Ha llegado el otoño
y ha sido como si nada. En esta ciudad donde las estaciones se suceden sin
grandes conmociones meteorológicas, el otoño es solo una coda del verano. Hace
ya mucho tiempo que fuimos desterrados de su regazo de hojas secas y cielos
plomizos. Los riscos pelados se erigen con la austera nobleza de sus harapos de
polvo y matojo implorándole a este sol sañudo una tregua en el flagelo de sus
rayos, que hienden la carne árida y requemada de la tierra, llagándola sin
hacerla sangrar. Hay un azul inmisericorde en el cielo de Alicante que amenaza
con fagocitarnos a todos en su luz cegadora.
Así las cosas, he
tenido que buscar el otoño en la literatura, y Valle-Inclán ha vuelto a abrirme
las puertas del Palacio de Brandeso para revivir el amor postrero del marqués
de Bradomín y la pobre Concha. La Sonata
de otoño es, tal vez, la más sugestiva de las cuatro que escribiera Valle. No
es solo ya la recreación melancólica de la otoñada gallega y su atmósfera
languideciente. Es que, además, se funden en este libro de prosa preciosista
aquellos elementos tan perturbadores que tanto gustaron de gastar los autores
decadentistas. La mezcla de erotismo y enfermedad, de misticismo y herejía, de
moralidad y adulterio, de amor honesto y donjuanismo frívolo y arrogante, de
superstición y atavismo, de lujo aristocrático trasnochado, todo ello, junto,
ofrece un cuadro casi estático (y extático) en cuyas sinuosidades el lector se
mueve, mecido por la belleza de unas evocaciones que tienen algo de fantasía
onírica o bruma de irrealidad.
El argumento es
bien conocido: Xavier, el marqués de Bradomín se entera de la grave enfermedad
de su prima Concha, otrora amante, y se acerca al Palacio de Brandeso para
pasar con ella sus últimos días. Concha reúne todos los rasgos de la heroína
romántica: su belleza quintaesenciada por la enfermedad; su amor apasionado
pero contradictorio; y una religiosidad en pugna con el deseo.
Otros personajes
memorables desfilan por sus páginas, como Florisel, el solícito paje de doce
años que amaestra hurones y enseña a los mirlos a cantar la riveirana; o el
orgulloso furor del tío don Juan Manuel, así como el carácter bondadoso y
telúrico de las criadas.
La escena final,
con el marqués de Bradomín sosteniendo el cadáver de Concha, que ha muerto en
el lecho de su amante, trasportándolo ya casi con la amanecida por los pasillos
del palacio evitando hacer ruido para no desvelar el escándalo de sus amores,
es absolutamente sobrecogedora. En un momento determinado, el cabello de Concha
se enreda con una de las puertas y el marqués debe tirar del cadáver,
atirantando la frente de la muerta y propiciando con ello que sus párpados se
entreabran. Pocos minutos antes, el marqués había yacido con su otra prima,
Isabel, cuando entró en su cuarto para avisarle de la muerte de Concha.
Aquella, que interpretó la irrupción en su cuarto como un galanteo más del
marqués, se entregó a éste y fue así como Xavier, callado su secreto, quedó
ungido de Eros para soslayar por unas horas más a Tánatos, antes de que las
hijas de Concha descubrieran el cadáver de la madre. Todo un canto a la
fragilidad del mundo en su acabamiento, antes del invierno final.
Entretanto, en
Alicante, se derrama esta luz engañosa que quizás pretenda negar el devenir
indefectible del tiempo y su herida, y vivimos, ilusos, un otoño sin sonata.
Magnífica reseña, Píramo. Y me quedo también con la de otoño.
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