Si en nuestro tiempo la Literatura debe tener, entre
sus otras muchas vocaciones, la de entretener y, a la vez, la de ser el altavoz
de las injusticias sociales, entonces Ni por todo el oro del mundo, de
Álex Saldaña Redondo, se ha ganado por derecho propio la consideración de los
lectores y también la del crítico capaz de distanciarse con justicia y sin
menoscabo de su arbitrio, de aquello que se ha dado en llamar “la gran
literatura”.
Efectivamente, el libro de Saldaña no se antologizará
en los manuales pero habrá cumplido con sobrada dignidad su paso por el parnaso
literario.
Con una atención casi exclusiva por la trama, el ritmo
de la novela es ágil y fluido, sin apenas injerencias o digresiones. Dos
historias paralelas que acaban entrecruzándose, la del joven periodista Mario,
trasunto del propio autor, y la de Tomás Agustín, niño venezolano que, junto a
sus compañeros, sufre la explotación en los lavaderos de oro de la Amazonia,
conforman la estructura básica del libro. La novela es una apología de la
amistad, sobre todo cuando ésta surge en medio de la barbarie y de las
situaciones más extremas. Una denuncia cruda contra el caciquismo, la
explotación infantil o la pobreza, y contra las autoridades que contemplan estas lacras con la aquiescencia
de quien lo asume como algo natural. En mitad de todo ello, un friso vivísimo,
prácticamente costumbrista, sobre todo de Caracas, y en menor grado de otras
ciudades, con una muy bien templada contención por parte del autor que se
aprecia, por ejemplo, en la inteligente dosificación de los americanismos
lingüísticos y en su huida del tópico folclorista. La novela no esconde su afán
informativo, casi pedagógico (aquí es donde aflora el Saldaña cronista) pero
ello no lastra el desarrollo argumental de la obra porque apenas se notan las
soldaduras de su didactismo.
Especialmente interesante es la intervención, ya bien
avanzado el libro, de Ingrid, la encargada de una ONG, y su diatriba contra las
injusticias sufridas por los indígenas panare. La vehemencia apasionada de sus
palabras, casi desbocadas, pellizcan al lector, que hasta entonces se había
acomodado en el muelle almohadón del género aventurero.
El libro no está exento de algunas posibles podas. En
el plano estilístico hay algún abuso de las oraciones subordinadas, sobre todo
en las primeras páginas, así como de expresiones peligrosamente asidas al
ripio, como aquel “dar buena cuenta” de las comidas o entregarse “a los brazos
de Morfeo”.
Respecto a la caracterización de los personajes, éstos
resultan algo planos y estereotipados, quizás fagocitados por el alto ritmo
narrativo de la acción, que no da tregua para una mejor construcción y
profundidad psicológica. Tampoco, imagino, era el objetivo principal del
autor. Asimismo, resulta ambiguo y poco perfilado el donjuanismo no muy convincente de Mario. Y es absolutamente
prescindible el pasaje donde se descubre la homosexualidad de uno de los
protagonistas, tal vez pensado con la intención humorística que, a ratos, sazona
sabrosamente el libro, pero que aquí es incomprensible. El autor ni siquiera
retoma el asunto en ningún otro punto de la novela.
Álex Saldaña, subdirector del Diari de Tarragona,
logra con esta obra, fruto de su labor periodística por varios países de
Sudamérica, la difícil tarea de fundir lo lúdico con el trallazo que zarandea
nuestras conciencias dormidas. Aquellos niños de infancias rotas ya tienen su
libro y Saldaña ha exorcizado en él la deuda que contrajo consigo mismo: la de
darles asilo en el sagrado y benefactor templo de la Literatura.
Álex Saldaña con su libro, editado por Silva Editorial. |