CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

domingo, 12 de julio de 2009

12. El sexto sentido de Ramon Llull

Entre el complejo sistema filosófico que construyó Ramon Llull, destaca el affatus, incluido en su obra Liber de sexto sensu o Liber de affatu (1294). La versión en lengua vulgar se conoce como Lo sisèn seny lo qual apellam efatus. Como el propio título del libro indica, el affatus vendría a completar los cinco sentidos tradicionales del ser humano con un nuevo y sexto sentido, situado, según Llull, en la lengua y vinculado a la expresión lingüística, siguiendo esa peculiar tendencia fisiológica medieval de asociar ciertos órganos del cuerpo a los procesos mentales abstractos. El affatus representa el sentido que nomina a los objetos del mundo externo. El sujeto "escucha" al affatus, que le impone un signficante, aquél interpreta este significante surgido del mismo seno semántico de la Lengua y mediante la voz le da forma definitiva. La voz es el medio que vincula lo interior con lo exterior. En este proceso, que he simplificado aquí mucho, se percibe una necesidad eminentemente comunicativa. Como dice David Vidal Castell en su tesis titulada Alteritat i presència, el affatus es lanzar la voz al otro [...] es la voz en tanto que instinto de comunicabilidad que busca al otro (traducido del catalán). Esa alteridad, ese pensar en el otro, cobra primacía en Ramon Llull; no en vano, el affatus será la vía de comunicación para llegar al Otro, con mayúsculas (Dios). El éxito del acto comunicativo y el objeto de la comuniación (el otro) es lo importante para el mallorquín. Decía Enric Sòria, especialista en Ramon Llull, además de poeta y profesor en la Facultad de Comunicación de Blanquerna, que si por Ramon Llull fuera, todo el mundo debería hablar latín y todos así se entenderían.

Más de 700 años después, hemos pasado de los seis sentidos lulianos a los cinco que ya conocíamos pero atrofiados por el despotismo lingüístico de los nacionalismos. Éstos tienen poca vista, peor tacto, mal gusto, están completamente sordos y el olfato sólo les sirve para aspirar el olor de su propia podredumbre. Del affatus, por supuesto, ni rastro. Porque el nacionalismo lingüístico ha subordinado el acto comunicativo (el más intrínsecamente ligado al lenguaje) a la imposición política de su idioma. Eso ha dado lugar a infinidad de absurdos. Así, contemplamos incrédulos como TV3, la televisión autonómica catalana, es capaz durante una tertulia, a la que asiste como invitado un castellanohablante, de utilizar el catalán como lengua vehicular del debate, mientras al invitado se le traduce, a través del famoso pinganillo, todos los pormenores del mismo, incluso cuando él mismo es preguntado. ¿No sería más comunicativo utilizar el idioma que todos conocen (también la audiencia) para agilizar el programa? Los hombres del tiempo de TVE, dicen que lloverá en A Coruña y Girona, por tener una deferencia con las comunidades con lengua propia. Pero nunca dicen el tiempo que hará en London. El hombre del tiempo de TV3 será coherente, al menos, con su idioma y no se le pasará por alto decir Saragossa, Cadis, La Corunya o Xixó. Pero TVE tiene que ser más papista que el Papa. Con el agravante de que hay topónimos como Alicante, al que nunca llaman Alacant. A Barcelona tampoco la llaman nunca Bar/s/elona. Todo un despropósito de incoherencia lingüística. RENFE, al anunciar las paradas que se van sucediendo durante el viaje o cualquier otra cuestión, en Cataluña y la Comunidad Valenciana primero lo hacen en castellano y luego en catalán. ¿A quién le sirve ya la segunda información? Todo el mundo sabe cuál es la próxima parada desde la locución en castellano. El acto comunicativo no importa ahí, sólo, una vez más, la deferencia con el otro idioma. Sería más lógico si la primera locución fuera en catalán. Más absurdos. El Píramo que os escribe ha tenido que examinarse del Nivell mitjà de valenciano por si algún día acaba con sus huesos trabajando al lado de Tisbe. Pero Píramo ya tiene el Nivell C de catalán, que es el equivalente al Mitjà valenciano. Por no hablar de los 30 años (toda mi vida) que resido en Cataluña. ¡Hasta he sido maestro de Educación Primaria impartiendo las clases en catalán (como es preceptivo aquí)! Pero claro, al nacionalista valenciano de turno se le ocurre decir que el valenciano no es catalán. Claro, es como si el andaluz, por aspirar la "s" final, abrir más las vocales átonas o elidir la consonante en las formas de participio, fuera otro idioma, en lugar de un dialecto del castellano. ¿Acaso no me entendería perfectamente un valenciano hablándole yo en catalán? No importa. El nacionalismo no valora la comunicación. Y como no valora la comunicación, el catedrático universitario más eminente de la disciplina que sea, tendrá vetada su incorporación a las universidades catalanas, porque de su disciplina podrá ser el próximo premio Nobel pero ¡ah! no sabe catalán. El alumno perderá la ocasión de estar en contacto con un genio de su materia pero recibirá el enorme honor patriótico de escuchar a su profesor en catalán. La calidad de la clase, ¿qué importa eso? Artículo aparte (que llegará) merecería la nueva Ley de Educación de Cataluña (LEC) que arrinconará al castellano en las aulas, aunque esto ya se venía haciendo antes de la ley.

Ramon Llull hubiera deseado evitar la Torre de Babel con una única lengua, el latín. En ese deseo se destila una preocupación prioritaria por la comunicación sin barreras. No pido yo tanto, que todas las lenguas con sus particularidades son bellas. Pero sí recuperaría, con Ramon Llull, el affatus, aquel su sexto sentido. Y el sentido común.

miércoles, 1 de julio de 2009

11. El médico a palos, de Molière

El pasado viernes acudí a la representación de la conocida farsa de Molière El médico a palos en el Teatro Castelar de Elda. Como es sabido, la obra pone en escena las andanzas de un leñador, Sganarelle, caracterizado por su holgazanería. Su esposa, cansada de su comportamiento, le recrimina su escasa disposición para el trabajo a lo que él responde azotándola con una caña. Martina, indignada, urde un plan para vengarse de su esposo, quien constantemente alardea de saber latín. Casualmente, Martina se encuentra con un alguacil y un criado que andan por aquellos parajes en busca de un doctor. Ella no duda en recomendarles al mejor médico de toda la comarca que no es otro sino Sganarelle. Para que su venganza sea perfecta, Martina desvela a los desconocidos que dicho doctor es un hombre humilde, en apariencia ignorante, que únicamente confesará su sabiduría tras recibir golpes con un palo. La vendetta, por tanto, está en marcha. Seguidamente, los dos hombres encuentran a Sganarelle quien, tras propinarle una buena tunda de palos, accede a acudir a casa de un noble para sanar la extraña enfermedad de su hija: ha enmudecido repentinamente y no acierta más que a emitir gritos y sonidos guturales. Tras esta patología se esconde un motivo amoroso, pues la joven Lucinda finge su mudez para evitar el casamiento que su padre había concertado.
A partir de este momento, se sucede toda una serie de acontecimientos hilarantes que desembocan en un desenlace feliz en el que no falta la crítica social, pues se acaba descubriendo que todos los personajes-no sólo el médico- fingen en alguna medida. Así, el anciano padre de Lucinda finge desear el bien de su hija cuando en realidad se mueve por el interés económico, Jacqueline es una simple criada con conocimientos de algunos remedios caseros mas aparenta ser enfermera, la joven Lucinda simula su mudez, el alguacil presume de ser la mano derecha del rey de Francia cuando no es más que un simple recadero y Sganarelle que, si bien por miedo a ser apaleado, finge ser un médico que cura a base de latinajos con los que parece un brujo aficionado pronunciando su primer sortilegio, no duda y aprovecha la confusión para recaudar dinero.
En conclusión, el dramaturgo francés supo plasmar ya en el siglo XVII un mundo lleno de apariencia, caracterizado por la falsedad y la hipocresía. Un cuadro social este, que bien podría trasladarse a la actualidad. Aquí radica, sin duda, el rasgo esencial que convierte una obra de teatro en una pieza clásica pues gracias a la atemporalidad de su temática adquiere una vigencia universal. ¿Acaso no vemos constantemente a personas sin escrúpulos que fingen ser médicos y que trabajan en clínicas clandestinas sin temor a jugar con la vida de los enfermos, con traición y alevosía -éstos bien merecerían ser apaleados-; padres que conciertan los matrimonios de sus hijas en función del capital económico del pretendiente y eruditos a la violeta que pueblan los medios de comunicación?
Por otra parte, no dudo de que el público del Teatro Real de París de 1666 disfrutara con las repeticiones humorísticas de la obra que, quizás, para el respetable más purista del siglo XXI puedan resultar algo pesadas, pero lo cierto es que para un auditorio entregado y tan participativo como lo era el del siglo XVII supondrían un aliciente más que condujo a la farsa al éxito, pues en la corte de Luis XIV hubo cincuenta y dos representaciones. Imagino un teatro rebosante de un público jubiloso y bullicioso que ante la petición de vino por parte del médico no dudaría en responder al unísono: "Es por el polvo del camino". Este tipo de detalles que me permiten fabular cómo sería la representación son los que valoro en la puesta en escena de este tipo de piezas. Como ya comenté en otro artículo, en materia de teatro del Siglo de Oro soy clásica y por ello aplaudo también el vestuario que lucía el elenco de actores pues está inspirado en ilustraciones de la época. Como curiosidad destaco que el traje de médico es una réplica exacta del que lució el propio Molière en el estreno de la obra. A ello se unía un decorado acertado y una iluminación correcta.
En definiva, recomiendo a los aficionados y/o apasionados del teatro clásico acudir a esta representación pues considero que su director, Francisco Negro, ha logrado realizar una adaptación del original siendo fiel al espíritu de su creador. Ha conseguido equilibrar la balanza para ofrecer al espectador de nuestro siglo una pieza con un mensaje cargado de actualidad pues en tiempos como los que corren, es urgente reflexionar sobre la hipocresía y las falsas apariencias que reinan en nuestro mundo.