Soy un gran admirador de la novela realista
decimonónica. Pero puedo comprender que al lector de hoy día le resulte tedioso
leer un volumen de 600 páginas donde el verdadero desarrollo de los
acontecimientos comience en la página 400. El lector de nuestro tiempo,
inoculado por el virus de la prisa, necesita que los libros le cuenten algo
pronto; su paciencia es limitada y si la acción no acaba nunca de arrancar,
perdida ésta entre largas genealogías y pacientes construcciones de la caracterización
de los personajes, abandonará la historia sin haberla siquiera iniciado.
Sin embargo, el buen novelista sabe que no puede
renunciar a la concienzuda modelación de sus personajes si no quiere que éstos
desfilen por su obra como entes sin alma que nada dicen al lector más allá de
lo que su pobre demiurgo titiritero se proponga hacer con los hilos que los
sujetan. Se exceptúa aquí la vaguedad premeditada con que algunos escritores
configuran a sus protagonistas, persiguiendo un efectista halo misterioso.
Luis Leante, en su último libro Cárceles
imaginarias (Alfaguara, 2012) está a punto de resolver este conflicto
metaliterario. Para ello, nos atrapa desde las primeras páginas con un
argumento que nos explota en la cara de lleno. Sitúa el inicio del relato en la
Barcelona de 1896, en el marco del atentado anarquista del 7 de junio, al paso
de la procesión del Corpus en la Calle de Canvis Nous, que luego trajo los
famosos “procesos de Montjuïc”, cuya feroz represión tuvo eco en la prensa
internacional. El protagonista, Ezequiel Deulofeu, señorito que se mueve en una
especie de ambigüedad ideológica, entre el burgués apático y el revolucionario,
se ve involucrado en los atentados, lo que le obligará a abandonar Barcelona en
un viaje que le llevará primero a Manila y luego a Valparaíso. Después, Leante
nos traslada al año 1988, para conocer al atormentado Matías Ferré, encargado,
casi sin querer, de completar la investigación que Victoria, su pareja, había
dejado inconclusa tras morir en un accidente de tráfico. Durante su labor,
Ferré se topa con aquel Ezequiel Deulofeu y ese nombre se vinculará a su vida
por sorprendentes caminos, demostrando la importancia de no olvidar a los que
nos precedieron. A partir de ese momento, ambos espacios temporales se irán
alternando.
Acierta Leante con esta fórmula porque el lector ya no
puede desasirse de la propuesta argumental del libro. Obtenida la atención, es
ahora cuando Leante puede detenerse en construir a sus personajes, remontarse a
su pasado, hacerlos creíbles e insuflarles alma. El lector aceptará estas
treguas en la acción porque tiene la promesa del inicio y sabe que volverá a
ella, esta vez con el valor añadido del conocimiento íntimo de los personajes.
Sin embargo, Leante acaba naufragando. El argumento va
dando bandazos sin una meta clara, la construcción de los personajes no acaba
de perfilarse del todo y termina convirtiéndose en pequeñas crónicas
individuales, desvaídas, sin interés, que poco dicen sobre sus almas. La
obsesión de Farré por la investigación no se sustenta, no parece verosímil, se
deja arrastrar por una especie de inercia desprovista de verdad humana. La
primera huida de Deulofeu, que tanto juego podría haber dado, enseguida se
convierte en un argumento anodino de idas y venidas sin solución de continuidad.
Y así, Leante, por el que, dicho sea de paso, siento
un enorme respeto como narrador, consigue seducirnos desde el principio sin
saber el lector que ha quedado preso en una cárcel imaginaria de reducidas
dimensiones, de las de catre y jofainas oxidadas, con un enrejado que promete soles
que no llegan, de la que sólo saldrá, entre el alivio y la frustración, cuando le
libere el carcelero de la última página del libro.