Quizás convenga desistir de
una vez de esa pertinaz esperanza con que todo lector de Julio Llamazares sueña,
y que consiste en querer hallar en cada nuevo libro que publica el escritor
leonés resabios de La lluvia amarilla.
Primero, porque La lluvia amarilla es
irrepetible; y segundo, porque es injusto condicionar toda su producción
posterior al estado de gracia con que se escribió aquella obra maestra. Tanto
da: los que nos enamoramos de La lluvia
amarilla seguimos leyendo a Llamazares con gusto porque amamos un tipo de
literatura donde el fraseo y una especial concepción de la narratividad nos
permiten sentirnos en casa.
Vagalume, la
nueva novela de Llamazares, mantiene ese estilo reconocible que apuntábamos más
arriba. Narra la historia de Manolo Castro, un prestigioso periodista recién
fallecido, cuya familia halla en un armario toda una serie de manuscritos
inéditos (varias novelas y una obra de teatro) de los que sus allegados no
tenían noticia. Autor de una primera novela prohibida por la dictadura, nadie
en su entorno conocía que Manolo Castro se dedicase aún a escribir. César,
amigo y discípulo de Manolo Castro y novelista de profesión, se dedicará a leer
esos libros inexplicablemente no publicados y de sus páginas deducirá una cara
oculta de la vida de su amigo. La novela entonces se convierte en una suerte de
thriller metaliterario imbricado
también con la biografía del protagonista, que le servirá al autor, además,
para introducir reflexiones sobre el propio ejercicio de la escritura y sobre
la verdadera condición de lo que supone ser escritor. Así, ante el misterio de
que Manolo Castro no hubiera publicado premeditadamente unas novelas de tanta
calidad, se medita sobre la verdadera naturaleza del escritor vocacional, aquel
que no necesita publicar porque la propia actividad creativa y una conciencia
de sí mismo más allá de los focos le bastan: «Escritor es aquel que continuaría
escribiendo aunque no publicara». Y más adelante: «Hay gente que no para de
escribir sin ser escritor y, al revés, otra que no deja de serlo aunque no
escriba una sola línea en su vida».
La novela es también una
evocación melancólica del paso del tiempo. César, que llega a esa innominada
ciudad de provincias donde vivió parte de su juventud para investigar los
libros de su amigo, se encuentra extraño en un espacio que ya no es el suyo. En
ese sentido adquiere un particular sentido simbólico el puente en ruinas,
abandonado tras desviar el cauce del río, trasunto asimismo de la soledad y de
ciertas renuncias vitales que el lector entenderá cuando descubra el secreto de
Manolo.
A pesar de que el libro
adolece de una excesiva carga de redundancia, Llamazares nos regala, aunque más
dosificadamente de lo que quisiéramos, pasajes de un lirismo bellísimo. Como
prueba, deténganse en las páginas 102 y 103, donde el narrador protagonista
describe la ciudad dormida mientras vuelve a su casa reparando en las luces de
algunos edificios en los que –imagina– podrían estar esos escritores como
Manolo, que «vagaban por su imaginación como las luciérnagas en las que se
convirtieron. Porque de tanto alumbrar la noche ellos mismos se volvieron luz,
esa luz tan necesaria para iluminar el mundo cuando la soledad de la gente se
hace invivible y necesita que alguien le hable». Y también un recuerdo para los
lectores insomnes, «náufragos del sueño»: «Son luciérnagas también, pero su luz
no alcanza a traspasar la noche y a iluminar las almas de otras personas, sólo
las suyas». Y así, de luciérnaga a luciérnaga se hace la luz de la Literatura.
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