CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

domingo, 20 de abril de 2025

687. El arte de perder el tren

 



Los relatos de Pedro Ugarte constituyen la demostración palmaria de que no son necesarios el despliegue de juegos pirotécnicos ni la exhibición del prurito vanguardista para sostener la honorabilidad del género. Muy al contrario, el corte clasicista de su prosa apaciguada, sin estridencias, que fluye con caudal sereno, lejos de ser una opción acomodaticia, representa la forma más honesta de contar historias y de que éstas calen con su verdad en la experiencia lectora. Un lugar mejor (Páginas de Espuma) recoge doce cuentos distribuidos en cuatro secciones, que el autor llama «estaciones». Los títulos de las tres primeras resumen los temas recurrentes a ellas asociadas: memoria, soledad y mentira; la tercera, titulada «Cuentos de la última estación», aunque incluyen temas de las secciones anteriores, parecen elaborados con materiales de acarreo, muy a propósito para el mundo en ruinas que representan sus personajes. La mirada de Ugarte se posa sobre sus criaturas con enorme ternura: el matrimonio de un pueblo castellano que quiere sobrevivir vendiendo revistas y bombillas; el miembro de un viejo club deportivo, anclado todavía a un pasado consumido, que porfía por reunir cada año a los antiguos compañeros, hoy despegados, que lo integraron; el hombre fracasado que recibe las migajas de atención de los que un día se llamaron sus amigos; o el estremecedor cuento del hombre que se enamora cada día de una mujer en el vagón del metro porque todas de las que elige prendarse le recuerdan a su esposa en estado vegetativo. Algunos de los relatos cargan las tintas sobre determinados representantes de extracciones sociales altas, afeándoles su superficialidad o su elitismo clasista. Y hay espacio para otros temas, como la parodia del lenguaje burocrático o de las convenciones literarias, que le sirve al autor para analizar la soledad de determinados oficios (el gris oficinista o el escritor); el mundo de las falsas apariencias; así como la extinción de la inocencia y de la infancia, cuyos últimos estertores se mancillan en los lugares donde un día aquella se enseñoreó luminosa y pura. La familia es también retratada con todas sus aristas: el adulterio, la separación, los vínculos paterno-filiales o la comunión familiar en torno a la desgracia son algunos de sus prismas. El sintagma «un lugar mejor», que da título al libro, se repite sistemáticamente en todos los cuentos recordándonos que los personajes aspiran o sueñan con esa entelequia que dista mucho de ser conquistada en mitad de sus vidas cenicientas y vulnerables. Los protagonistas de la mayoría de los cuentos se llaman Jorge, aunque sus existencias no tengan nada que ver entre sí: el nombre, como las vicisitudes de una vida, es un mero accidente y ninguno de nosotros está exento de encarnar cada uno de los Jorges que desfilan por estas páginas. Mención aparte merecen las digresiones que el narrador intercala con admirable naturalidad a propósito de los lances argumentales de sus cuentos, si es que cabe hablar de argumento en estas estampas de vida que Ugarte recrea con maestría. Muchas de esas reflexiones enriquecen la narración y establecen, a la manera cervantina, un diálogo con los lectores, a través del cual, ambos, lector y autor, toman distancia respecto a la historia narrada para convertirnos, a la par, en observadores que comparten, a través del cristal, los avatares de los personajes. Tal vez todos tengamos un lugar mejor donde estar. Mientras lo hallamos, leer a Ugarte puede ser un buen lugar donde reposar del polvo del camino o donde quedarnos si, definitivamente, hemos perdido el tren.

lunes, 14 de abril de 2025

686. Tejer el envés

 


En un mundo como el nuestro, abocado a la fragmentación y al desmantelamiento de las ideas humanistas que alguna vez sustentaron los ideales de las naciones de Occidente, hay libros que llegan para certificar la defunción de aquellos principios. Gerardo Rodríguez Salas, testigo atento y lúcido de la hecatombe, teje en Los hilos de la infamia el terrible tapiz de nuestro tiempo. Con un tono imprecatorio, casi de maldición bíblica, que tanto recuerda a muchos de los poemas lorquianos de Poeta en Nueva York,  el autor granadino explora las lacras de nuestra sociedad, pero no se limita al testimonio del observador afligido sino que lanza su invectiva condenatoria con los alaridos de los proscritos y el ardor de las revoluciones. Nada escapa a su diatriba. La corrupción de los poderosos, que «aún blanquean su dionisíaco amor en paraísos fiscales», tizna también a la Iglesia a quien se le «cae el disfraz / al suelo la birreta». La infancia es arrasada en un secreto incesto o en los telares de Hong-Kong –«nunca estuvo tan lejos / Nunca Jamás» mientras en Marruecos una niña se prepara para su noche de bodas: «Adiós a aquella niña. / No frotaré las lámparas del zoco». El drama migratorio tiene su impresionante pórtico en el primer poema de «Capulina», donde se realiza una crítica feroz a la Europa insolidaria y se pide a las Erinias que venguen los cuerpos inertes de Aylan y Galip. El sexo huele a zotal en los burdeles de la degradación mientras alguien diseña su fantasía erótica con su sex doll customizada que puede ser trasunto de la cosificación de la mujer. Los nacionalismos visten de patriotismo sus desmanes guerreros mientras las redes sociales anestesian a «las hijas de la ira» con sus «enlaces hueros». Las Torres Gemelas de Nueva York, «sucias vestales», que nunca ansiaron las alturas, buscan la verdad natural lejos del capitalismo, en «las acuosas cuevas / donde esconder nuestro ardor animal», mientras rezan para que no se nuble «la antorcha de la dama» y la libertad que su luz promete. Y, entretanto, la Literatura, enlodadas sus nueve musas, trata de levantar un yunque donde gestar «la llama en nuestro molde / para inventar el número divino». No parece azaroso el guiño a «Los caprichos» goyescos donde el lienzo parece ofrecerse para el sueño de la razón. Particularmente importante es el asunto de la sororidad. El poemario en su conjunto, mediante el símbolo de Aracne, arenga a las mujeres a tejer el envés del tapiz de la infamia. Los últimos siete poemas, enumerados a la inversa, parecen conformar una suerte de cuenta atrás para esa revolución que les otorgará redención definitiva: «mis hermanas están tendidas / pero nosotras / las bestias de los hilos / un día buscaremos las cunas de Belén / para nacer de nuevo». Así, «embriagadas de hybris», las voces femeninas que han ido urdiendo la tela de araña de todo el poemario, con sus promesa revolucionaria, tejen el telón que cierra la obra. De ese modo, Rodríguez Salas deja abierta la puerta a la esperanza para, como dice Ángeles Mora, aprender a hilar de otra manera. Los hilos de la infamia constituye un aldabonazo que llama a las conciencias, y lo hace con un torrente de estampas alucinadas, casi surrealistas, que es el camino más propicio para describir este mundo desquiciado. El autor cifra, sobre todo, esa esperanza en las mujeres, que deben superar el viejo litigio entre Minerva y Aracne para tejer juntas el nuevo porvenir.

lunes, 7 de abril de 2025

685. Santos de devocionario




El editor y escritor Román Piña Valls ha obtenido el XXVIII Premio de Novela Ciudad de Salamanca gracias a su último trabajo, Pisábamos los charcos, publicado por Ediciones del Viento. El libro, con su desacomplejado corte autobiográfico, ofrece, por eso mismo, un testimonio lleno de autenticidad que rescata los pecios hundidos de un tiempo –el de su etapa universitaria durante la década de los 80– que en la novela se evoca con una sorprendente y precisa vivacidad, auspiciada por el poder de la nostalgia.

El libro retrata una realidad social, la de aquellos estudiantes hijos de familias pudientes que ingresaban a sus hijos en los colegios mayores para evitarles las penurias de un piso compartido. Pero en la novela, los cuatro integrantes del piso de Joaquín Costa son desertores de ese tutelaje, lo que los llevará a encarar una relación conflictiva entre su recién conquistada independencia y los valores cristianos que esos colegios mayores, gestionados en su mayoría por el Opus, han inoculado en los jóvenes emancipados. Ese contraste influirá, por ejemplo, en su concepción del sexo, donde la castidad y una visión idealizadora, casi divinizadora, de la mujer, ofrece estampas de una enternecedora ingenuidad llenas de exaltado y precioso lirismo.

Los componentes del piso, al que han bautizado muy hiperbólicamente como «El Hogar del Depravado», no hacen justicia al nombre de marras. Se escandalizan si ven unos condones expuestos en el mostrador de una farmacia o piden vasos de leche en los pubs. Cristian estudia Filología Clásica y es un romántico empedernido; Edu estudia Filología Hispánica y se debate entre su pasión por la música y la poesía; Roque adopta una vida de crápula que le conduce a la culpa y la infelicidad; y Joserri engaña a sus padre con las notas de la carrera de Ingeniería porque, en realidad, tras su máscara de indolente, es una persona desnortada e insatisfecha. Pronto descubrimos que Joserri es Ricardo Ortega Fernández, el periodista que perdió la vida en Haití cuando fue alcanzado por una bala perdida de algún soldado norteamericano y que copó los noticieros de 2004. Sobrecoge pensar que ese destino trágico ya se estaba fraguando en ese piso de estudiantes si andamos atentos tras los indicios de su personalidad febril, imprevisible e inestable.

La novela es también un fresco costumbrista de la Valencia de aquella década. Al principio, Cristian vive solo en una pensión llamada La Orensana que recoge el pintoresquismo de una novela barojiana; después, ya con Edu, se traslada a un piso de El Cabañal, lo que permite al narrador recuperar la topografía de un barrio cuya personalidad ha ido menguando con el fenómeno de la gentrificación. Finalmente, la descripción de Valencia constituye una cartografía sentimental por donde desfilan librerías, burdeles, pubs, restaurantes o cines, la mayoría de ellos ya desaparecidos. Por otro lado, el libro incorpora su banda sonora propia, con especial protagonismo de Golpes bajos, cuya canción, «Cena recalentada», da título a la novela. Pero el catálogo de grupos musicales es mucho mayor. La crisis de Golpes bajos coincidirá en el tiempo con el desmantelamiento del piso de los estudiantes, como un síntoma del fin de una época.

La novela, nacida de la enfermedad terminal de uno de los amigos del autor, aspira a fijar en la memoria literaria un tiempo periclitado pero también la de hacer inmortales a las personas anónimas a quienes Román desea dedicar su epitafio, como a santos de devocionario. Al concluir el libro, y a pesar del humor que rebosan sus páginas, el lector no puede más que esbozar una sonrisa de acíbar y dejar que germine la bilis de la melancolía mientras escucha la voz cansada de Germán Coppini.