Quizás una de las peores
críticas que pueda recibir cualquier montaje teatral es que al espectador se le
haga larga la representación sobre las tablas. Y esa es justamente la sensación
que he tenido con la versión de El avaro,
de Molière, a cargo de la compañía Atalaya. Había puesto ciertas expectativas
en este trabajo de Ricardo Iniesta, más aún tras la última experiencia con la
irregular pero sorprendente Elektra.25,
con la que la compañía celebró en su día su vigésimo quinto aniversario. Sin
embargo, acabé mirando el reloj, más preocupado por si perdía la reserva en el
restaurante donde nos íbamos después a cenar que de desentrañar más claves de
un producto que, a esas alturas del desarrollo, yo ya daba por fallido.
El problema de El avaro de Iniesta son sus morosas
adiciones al texto de Molière. El dramaturgo francés concibió una obra ligera,
divertida, algo alocada y con un ritmo narrativo que nunca pierde el pulso.
Iniesta, en cambio, tal vez con una voluntad manierista respecto a las
cualidades del original, se pasa de rosca. El primer cuarto de hora nada tiene
que ver con el texto de Molière y está más pendiente de engarzar el tema
central de la obra con apuntes de la actualidad como los desahucios, los abusos
de la banca, el ánimo de lucro de los políticos corruptos, etcétera. La
intención no solo es legítima, sino loable, sobre todo si pensamos que el texto
de Molière se centra en la figura de un avaro sin aparente intención de
convertir su figura en trasunto de nada más. Luego, el texto empieza a respetar
la deliberada frugalidad del original y la cosa se encauza algo. Pero la
estructura híbrida, en la que se mezclan los parlamentos de los personajes con
pequeños sainetes musicales, rompe el ritmo y, más que amenizar, demora y
hastía. Si alguien quiere añadir nuevos pasajes al texto base, debe hacerlo con
un buen ensamblaje y, sobre todo, cuidar que aquello que se agrega tenga un
mínimo de calidad que no desmerezca la maestría del autor al que se homenajea. Pero
los textos de las canciones interpoladas son pobres y facilones, y la calidad
de los versos se reduce a meros ripios escolares. Comparen ustedes, por
ejemplo, los textos de nueva creación de Álvaro Tato o de Yayo Cáceres al
frente de Ron Lalá o de Ay Teatro, con esta nadería de Atalaya, y reconocerán
el mérito de un trabajo talentoso y lleno de rigor. Si no se tiene esa
capacidad, es mejor ceñirse al texto original y no tocarla más que así es la
rosa. Luego, el histrionismo de los personajes es verdaderamente agotador: cada
parlamento es una mueca, un escorzo circense o una dicción estridente y
desagradable; cada cambio de escena es una barahúnda de actores corriendo aquí
y allá al son de una música irritante; las puertas por donde entran y salen los
actores no acaban de abonar ningún simbolismo ni pragmatismo escénico concretos
y, todo junto, hace de la representación un ejercicio estéril en lo artístico,
aburrido, sobrerrevolucionado y repetitivo en lo rítmico, y soso en la
comicidad (casi ningún actor tiene la habilidad de despertar la carcajada).
Nada de lo dicho más arriba
es aplicable a la única actriz que salva el montaje. Efectivamente, Carmen
Gallardo, en su papel de Harpagón, demuestra tablas, presencia, dicción y
gracia naturales, y es ella sola quien llena el escenario sin necesidad de
tanta batahola colorista. Insuficiente balance, desde luego, para aquellos
espectadores, cuya única avaricia presentida, fue la de su tiempo robado.
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