A veces ocurren cosas que revelan los verdaderos
límites de una pasión, su importancia en esa íntima escala de necesidades
vitales que se guardan entre los bastidores del alma y que se prodigan sólo
algunas veces, con la prudente dosificación del hombre cuerdo y equilibrado, del
hombre que sabe guardar las formas, que cumple su rol social, hombre cabal
domesticado.
Visité París por primera vez hace unos meses. Fue uno
de esos viajes tan inolvidables como extenuantes. En nuestro afán por optimizar
todo el tiempo que pasáramos allí, embarcamos en el avión más madrugador.
Llegar a París y otear la ciudad desde las torres de Notre-Dame fue todo uno. Estaba
agotado porque apenas había pegado ojo la noche anterior, muy corta por lo demás.
Por otro lado, desde aquella atalaya de piedra casi milenaria empezaba a sentir
ya mi vértigo patológico a las alturas. El caso es que ambas circunstancias
sellaron su común alianza contra mi salud y, a partir de aquel momento, las
fabulosas vistas de París dieron lugar a todo un caleidoscopio de siniestras y
burlescas gárgolas y sátiros, que me volteaban en vertiginosa danza. A su vez, las
campanas de Notre-Dame tañían su bronce con violencia calando sus vibraciones
en mi caja torácica que apenas sujetaba ya al preso de metal que, como maléfico
sortilegio, había quedado dentro. Tal fue mi malestar que, una vez abajo, tras dejar
atrás las interminables y claustrofóbicas escaleras de caracol, pensaba que me
moría, hipocondríaco de mí, porque apenas podía respirar. Y peor aún que
morirme, todo aquello me estaba aguando el viaje. Decidimos dar un paseo para
airearme un poco cuando, hete aquí que, al pasar junto a los puestos de libros
que flanquean el Sena, saco fuerzas de flaqueza para fijar mi atención en la
portada de uno de ellos. El autor: Saint Jean de la Croix. Al principio me
costó reconocer a mi poeta favorito detrás de su francófono atavío pero en
cuanto mi mermada lucidez me permitió identificarlo, allí era de ver cuán milagrosamente
había recuperado yo mi salud. Por no hablar del momento en que descubrí, el Don
Quichotte del que, entusiasmado, no pude resistirme a leer su inicio en
francés: “En un village de la Manche, du nom duquel je ne veux souvenir…”. Allí
estaban, mis escritores, en un país extranjero, dándole alivio a mi mal. No sé
si fue el bálsamo de Fierabrás o las ninfas de Judea pero el caso es que yo
puedo decir que San Juan de la Cruz y Cervantes me salvaron la vida aquella
mañana en París. Mientras redacto estas líneas, mi compañera de viaje se acerca
a la mesa a curiosear lo que escribo y
coloca burlona su dedo índice sobre la sien. Pero yo sé bien lo que me digo.
Si esta súbita resurrección de ánimo (llámense, si se
quiere, endorfinas literarias) me ocurrió a mí, pobre diletante de las letras,
¿qué no le sucederá al poeta que se redime en los versos que escribe? ¿Qué
alivio no sentirá el escritor que exorciza su mal en la bendita oblea del papel?
¿Con qué infinitos no soñará aquel que dejando el legado de su obra le arrancó
a la muerte una pizca de eternidad? ¿Cómo no se agarrará a la vida que le queda
aquel que, vislumbrando ya aquella epifanía genial del último párrafo, pugna aún
por apresarla? ¿Qué refugio no hallará el que, tiritando del frío de la
existencia, cruza el seguro dintel del arte? ¿Cómo no vivir y morir en la
lectura y en la escritura si somos los hombres palabra viva, si somos ecos de
otras palabras, si somos susurros inciertos bajo las estrellas?
Todavía mareado, descubro a San Juan de la Cruz. "¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados, formases de repente los ojos deseados, que tengo en mis entrañas dibujados!" |
Casi recuperado |
Feliz y recuperadísimo. Al fondo, se puede ver un libro de Skármeta y, algo borroso, los Poemes mystiques, de Saint Jean de la Croix |
El Quijote, en francés. |
Ternura, humor y profundidad. No se puede pedir más a tu artículo.
ResponderEliminarCoincido con Javier. Los artículos que escribes basados en experiencias cotidianas son todo un acierto.
ResponderEliminar¡Qué sería de nosotros sin esos pequeños detalles -en este caso, la literatura -que nos salvan de la cotidianeidad!
¡Qué artículo más bonito y acertado! Clara prueba del poder redentor del Arte por encima de todas las medicinas ;)
ResponderEliminar¡Bello!
ResponderEliminarJAVIER, gracias. Todo eso lo da la literatura.
ResponderEliminarTISBE, pues sí. A la postre, la felicidad se cifra en cosas así. Gracias por compartirlas conmigo.
LAURA, muchas gracias. Desde luego, si algo hace el Arte, es reparar las mezquindades diarias.
TOMÀS, gracias.