Vicente Molina Foix y Luis Cremades han escrito al
alimón este libro de memorias, donde se recoge la relación sentimental que
ambos escritores mantuvieron entre 1981 y 1983, aunque el espacio cronológico
se dilata en el libro más allá de la ruptura, hasta nuestros días. El primer
reparo que se le impone al lector reside en la propia razón de ser del libro.
¿A quién pueden importarle de verdad los detalles íntimos de una historia de
amor que nadie les ha pedido? Después de conocer los entresijos de esa
relación, puedo entender que la obra atesore un valor catártico o redentor para
ambos, contribuyendo a cerrar una brecha que reclamaba latente una sutura
durante 30 años. Pero fuera de ese valor terapéutico restringido a sus autores,
no entiendo por qué el lector debe participar como testigo, sobre todo porque
ni Cremades ni Molina Foix son todavía Petrarca y Laura. Si la escritura es una
forma de salvación, bastaba con escribir pero sobraba el exhibir. Tres posibles
factores justificarían a mi entender esa decisión de publicar estas memorias,
relacionados ambos con Cremades. El primero es su enfermedad, relatada en el
libro con una nobleza que no cae en el patetismo ni la autocompasión, y que,
dada su gravedad, explicaría la necesidad vital de darse en un libro. Jamás me
atrevería a verter reproche alguno. El segundo factor, sin embargo, reviste
menos dignidad y tiene que ver con el auxilio editorial de Molina Foix, de cuyo
padrinazgo Cremades siempre ha querido legítimamente huir y del que, una vez
más, no ha podido prescindir para la medra literaria. Finalmente, existe la
tentación del juego literario: Molina Foix y Cremades han escrito
alternativamente cada uno su parte, después de conocer la parte del otro; esa
dependencia del coautor para la continuación argumental propia es ciertamente
atractiva por lo que tiene de azaroso en el curso de la narración y por la
curiosidad de verse ente de ficción en la memoria del otro. Como ejercicio
literario es una experiencia muy novedosa.
El libro, además, cae en cierto exhibicionismo
impúdico de la homosexualidad, con cierto tufillo panfletario, que a mí siempre
me ha parecido tan contraproducente para el propio colectivo. Y resulta del
todo reprobable y prescindible la crónica rosa en la que se desvelan aspectos
privados, denigrantes, de escritores muy conocidos, algunos de ellos ya
fallecidos. (Por cierto, que hay algún aludido que ya les ha respondido). El
invitado amargo tiene retazos de gran libro sino fuera por sus pequeñeces.
Con todo, la obra ostenta también muchas virtudes,
como la acertada utilización de los resortes narrativos que novelizan lo
biográfico o el sabroso anecdotario literario de los 80 que ofrece un friso
vivísimo de la efervescencia cultural de la época. Son también interesantes e
inteligentes las reflexiones personales acerca de los procesos creativos o
sobre el arte en general, aunque hay cierto narcisismo en algunos pasajes donde
se citan e interpretan poemas propios. El libro es también un espléndido
ejercicio de intertextualidad con sugestivas y edificantes listas de lecturas
personales que encienden la atención del lector curioso. El paisaje alicantino de los 80 resulta asimismo evocador. Pero, ante todo, El
invitado amargo es un análisis profundamente desmenuzado de las relaciones
amorosas y sus intersticios. Especialmente tierna es la figura de Vicente
Aleixandre, cuya faceta de gran gurú en la mediación amorosa es bien conocida.
La casa de Velintonia, con ecos de Lorca en esa silla que ocupó Cremades en su
visita al maestro, es en el libro un templo casi oracular. La figura de Aleixandre
es catalizadora. Aleixandre está presente todo el tiempo incluso cuando no
aparece. Mientras su presencia sigue latente en el libro, parece que hay
promesa para el amor. Cuando muere, el lector ya sabe que no hay solución
posible. Sólo la esperanza de perpetuar ese amor para siempre en las palabras. El
amor entre Cremades y Molina Foix fue, en parte, una experiencia vital, pero
también la construcción que cada uno ha hecho del otro en el territorio de la
memoria y en el de la literatura. En ésta se hallan ambos mucho más verdaderos.
En El invitado amargo, una vez más, la Literatura se erige como
salvaguarda de lo que la vida no pudo o no supo retener.
Serie Ghostpotters, del artista Roberto González Fernández. |
Hoy en EL PAÍS Elvira Lindo también habla de este libro. Ella dice que no se trata de chismes, pero yo he leído el libro y creo que en el caso de Cremades sí hay cierta querencia al chismorreo. Pienso, por ejemplo, en lo que él cuenta de Luis Antonio de Villena, quien, por cierto, no se ha quedado "calladito". En su página de internet, Villena le replica a Cremades, y dice que fue él quien se le rindió con armas y bagajes, pero que "las armas eran chicas y los bagages estaban por venir".
ResponderEliminarDe "El invitado amargo", lo que más me ha gustado ha sido cuando Cremades habla de la historia de amor de Aleixandre. Es una historia muy hermosa y contada, aquí sí, con un pudor que se echa en falta, efectivamente, en otros momentos de la obra.
No sé hasta qué punto es lícito hablar de intimidades de otras personas con tan poco tacto. Aunque sean vivencias de los escritores, esos recuerdos incluyen a otros que, quizás, no quieran participar en este "cotilleo" literario.
ResponderEliminarJavier, la respuesta de Villena es genial.
ResponderEliminarTisbe, en la literatura creo que tiene que haber una ética. Es lo que decimos siempre: no todo vale.