La
compañía Ay Teatro rinde en su quinta
producción un hermoso y merecido homenaje a la figura del burro, animal que ha
estado íntimamente unido al ser humano desde la antigüedad pero que no ha sido
considerado como compañero sino como mero instrumento de trabajo. De hecho, en
torno al burro hay en nuestra lengua infinidad de refranes, frases hechas y
canciones populares que conviven con los significados peyorativos que se han ido
adhiriendo, como una segunda piel, a la palabra burro. Y es que si el
asno puede reflejar los puntos débiles del ser humano –la simpleza, lo
instintivo, la estupidez…– también es símbolo de altos valores –la ternura, la
capacidad de sacrificio, la inocencia, la inteligencia…–. La reivindicación de
su figura, por tanto, está más que justificada.
Con
este objetivo, Yayo Cáceres dirige una original pieza magistralmente ensamblada
por el buen hacer del dramaturgo Álvaro Tato, quien despliega sus profundos conocimientos
filológicos para realizar un excelente trabajo de selección y de reelaboración
de textos de diferentes épocas que van completando el armazón argumental: un
burro, ante la inminencia de un incendio que está arrasando el bosque y que
pronto llegará al lugar en el que él permanece atado y olvidado, le relata a su
sombra la historia de su especie. Las escenas del presente, en las que el
protagonista hace referencia al fuego y a su complicada situación, se alternan
con absoluta naturalidad con el relato de fragmentos que conforman un
apasionante viaje por la literatura de todos los tiempos, desde los cuentos
indios del Pachatantra, las fábulas de Esopo y Fedro, El asno de oro de
Apuleyo, la Disputa del asno de fray Anselmo de Turmeda, la Misa del
asno, Don Quijote de la Mancha –inolvidable la conversación entre el
rucio de Sancho y Rocinante–, La Burromaquia, hasta las fábulas de
Iriarte y Samaniego y un largo etcétera. Y con la huella inconfundible de un
bello lenguaje poético y de un amoroso respeto por la literatura que son ya
señas propias de Tato. Ante el miedo, nuestro burro opta por el recuerdo y así
rememora desde el momento en que se conocieron sus padres, burros salvajes,
pasando por las antiguas Roma y Grecia, la Edad Media, el Siglo de Oro, la
Ilustración hasta la época moderna en la que destaca un precioso tributo a Platero
y yo y a su autor, J. R. Jiménez. En esta narración, se alternan momentos
de humor con otros tiernos o dramáticos, sin soslayar la crítica política, que
configuran una tragicomedia poética capaz de pellizcar hasta al espectador más frío.
Carlos
Hipólito deslumbra con su impecable interpretación del pollino. Su voz
delicada, con una prosodia perfecta, se mece en la más absoluta veracidad tanto
en los momentos cómicos como en los más dramáticos. Hipólito rebuzna y sus
manos se convierten en pezuñas con una total naturalidad (alejado del
histrionismo o de la artificiosidad que podría entrañar dar vida a un burro) e,
incluso, canta. Y es que la música en directo no podía faltar en un espectáculo
de Ay Teatro. Hipólito está
acompañado en el escenario por el guitarrista M. Lavandera y por los actores y
músicos Fran García e Iballa Rodríguez, quienes interactúan con él en numerosos
momentos. La escenografía es casi minimalista: un arnés con correa, una
plataforma con rampas y unos fardos de heno que los actores van cambiando de
posición para sugerir diferentes lugares. Sencillez para ponderar la palabra,
para jugar con el poder sugestivo del teatro, para que el espectador no se pierda
con artificios decorativos y ponga todos sus sentidos en esta historia que no
es sino una reflexión de la propia condición humana. Al terminar, con el último
rebuzno del protagonista, es inevitable preguntarse quién es más burro, si el
ser humano o el animal. Juzguen ustedes mismos.
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