A muchas personas les ocurre
que, al escuchar un registro sonoro de su propia voz, no acaban de creerse que
aquella sea realmente la suya, no se reconocen a sí mismos en la grabación. Sin
embargo, esa es realmente su voz y los matices que el hablante extraña no se
deben a ningún problema con el dispositivo tecnológico que recibe el registro,
sino más bien a la percepción deformada que de nuestra propia voz tenemos.
Dicho de otro modo, sólo nosotros oímos nuestra voz distinta a como la oye el
resto del mundo. Ello se debe a que mientras los demás escuchan nuestra voz
mediante los mecanismos auditivos habituales y comunes a todas las personas,
nosotros, además, la escuchamos desde la caja de resonancia de nuestro propio
cuerpo, que es la que aporta esos matices únicos.
Algo parecido debe de
ocurrir con los escritores que se leen a sí mismos y que no se reconocen. Nadie
podrá negar, salvo intervención de terceros, que son ellos los que han escrito
sus libros, y los lectores leales son, además, capaces de reconocer el
particular estilo del autor. Y, no obstante, éste no se identifica con su
propio escrito. Tal fenómeno no puede ser más fascinante. El escritor real,
sujeto social, con su nombre y apellidos, no coincide con ese otro impostor en
el que se ha desdoblado. Esto es de manual: en las novelas, autor real y
narrador son dos figuras que la teoría literaria siempre ha insistido en
separar; el narrador es un invento del escritor, un recurso estrictamente
literario. Pero en todo esto hay algo también de sugestivo misterio ontológico:
ese yo que no soy yo, que escribe por mí y que, tras el rapto de la creación,
me sorprende con un texto que yo mismo habría sido incapaz siquiera de
imaginar.
Hay otros escritores que,
aun reconociéndose en sus libros, ya no se gustan. Casos de obras repudiadas
por sus propios autores hay ejemplos para no acabar. Me viene a la mente ahora
mismo la vehemencia con que Rafael Sánchez Ferlosio se avergonzaba de su Alfanhuí
o Miguel Delibes con La sombra del ciprés es alargada. Quizás se deba,
sobre todo, a que son obras primerizas. Tal vez sea legítimo renunciar a
quienes fuimos, pero eso no quita que un día fuéramos y que ese testimonio de
nuestra historia permanezca y tenga validez en sí mismo. Valga decir que la
obra de Delibes me parece una maravilla.
Luego están los autores
vanidosos, que se leen a sí mismos una y otra vez, con estúpida
autocomplacencia y hasta escriben ensayos interpretativos de su propia obra,
sin saber que, una vez que la dieron al mundo, ya no están en disposición de
decirnos cómo hay que leerla ni condicionar nuestra lectura soberana. La
literatura es de los lectores y, aunque es útil la orientación de los autores,
de los críticos y de los expertos en general, con la lectura pasa como con la
escritura: que las palabras leídas son ya nuestras y se convierten en la voz
intransferible que nos construye.
También están los escritores
que nunca leen sus libros tal vez porque ya no les importan, por pudor o
porque, de hacerlo, les volvería la irritante epidemia de las correcciones y
abominarían de aquella máxima juanramoniana de “no le toques ya más, que así es
la rosa” a la que un día fatídico entregaron a regañadientes su voluntad.
Finalmente, quizás sea la
poesía el género donde el escritor, si es buen poeta, nunca podrá dejar de
reconocerse. Porque la buena poesía es la que sale de dentro, la que está llena
de autenticidades. Y aunque los lectores de poesía disfruten de los versos,
sólo el poeta que los escribió, con su radical verdad, sabe cómo suenan porque
los escucha y los reconoce desde la irrepetible caja de resonancia de su alma.