En su Comedia, Dante coloca a los envidiosos en la llamada segunda grada
del Purgatorio. Allí, los penitentes tienen los ojos cosidos con alambre, pues
en vida han sentido placer al ver caer en desgracia a aquellos cuyas vidas
habían codiciado. Por lo general, el envidioso es también un hipócrita, porque,
por amor propio, suele ocultar su inquina, pero también porque acostumbra a
proferir falsos halagos al envidiado solamente para ganarse su favor pensando
que con ello podrá aspirar también al estatus que ambiciona. A los hipócritas,
Dante los castiga en la bolsa sexta del círculo octavo del Infierno, ataviados
con capas que parecen de oro pero que son de plomo, y que arrastran con
dificultad; a su vez, a los aduladores, los ubica en la bosa segunda del mismo
círculo, hundidos en estiércol. Y, en fin, ya he llegado a donde quería llegar:
al estiércol. Porque si algo he aprendido en los pocos años que llevo metido en
el mundo de la literatura, es que, como en todos los ámbitos de la vida, junto
a unas pocas personas que descuellan por su bonhomía y dignidad, hay también
muchas otras que nutren el hedor de un inmenso estercolero. Esta misma semana,
quien ahora escribe estas líneas, ha sido salpicado con la porción de mierda
con que todos, alguna vez, nos manchamos. Al hilo de una publicación en
Facebook, entré al trapo para secundar una de esas afirmaciones irónicas y
ofensivas con que el personal se refocila por estos lares. Pensando que la
persona aludida (que no nombrada) en la publicación era otra, apoyé el
escarnio, utilizando, además, la brocha gorda de las palabras, registro en el
que, por cierto, no me desenvuelvo demasiado bien, y en la que se corre el
riesgo de que la impericia en el lenguaje tabernario sobrepase la fina frontera
que existe entre el exabrupto ingenioso y la vulgaridad. Inclúyaseme en la
segunda de esas variables. El caso es que la persona aludida no era el escritor
que yo barruntaba, alguien de quien se ha solido hablar más de una vez en ese
foro y, para más señas, alguien por quien fui ofendido vilmente y con quien
tuve un rifirrafe muy desagradable en una conversación privada. El comentario
original, además, encajaba perfectamente con una de sus más deleznables
cualidades, la del narcisismo y la del prurito de superioridad. Sin embargo, el aludido era, sin yo saberlo,
otra persona por la que profeso, en cambio, gran respeto, admiración y el
afecto propios de la camaradería literaria, esa que no es necesario alimentar
cada día, pero que se da por sentada entre quienes nos reconocemos en una forma
de ser y de estar en el mundo. Este escritor, al que aprecio, al leer mi
comentario, se entristeció al comprobar el supuesto concepto denigratorio que
yo le atribuía, y me escribió en privado para mostrarme su decepción. No hubo
reproche, ni recriminación, ni bajó nunca al barro. Al contrario, fue una
lección de caballerosidad, de saber estar, de altura de miras y de humanidad, a
pesar de saberse herido. Un ditirambo a la elegancia. Y todo ello creyendo él que
yo había participado conscientemente de su afrenta. Tuve que aclarar al momento
el malentendido y confiar en que esta persona le tuviera fe a mi palabra. Si no
se la tuviere, tampoco yo podría reprocharle nada. Pasé una tarde entera
angustiado y dormí mal. Y, tras la angustia, llegó el enojo. Pero el enojo
conmigo mismo, que es el que menos consuelo tiene. Porque todo ese embrollo
hubiera sido perfectamente evitable si uno hubiera tenido la lucidez y el
equilibrio emocional de no participar en linchamientos (aunque estos vayan
dirigidos a las personas más odiosas) ni acompañar trifulcas patibularias que a
nada conducen, salvo a embarrarlo todo y a mostrar la dimensión más aborrecible
de la condición humana. Pero participé y el equívoco no es exculpatorio porque,
en esencia, nada cambiaba salvo la persona afectada. La hermosa contestación
privada que ese escritor me ofreció, aun sabiéndose erróneamente la diana de mi
comentario ofensivo, es una de las lecciones más contundentes que he recibido
jamás y que redundará, estoy seguro, en mi forma de relacionarme con las redes
sociales y en la vida, en general. Entretanto, ando buscando asilo en alguno de
los círculos del Infierno de Dante donde mi estupidez encuentre su acomodo y su
penitencia.
Tu pecado ha sido perdonado. Ego te absolvo.
ResponderEliminarNo se puede escribir más bonito.En las formas y en el fondo