Si la pulcritud en el uso del lenguaje es piedra angular en
la narrativa de Hidalgo Bayal, con su última novela, Arde ya la yedra (Tusquets), ese particular alcanza categoría
preeminente, no porque apreciemos una sublimación estilística que lo diferencie
de otras novelas suyas, sino porque el lenguaje se convierte aquí en el
principal protagonista, tanto o más que la propia trama argumental.
Efectivamente, este último libro del autor extremeño podría considerarse un
jocoso tratado sobre metalingüística y metaliteratura.
El protagonista de la novela es un joven aspirante a
escritor que, lacerado por un desengaño sentimental, dedica el verano a
escribir su primera novela, espoleado por la convocatoria del Premio Saúl
Olúas. Para ello, se detiene a observar la vida cotidiana de su entorno, que
pronto se centrará en las aparentemente poco inspiradoras vicisitudes de unos muchachos
que pasan su jornada de ocio a la vera del río. Asistimos entonces a la
construcción de la novela en ciernes con el escaso material que los chicos
proporcionan al autor, y con la ayuda de la imaginación, que va añadiendo a estos
personajes reales los matices necesarios para el avance de la escritura. La
llegada de un forastero que se enamora de una de las ociosas nativas, será miel
sobre hojuelas para enriquecer la trama, pero también trasunto del tedio que
sufren algunas pequeñas localidades y que cifran su entretenimiento en estas
breves novedades.
En la segunda parte de la novela de Hidalgo Bayal, vemos a
nuestro autor ficticio distinguido ya como finalista del Premio Saúl Olúas, lo
que le obliga a acudir a la gala donde se fallará el galardón. Esta coyuntura le
sirve a Hidalgo Bayal para realizar una acerada parodia de la fauna que se
mueve en el mundo literario, especialmente el vinculado a la fatuidad de los
certámenes. Así, uno de los finalistas, dado de vueltas de todo, llega a
proponer irónicamente un premio literario «sin libros ni escritores»; y más
adelante se dice que el presidente del jurado «era un tipo al que la lectura
profesional y las inercias académicas habían inmunizado contra la literatura».
Como decíamos más arriba, este libro es el más metalingüístico
de su autor. El aspirante a escritor acude al premio con el seudónimo de
Bustrófedon (tipo de escritura antigua que imita el movimiento bidireccional
del arado de los bueyes). El alias no es baladí, pues nuestro Bustrófedon, en
homenaje a Saúl Olúas, remata cada uno de sus capítulos con un palíndromo,
entre otras excentricidades (adviértase que «Saúl Olúas» es en sí mismo un
palíndromo). Hay también una crítica a los usos manidos del lenguaje («frisar
en» o «conciliar el sueño»); divertidos guiños metaliterarios para el lector
avezado; y elementos autorreferenciales como la «travesía del Interventor», que
remite a su novela La paradoja del
interventor, o el mismo Saúl Olúas, que ya apareciera en otras novelas del
autor.
Arde ya la yedra
es quizás el libro más divertido de Hidalgo Bayal y una cariñosa, inteligente y
paródica celebración del idioma, de su flexibilidad, de su belleza y de su
carácter lúdico, así como una alerta contra su perversión, que es, también, y
por desgracia, una peligrosa yedra que trepa sin control el muro de nuestra
lengua. Que arda, pues.
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