Aunque el fenómeno del microrrelato no es nuevo
(pienso ahora en Borges o Cortázar y, si me apuran, en las parábolas bíblicas),
lo cierto es que su reflorecimiento sí es reciente, lo que le ha insuflado al
género un aire de modernidad que en realidad no tiene. No sé si la extensión de
estas pequeñas narraciones puede ser signo de la vida vertiginosa de nuestro
mundo: una literatura que se consume con rapidez, apta para quienes, apremiados
por ese mal endémico que es el reloj, desean adecuar el ejercicio de la lectura
a tramos cortos, con un principio y un final próximos en el espacio narrativo;
en definitiva, leer de una sola tacada una historia sin la servidumbre temporal
que impone la lectura de una novela larga.
Del microrrelato me preocupan dos aspectos, uno
relacionado con el lector y otro con el escritor. El primero es que el género corrobore
esa tendencia del homo digitalis al fragmentarismo y a la falta de
constancia, síntomas derivados ambos de la inmediatez y dispersión del lenguaje
cibernético y su infinita red de hipervínculos, que no permiten reparar más de
un minuto en un texto medianamente largo colgado en la red. Como consecuencia,
el lector se convierte en un actor impaciente, pragmático, incapaz de
perseverar en una trama que no le “enganche” desde el principio y con una
preocupación prioritaria por la acción y por llegar al final cuanto antes. El
segundo punto que me preocupa, el que atañe al escritor, tiene que ver con la
deshonestidad literaria. Ahora todo el mundo se ha apuntado a la moda del
microrrelato y los escritores de medio pelo parapetan su impericia y su pereza
tras el marbete de un vanguardismo mal entendido. Sin embargo, el microrrelato,
como el haiku, que es primo hermano suyo, son géneros de una tremenda dificultad
porque su carácter sugestivo y el ingenio para la condensación conceptual
requieren gran dominio y paciencia en el arte constructivo, el mismo
detenimiento, por cierto, que requieren para ese lector con prisas que quizás
se equivoque si piensa que al elegir el microrrelato, hallará en él la
“ventaja” de la premura. Los microrrelatos se leen con lentitud o no se leen.
Jaume Palau salvaguarda la dignidad del género con su
obra Cuarto menguante (Silva Editorial). Lejos de sumarse al circo vanguardista, el
autor tarraconense consigue darle encaje a la tradición reformulándola en sus
relatos. Ese es su gran acierto. Así, hallamos originales revisiones de pasajes
bíblicos, como el de Caín y Abel, el del carpintero José tallando la cruz de su
hijo o el capítulo de Lázaro; versiones de temas mitológicos, como el de Ícaro;
tópicos literarios como el beatus ille; ecos petrarquistas en el
concepto del amor como lucha de contrarios o como enfermedad; referencias a
Kafka, etc. Especial interés tienen las estampas históricas y las inspiradas en
obras de arte, imbuidas de lirismo evocador. No faltan la crítica social, cruda
a veces, irónica otras, siempre ética; las reflexiones metafísicas; el humor;
historias futuristas; de terror o sobrenaturales; metaliterarias; y una
atmósfera orientalista en algunos relatos, que tan bien casa con las moralejas
y el carácter sentencioso que a veces suele alimentar el género. Si acaso sobra
en algún relato un exceso de prosaísmo y en otros, sobre todo los ligados a la
cotidianeidad, se peca de cierto maniqueísmo que no deja margen para la
sugestión, virtud que precisamente forma parte sustantiva del microrrelato. El
libro termina con las “Semillas”, pequeñas frases próximas al aforismo
realmente deliciosas, y cumple de esta manera el plan inicial indicado por el
título: los relatos van menguando su extensión conforme se avanza en su lectura
hasta llegar a la mera oración. Antonio Luque Ávila ha ilustrado algunas piezas
con poemas visuales, que complementan la lectura de los relatos. Cuarto
menguante es una recomendable degustación literaria que, como ocurre en
los restaurantes gourmet, deleitan el paladar pero le dejan a uno con
ganas de más. Precaución: el microrrelato puede ser adictivo.
Muy de acuerdo contigo, Fernando
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