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lunes, 15 de diciembre de 2025

711. Miguel Á. Zapata: tasador de acantilados

 


La heterodoxia narrativa de Miguel Ángel Zapata pone notas de color en la partitura adocenada de nuestra literatura. Un ejemplo de lo que decimos es su último libro, Poética del ermitaño, publicada por Baile del Sol. Leer a Zapata es una experiencia epigonal, pero no respecto de una escuela literaria o de una convención estética concretas, sino respecto de la literatura misma. Es la literatura después de la literatura. Es como si Zapata escribiera desde el final del mundo y de los tiempos, apremiado ya –pero sereno y conforme– por la ira divina y su lluvia de fuego. Y en ese apocalipsis, Poética del ermitaño parece una deconstrucción de todo lo conocido o, más bien, una última fe edificada con los materiales de derribo de la literatura que le precede, llena de ecos difusos que resuenan con los últimos estertores de la cultura. Pero, ¿de qué va Poética del ermitaño? Pues va de alguien que se refugia del mundo –y tal vez de sí mismo– en una vieja ermita abandonada, en lo alto de un pueblo costero. Su nombre es Don, la fórmula de tratamiento que se antepone a su innominado nombre de pila. Porque el libro de Zapata es también una fábula sobre la identidad perdida: Don ejerce a veces de cómico en los geriátricos, alentado por su maletín con las siglas «HL», que él cree que perteneció al actor Harold Lloyd, pero que son de un tal Higinio López; otras, se disfraza de Santa Claus y regala obsequios fabricados con desechos. La idea es ser siempre otro para ser aceptado, aunque ello implique, a veces, convertirse en un animal y comer del suelo, animalización que es una de tantas similitudes con el esperpento valleinclanesco, empezando por las acotaciones de algunas escenas semiteatrales. Todo el libro de Zapata es, en realidad un esperpento ecuménico. Su amor por la hipocondría no es más que un deseo de afianzar la conciencia del propio yo. Desde su atalaya, Don contempla el mundo de ahí abajo y, como un Fermín de Pas degradado –la caricatura grotesca de Valle–, alcanza una suerte de sabiduría metafísica que lo coloca por encima de las miserias e hipocresía de la gente de a pie: cuando elabora su brebaje de sueños, todo el pueblo abomina de él porque el bebistrajo invoca en las pesadillas los deseos inconfesables de cada cual. En su retiro alucinado, Don convive con un niño decapitado y con la hermana de éste, trasuntos ambos de un oscuro pasado. Al niño, Don le coloca fotografías de personajes famosos a modo de cabeza con la ilusión de que estos le hablen, y la nieve que cae evita cubrir la zona del campo anejo a la ermita donde se oculta la calavera de aquel. Y todo es entonces reconstrucción de lo fragmentario para hallar un sentido, aunque sea la realidad imposible de un inventario alucinado. Y hay un baile con un Jesús crucificado; y hay dos gemelos, uno acondroplásico y otro acromegálico, apóstoles de una nueva fe; y hay faros sin humanos y vendedores de enciclopedias y prostitutas que cantan durante el coito y hay un chico eviscerador de la lonja que escribe eslóganes murales; y hay traumáticos retratos familiares y reparaciones de los vitrales de la iglesia con las imágenes de sus apariciones, y en ese aquelarre alucinatorio se entremezclan los géneros y hay teatro y hay poesía y hay ensayo y novela y narradores recelosos de su propia omnisciencia, y hay ironía y lirismo descarnado y humor y hallazgos surrealistas. Y hay un precioso final, a la altura de este mundo periclitado y agonizante y pagano, que se erige en hecatombe y la hecatombe, en túmulo y el túmulo reza: Poética del ermitaño, de Miguel Ángel Zapata.

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