Ha muerto Ricardo Ferré. Quizás ustedes no sepan quién
era Ricardo Ferré. Y, para ser honesto, yo tampoco, salvo porque es el nombre
de la calle donde vivo. Uno va a empadronarse y cuando rellena el impreso que
le facilita el ayuntamiento, escribe en el apartado de domicilio: “Avenida
Ricardo Ferré”; se suscribe uno a tal o cual revista y en el formulario precisa
que deben realizar el envío a la “Avenida Ricardo Ferré”; los amigos que vienen
a visitarte introducen en el GPS “Avenida Ricardo Ferré”; al técnico del aire
acondicionado le dices que vives en la “Avenida Ricardo Ferré”. Y así, Ricardo
Ferré se convierte en un nombre que va y viene incrustado en la cotidianeidad como
la camisa que llevo puesta, el horario de mi trabajo, las llaves con que abro
la puerta de mi casa, las rutinas que construyen una vida. Hasta que un día,
uno se detiene en un titular del periódico y lee: “Ha muerto Ricardo Ferré”; y
la frase, rotunda, breve, lapidaria, conmociona nuestro espíritu. Resulta que
Ricardo Ferré era un hombre. Un hombre que, como yo, habrá llevado camisa,
habrá tenido su horario laboral, un hombre que disponía de unas llaves que
abrían la puerta de su casa. Un hombre, al fin, al que un día esas llaves ya no
le sirven para nada.
Las calles, las estatuas, los estadios, los auditorios,
los aeropuertos, las paradas del metro, se llaman a veces como se llamó un día
un hombre. Pero el uso pragmático que hacemos de esos nombres, nos hace olvidar
que detrás del rótulo hubo una vida. De tal manera que lo que en su momento nació
con la noble voluntad de perpetuar la memoria de una persona, ha acabado
trivializándose hasta perder todo rastro de las virtudes que motivaron aquella
iniciativa. Los chiquillos celebran el Halloween y ya no se acuerdan del Tenorio,
mientras los locutores deportivos cantan un gol del Valladolid en Zorrilla.
Caprichos de la posteridad.
A los amantes de la Literatura (y barro ahora para
casa) nos regocija caminar por las calles y reconocer en sus rótulos a aquellos
autores que admiramos, a quienes guiñamos un ojo en medio de esa barahúnda
urbana que impide estos pequeños solaces del alma. A veces nos duele que la
calle Miguel Hernández sea sólo un callejón sucio y destartalado o que a la
estatua de García Lorca la ensucien las palomas. Pero, acólitos suyos, los
rememoramos y los hacemos presentes y vivos en la piedra y en la placa. Sin
embargo, cuántos otros nombres sufren la intemperie de la calle sin que nadie
repare en ellos más que para dar una referencia práctica, como se da la matrícula
de un coche o la numeración de un código de barras. Me apenan esos rótulos con
nombre y, sin embargo anónimos, que remiten a personas que quizás aportaron
durante su vida algún mérito que nos ha enriquecido sin saberlo. Son esos
rótulos inscripciones de nichos tapizados por el musgo del tiempo y de la
desidia hasta que alguien les entrega las flores de su pensamiento.
La gran
tragedia del hombre es su finitud. Y ante esa angustia, la posteridad, bien lo
sabían Aquiles y Jorge Manrique, actúa como el elixir que nos revive una vez
hemos desaparecido. Probablemente, muchos no tengamos siquiera ese alivio de la
posteridad. Siendo así, la poca que podamos tener, quizás unos pocos años
después de nuestra muerte, que sea grata para los que quedan; que diga de
nosotros que, como mínimo, fuimos coherentes y leales a unas ideas; y que
hicimos el bien. Baste con eso. Por cierto: ginecólogo. Ricardo Ferré era
ginecólogo.
Has escrito un artículo precioso. ¡Qué gran paradoja! Lo que debiera ser un recuerdo eterno a veces acaba cayendo en el más absoluto olvido y no nos paramos a pensar que ese nombre y esos apellidos hacen referencia a una persona verdadera, no a una entelequia.
ResponderEliminarPor otra parte, es muy interesante comprobar cuántas calles tienen nombres de escritor. Hace unos años, en mi instituto organizamos una ruta literaria por las calles de Aspe. Los alumnos se sorprendieron de la gran cantidad de calles que hacían honor a esos escritores que estaban estudiando. Ahora bien, es un poco indignante que Neruda, por ejemplo, haya quedado relegado a una cochambrosa calle que acaba en un triste descampado. ¿Quién se encarga de hacer este reparto tan injusto?
Excelente artículo!!!
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