El
colombiano Jorge Franco ha ganado el Premio Alfaguara 2014 por El
mundo de afuera, una novela muy correcta que confirma algo que
hace tiempo llevo barruntando acerca de la editorial madrileña: que
la concesión de sus premios parece sostenerse en criterios
literarios bastante más sólidos que los de buena parte de las otras
grandes editoriales. Esperanzador aval que adorna la celebración
este año de su 50 aniversario.
La
mayor parte de la crítica parece decantarse en sus reseñas de la
novela por la ponderación de esa mezcla tan hispanoamericana que
conjuga el realismo más descarnado con la fantasía del cuento de
hadas. Así lo testimonian los comentarios de la contracubierta y
también la cubierta misma, cuya ilustración remite al personaje de
Isolda, esa niña que vive encerrada en el castillo que su padre, el
rico don Diego, se ha hecho construir por puro capricho, y que se
escapa de la férrea disciplina de su institutriz para adentrarse en
el bosque contiguo en donde la esperan los almirajes, una especie de
conejos con un cuerno de espiral en la frente, que juegan con la
niña, la peinan y ensartan su cabello de flores.
Sin
embargo, para mí, el personaje más llamativo es “el Mono”, el
secuestrador de don Diego, que reúne todas las condiciones
contrarias al prototipo. El Mono es un delincuente de medio pelo que
vive todavía con su madre; que dilapida secretamente todo el dinero
de su banda en pagar los caprichos de un jovencito aprovechado al que
ama; que, a la vez, siente por Isolda una especie de veneración
espiritual; que hace grandes esfuerzos por demostrar su virilidad
entre sus compinches y ante Twiggy, su novia, cuyos requerimientos
amorosos es incapaz de satisfacer; que recita admirado los versos de
almíbar de un poeta trasnochado; y cuyas amenazas de matar a don
Diego si la familia de éste no paga el rescate, nunca acabamos de
creernos. Y, sin embargo, el Mono no está concebido como una
caricatura del secuestrador canónico ni hay intención de provocar
la risa burlona del lector, aunque a veces la produzca. El personaje
del Mono es perfectamente creíble y su existencia sin horizontes
está revestida de una tristeza que despierta la compasión ante su
desahucio vital. El lector puede esbozar una sonrisa apiadada al
conocer su historia pero es sólo un rictus que esconde, en realidad,
cierta amargura.
El
contraste entre Isolda y el Mono es trasunto de los profundos
contrastes de Medellín, entre el mundo puro y seguro de la niña y
“el mundo de afuera”, donde campan los contrabandistas, los
ladrones, los asesinos, la prostitución, la pobreza y la mendicidad.
Me
ha resultado casi inevitable comparar El
mundo de afuera
con El
héroe discreto,
de Vargas Llosa, con el que comparte la historia de un secuestro, el
humorismo perfectamente dosificado, los diálogos eficaces y
naturales, la radiografía social y la pizca de fenómeno
sobrenatural. Algunos escritores sudamericanos parecen abonados a esa
vocación por lo extraordinario, a esos retazos epigonales del
antiguo realismo mágico. Sin embargo, algo ha cambiado. Antes los
personajes asumían la fantasía como algo natural y real; ahora los
personajes ya se sorprenden cuando algo atenta contra la lógica
cotidiana. Será que, con la que está cayendo, se nos ha impuesto
“el mundo de afuera”. Lamentablemente.