Escribo estas líneas desde la sala de espera de mi
fisioterapeuta. Mis posaderas descansan sobre la mullida superficie de un sofá
desventrado; en las paredes, imágenes de columnas vertebrales, sacroilíacos y
esternocleidomaistodeos recuerdan al visitante por qué está allí. Reparo en una
esquina, donde una mesa baja alberga un montón de libros revueltos, como en un
rastrillo. Escapo con esfuerzo de las fauces del sofá, que ya casi me había
fagocitado, y me acerco a la mesa. Enseguida mis manos criban sin mucho afán
los libros insustanciales que forman aquella selección arbitraria, llevada a
cabo, sin duda, por algún desaprensivo. Sin embargo, de entre toda la quincalla
bibliográfica surge, como surge de entre el limo la pepita de oro en la batea,
un libro de Stefan Zweig: La impaciencia del corazón. Superada la
sorpresa inicial llega, como otras veces, el sentimiento de héroe al rescate.
Me da no sé qué ver a Zweig entre revistas de motor, prensa amarilla, libros de
autoayuda, novelas románticas y demás terrorismo literario. Hasta hay un libro
de Coelho. No hay fisioterapeuta en el mundo que pueda curar el esguince
intelectual que produce leer a Coelho. Es obvio que tengo que salvar a Zweig.
Pero siempre con la bandera de la ética por delante, así que inicio mi
experimento. Como acaban de llegar más pacientes a la consulta, coloco a Zweig
en un lugar visible y preponderante, encima del resto de libros. Pronto
empiezan a levantarse otros curiosos hacia la mesa. Revuelven los libros pero
todos ignoran a Zweig y eligen otras cosas. Tras unos minutos, Zweig está
sepultado bajo los escombros de aquella inmundicia libresca. Creo que esto
legitima mi acción. No es un robo. Es un acto de amor. Tengo una mochila y una
misión en la vida. ¿Qué hacer?
Me ha pasado otras veces. Cuando era coordinador de la
biblioteca de mi instituto, me encargaba de registrar los libros que habían de
formar parte de los anaqueles, sólo que luego acababan formando parte de los
míos. Hay en mi casa libros con el tejuelo y su signatura todavía en los lomos
y el sello del centro, como delatores. Ahora que soy jefe de departamento,
cuando llegan los libros de muestra de las editoriales, también realizo algún
ejercicio de beneficencia literaria y les hago un hueco en mi casa. El poder
corrompe pero a mí me ha despertado la vena caritativa. Mi casa es un centro de
acogida. Porque, ¿de verdad alguien se cree que un alumno de la ESO se va a
acercar a la biblioteca escolar y le va a pedir al bibliotecario El criticón
de Baltasar Gracián? Es más, ¿de verdad alguien se cree que un alumno de la ESO
se va acercar a la biblioteca? El pobre Gracián estaba condenado al sueño de
los justos. El señor del autobús, apremiado porque llega su parada, ha olvidado
su libro de Delibes en el asiento contiguo; podría decírselo. La señora del
puesto de antigüedades que vende esa primera edición de un libro de Galdós a
sólo 1 euro no sabe lo que está haciendo; podría ponerla sobre aviso. Pero qué
bien lucen Gracián, Delibes y Galdós en mi biblioteca doméstica.
El fisioterapeuta me ha dado una buena paliza hoy. Al
finalizar, y mientras me vestía, ha sostenido en el aire mi mochila, que yo
había dejado a un lado de la camilla mientras durase la sesión. Luego, tras
comprobar el volumen de su carga, me ha sugerido que no debiera soportar tanto
peso en la espalda porque puedo empeorar. Yo asiento obediente. Pero es que, La
impaciencia del corazón, el libro de Stefan Zweig, tiene más de 500
páginas.
Ja, ja, ja... Sin duda, uno de los artículos más divertidos de cuantos has escrito hasta ahora (y mira que los ha habido graciosos). Gracias por hacernos pasar tan buenos ratos.
ResponderEliminarGenial!!!
ResponderEliminarQuien esté libre de pecado que escriba la primera línea.
ResponderEliminar¡ Me ha divertido mucho ! Además...¡ menuda biblioteca a la "chita callando" !....
ResponderEliminarNo le llames robar. Llámalo cambiar de sitio.
ResponderEliminarS'han de salvar els llibres, peti qui peti.
ResponderEliminarGracias a todos por vuestros comentarios, en especial a Javier, por sus amables palabras.
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