Cada vez estoy más convencido
de que solamente desde la herida puede escribirse algo grande en literatura. Y
esa parece ser también la tesis que defiende Emily, la última película de Frances O’Connor, el falso biopic sobre la figura de Emily Brontë.
No de otro modo puede entenderse la libérrima fabulación biográfica con que la
directora británica pretende explorar desde la ficción los motivos que llevaron
a la hermana mediana de las Brontë a escribir una novela tan oscura como Cumbres borrascosas.
Nace el filme con el viejo
prejuicio de vincular la vida de los escritores con las obras que aquellos produjeron.
Ya conocemos los desmanes que las teorías biografistas han obrado en la lectura
e interpretación de algunos textos literarios. Sin embargo, a Frances O’Connor
no cabe situarla entre las ingenuidades de ese movimiento, pues desde el primer
instante la directora no oculta su propósito de fantasear con la vida de Emily
Brontë, descartando por lo tanto asideros biográficos, tan tentadores como
forzados, que explicasen algunos pasajes de su famosa novela.
Es verdad que la película
incluye, en aras de la verosimilitud, algunos pormenores ciertos relacionados
con los pocos datos que conocemos sobre la vida de la escritora y que dejan su
huella en Cumbres borrascosas, tales
como el carácter retraído de Emily, el vacío de la orfandad o la adicción al
opio y al alcohol de su hermano Branwell, al que estaba tan unida, así como los
profundos desamores de éste y los abismos a los que lo abocaron. Pero la
traición de Branwell –de la que no daré más detalles para no destripar la
película– ni los amores de Emily con Weightman son reales. Quizás, O’Connor,
que sabe como nosotros la idolatría que sentía Emily por su hermano y los
cuidados que le dispensó hasta su muerte, hallara en esta licencia de la
traición un buen pretexto para el descreimiento sobre el ser humano que se
atisba en Cumbres borrascosas.
Tampoco es cierta la quema de los poemas de Emily que halló casualmente su
hermana Charlotte. Afortunadamente, esos poemas fueron publicados junto a otros
del resto de las hermanas, y han sido muy celebrados por la crítica británica.
Por lo demás, no podía faltar
el consabido choque entre la moral victoriana, representada en el padre de familia,
que ejerce de predicador, y la personalidad desprejuiciada y abierta de la
protagonista, interpretada por una bellísima, agreste y magnética Emma Mackey,
cuya alma libre y expansiva se opone a las convenciones sociales de la época y
a sus corsés. «Libertad de pensamiento», lleva escrito en el antebrazo Emily en
la película.
Mención aparte merecen la
preciosa fotografía de la cinta y el mimo con el que el cine británico –qué
envidia– trata siempre a las figuras de su tradición literaria.
No sabemos qué tanto le debe Cumbres borrascosas a la imaginación de
su autora y qué tanto a sus vicisitudes vitales. Quizás la verdad objetiva no
importe tanto como la verdad literaria, que solo está en deuda con el talento.
Pero es cierto que hay heridas que solo pueden suturarse con la escritura.
Emily Brontë murió prematuramente a los treinta años. Solo dejó esta única
novela. Acaso le bastase para su expiación.
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