Desde 2015, año en que
falleció el maestro Ramón Oteo, estoy en un grupo de WhatsApp formado por nueve
integrantes de aquella promoción de filólogos que se licenciara allá por 2004
en la ya extinta Facultad de Letras de la Universidad Rovira i Virgili de
Tarragona. Una foto de Oteo preside el grupo recordándonos por qué, a pesar de
la escasa interacción de sus miembros, seguimos sin abandonarlo. Es conmovedor
comprobar cómo la figura de Oteo continúa ejerciendo, tras ocho años desde su
muerte, como garante de la cohesión y camaradería de su fiel grupo de acólitos.
Fue a través de este medio
como conocí la noticia de la muerte del profesor José María Fernández. Uno sabe
que se va haciendo mayor conforme asiste a la desaparición de sus profesores.
Recuerdo a Fernández (nunca un apellido tan común tuvo tanto valor antonomástico)
como un profesor trabajador e infatigable. Buena muestra de ello fue su denodado
tesón para elaborar su tesis doctoral, centrada en el escritor Enrique
Díez-Canedo, en una época –la España de Franco– donde era difícil hallar libros
y documentación sobre un republicano exiliado y amigo de Azaña. Los ocho años
que tardó en acabar la tesis le permitieron entrar en contacto con grandes
personalidades literarias como Joaquín Moritz o Francisco Giner de los Ríos. En
la universidad impartía la asignatura de «Introducción al Romanticismo» y
recuerdo estar casi todo el cuatrimestre hablando de Blanco White y de Cecilia
Böhl de Faber. Sus clases eran algo anárquicas porque priorizaba sobre el
temario su obsesión por inocular en el alumno el espíritu crítico y cualquier
pretexto era aprovechado para ese fin, aunque eso significara dejar a medias el
plan de estudios. Ha adquirido categoría mítica entre su alumnado la obligación
de leer y comentar una novela cada quince días, lo que nos permitió bucear por
algunas obras que, de otro modo, quizás habríamos soslayado y que, a día de
hoy, forman parte del constructo espiritual de muchos de nosotros. Sirva esto
para los que reniegan de las lecturas obligatorias (tremendo oxímoron) y para
los pedagogos de nuevo cuño que quieren desterrar a nuestros clásicos del
sistema educativo en virtud de no sé qué protección de los centros de interés
de los alumnos. También recuerdo sus excelentes trabajos sobre la novela
galante y, en concreto, sobre Felipe Trigo, y su ascendiente en el terreno de
las publicaciones periódicas de principios del siglo XX, especialmente en La Novela Semanal, de la que quise
hablar en su día en esta columna coincidiendo con su efemérides con la
intención velada de reconocer la labor de Fernández, pero he llegado tarde.
Cuánto lo siento.
Natural de Mora de Luna,
siempre llevó a gala su origen leonés. En su casa, luce un mural de grandes
dimensiones, hecho con cerámica y fundido con ribetes de oro, que incorpora
asuntos de la historia leonesa y el himno de León. Y, sin embargo, fue a
Tarragona a la que puso en el mapa literario dirigiendo los extraordinarios
«Encuentros de Escritores», que trajeron a la ciudad lo más granado de la
literatura española del momento. Recuerdo que incluso Sánchez Dragó grabó su
veterano programa Negro sobre blanco
en el marco de esos encuentros. Tuvo que luchar, con enorme desgaste, contra
algunos sectarios, que vieron con malos ojos la presencia de escritores en
lengua castellana en la universidad. Junto a la profesora Josefina Albert, se
significó en la defensa del español en la vida cultural de la facultad, lo que
le granjeó no pocos enemigos, pese a lo cual, se mantuvo firme en sus
principios. Ejemplo de coherencia y humildad, Fernández se ha ido como ejerció
en vida: en silencio, sin hacer ruido, alejado como ya estaba de un mundo que
no entendía y desengañado de casi todo, como demuestra el tono de los últimos
correos electrónicos que nos enviaba a un grupo selecto de amigos. Descanse en
paz.
No era mala costumbre, ciertamente, la de comentar en clase, entre todos (a modo de tertulia), una novela cada quince días. Así lo hacíamos en sus clases de Literatura Hispanoamericana. D.E.P.
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