonista más, una patria chica, a la vez madre y madrastra, pero ambas
cariñosas, cuya joven historia parece situarla en un adanismo ingenuo y
benefactor donde conviven marroquíes y españoles imbricados por la vecindad
pero también por una cultura compartida que tiene algo de fundacional en su
sano hibridismo. La novela de Galdós, Aita
Tettauen, que reposa sobre la mesita de noche del hermano de Brahim, Musa,
es un elemento simbólico de lo que decimos. Las bellas estampas costumbristas
de la vida de la ciudad son otro mérito del autor.
Pero la muelle tibieza de las
jornadas termina abruptamente, primero con la participación de Musa en la
histórica Marcha Verde, que lo devuelve cambiado del desierto, y después con la
muerte de la madre de ambos. Desde ese instante, mar y desierto se constituyen
en una dicotomía de orden metafísico. No obstante, sobre todo en el caso de
Brahim, existe una suerte de serena asunción de la adversidad, una aceptación
si no estoica, sí al menos reposada, sabia y paciente. Brahim, a quien le
encanta pintar, bosqueja en sus cuadros paisajísticos horizontes perturbadores
y enigmáticos, trasunto quizás de los futuros inciertos, de presumibles
espacios alternativos más allá de su tierra natal, y que contribuyen a
complementar otro de los rasgos más característicos de la novela, que es su
onirismo, dosificado con inteligencia y jalonado de un lirismo que, en
ocasiones, convierte las páginas en auténticos poemas de naturaleza casi exenta.
Pronto Brahim se marcha a
Tetuán para estudiar en la Escuela de Bellas Artes y allí coincidirá con Olga,
una madrileña, algo desnortada, que quiere probar fortuna como profesora en esta
ciudad. La novela se centra a partir de ese momento en la vida de Olga en
Tetuán, ciudad que redescubre a través de los pintores que la plasmaron en sus
obras. El encuentro de profesora y alumno pondrá a prueba las convenciones
sociales del conservadurismo más intransigente. Las tres últimas secciones de
la novela –para mí las mejores del libro y que compensan sobradamente cierto
deslucimiento estilístico en la parte concerniente a Olga– son un precioso –y
terrible– alegato del cuidado por el otro, un canto a la esperanza, a la bondad
y a la sencillez, tanto como lo es el olor al pan en la tahona donde trabaja
Brahim. Las constantes alusiones culturales (literarias, musicales y
pictóricas) sustentan también los débiles cimientos de estas vidas frágiles que
se redimen en el arte. Y es el arte mismo el que cierra el libro, con su
inesperada epifanía, para colocar sobre el caballete del futuro ese lienzo,
siempre inconcluso, de Brahim, donde el horizonte puede al fin vislumbrar una
primavera con jjlgueros.
¡Qué buena pinta tiene!
ResponderEliminar¡Feliz verano a los lectores de este blog y, por supuesto, a Píramo y a Tisbe!