Por fin. Sacudo el polvo de mis manos, coloco los brazos en jarra, doy un gran resoplido y contemplo el resultado con esa ufana complacencia del bricomaniático (sonrisa ancha de autosuficiencia y movimientos afirmativos de cabeza ratificando lo satisfactorio de la obra concluida). Ante mí, forma en posición de firmes el batallón de volúmenes. Soy el gran capitán de mis libros. A todos he pasado revista. Conozco sus corazones, aunque todavía hay alguno díscolo que se me resiste. Pero ahora todos me miran, solícitos, desde el venerable pedestal del anaquel que he dispuesto para ellos, prestos a abandonar la trinchera para servir, palabra en ristre, en las batallas del espíritu.
Criterios cronológicos y alfabéticos
No ha sido fácil montar la estantería (uno es algo inútil en estas lides) pero aún ha sido más complicado decidir el criterio para ordenar los libros. Finalmente, he seccionado las baldas por épocas históricas y he seguido el criterio cronológico hasta el siglo XIX, mezclando los géneros literarios. Una vez llegados al siglo XX, he aplicado el criterio alfabético, separando los géneros en novela, poesía, teatro y ensayo. También he buscado acomodo a las literaturas extranjeras, distinguiendo los principales países con algún “souvenir” de mis viajes; los demás están en una especie de miscelánea internacional. Y he dejado un estante aparte para la madre literatura, la greco-latina (el casco de colección de Aquiles y una columna emeritense presidiendo el umbral del mausoleo).
El criterio alfabético me ha dado algunas satisfacciones. Recuerdo aquel día que tuve que hacer un artículo de urgencia sobre Josefina Aldecoa, que acababa de morir. Entonces releí Historia de una maestra. Una vez finalizado el artículo, devolví a su lugar el libro en cuestión y, al colocarlo, advertí que el espacio de al lado lo ocupaba Con el viento solano, de Ignacio Aldecoa. No pude evitar sentir una triste ternura al dejar a Josefina e Ignacio, juntos en la muerte y juntos en los libros. También me reconforta comprobar cómo las casualidades antroponímicas hermanan en el estante a los amigos que aprecio con los grandes nombres de la literatura; así, Ramón García Mateos se halla al lado de Federico García Lorca, y la carambola me hace sonreír porque yo sé que Ramón se siente honrado de estar ahí.
Otros prefieren ordenar sus bibliotecas siguiendo la pauta de las colecciones. Queda mucho más estético y geométricamente regular. Entonces aparece el negro ejército de arqueros de la editorial Cátedra (blanco, si no son españoles) y, en el ademán de disparar sus saetas, quizás pretendan darle caza a la cabra montés de la editorial Gredos. Ésta ha parado a beber en las fuentes de la editorial Castalia y, saciada la sed, levanta orgullosa su cornamenta al cielo ibérico, en el firmamento de cuyo espejo cree reflejarse en las viejas constelaciones de la editorial Austral. En el universo de mi biblioteca, Planeta es sólo un planeta y mi voluntad el demiurgo de todos los “Big Bangs” literarios.