Decía Ernesto Sabato en El escritor y sus fantasmas
que la condición más preciosa del creador es su fanatismo: “[El escritor] tiene
que tener una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su creación, debe
sacrificar cualquier cosa a ella. Sin ese fanatismo no se puede hacer nada
importante”. De esa afirmación se trasluce la incompatibilidad existente entre
la labor creativa y toda la constelación de obligaciones cotidianas que
ineludiblemente debe atender cualquier persona que viva en el mundo real.
Carmen Balcells lo entendió a la perfección. Aunque le
desagradaba, por manida, la metáfora de la “Mamá Grande”, como la llamó Vargas
Llosa utilizando un personaje de García Márquez (Los funerales de la Mamá
Grande¸1962), lo cierto es que su mecenazgo colosal iba más allá de la
habilidad para conseguir a sus escritores contratos lucrativos. Se encargaba de
todo. Dice Vargas Llosa del despacho de Balcells que era “el nido de todas las
conspiraciones, el refugio de los afligidos y la caja sin fondo de los insolventes.
A condición de aceptar su imperio benevolente, de ser dócil y sumiso, uno era
feliz. Ella pagaba las cuentas, alquilaba los pisos y resolvía los problemas de
electricidad, de transporte, de teléfono, de clandestinidad, y aprobaba o
fulminaba los amoríos pecaminosos, asistía a los partos, consolaba a los
cónyuges e indemnizaba a las amantes”. Ella misma declara en una entrevista a
Xavi Ayén (Aquellos años del boom, RBA, 2014) que “les hacía todos los
recados, les buscaba piso, les solucionaba trámites, [se] encargaba de que
tuvieran siempre folios y cintas de tinta para la máquina de escribir, les
abría cuentas bancarias”). Es decir, que sus escritores no tenían que
preocuparse de absolutamente nada más que de escribir. Así cualquiera, diría
algún incauto, y erraría si así pensara, porque no habría condescendido
Balcells con tales prerrogativas de no haber advertido, con su inigualable
intuición, el gigantesco mérito literario de sus ahijados. Pero no deja de ser
verdad que, descargados de toda la molesta grisura que el lastre cotidiano de
las obligaciones materiales conlleva, la batalla es menos ardua y sólo se cifra
en el duelo singular con la escurridiza palabra.
Por eso yo hoy quiero dedicar mi pensamiento a todos
aquellos escritores que no tuvieron la suerte de tener a Carmen Balcells como
agente literaria. Quiero pensar en el escritor que llega agotado a su casa tras
una intensa jornada laboral y saca fuerzas de flaqueza para escribir un exiguo
párrafo; en el padre recién estrenado que de madrugada mece con una mano el
enésimo llanto de su hijo, mientras con la otra anota una idea o teclea la vida
de su otra criatura; pienso en esas otras mamás grandes o papás grandes que,
con increíble generosidad, exoneran a su pareja de limpiar la casa, de planchar,
de cocinar o de cambiar pañales para que puedan cumplir su sueño, zenobias de
corazón infinito; evoco al escritor, desterrado en una oficina, denigrada su
pluma al frío y mecánico estilo de la burocracia, él que conoce el arcano de
las palabras sin membrete; evoco al escritor, angustiado por el tiempo que se
le va (hoy sólo una página porque había que atender al fontanero o pasar la ITV
del coche), el que recuerda las horas preciosas perdidas por las contingencias
de una cotidianeidad que consume inútilmente sus energías y que lo obligan a
inmolarse en la pira de lo feo, de la materia, de la tierra, él, que es
belleza, que es alma irredenta que se goza en el vértigo exultante del vuelo.
Somos una legión de huérfanos sin consuelo ni arrimo.
Ha muerto Ramón Oteo una madrugada de septiembre, con su noche, su otoño y su
aguacero, con la lírica que exigen los adioses de los hombres grandes. Y se
desgaja de nosotros una parte de lo que somos en esta rueda perversa de
pérdidas y renuncias que es la vida. Nadie nos enseñó a perder a nuestros
maestros. Ni siquiera él, de quien aprendimos el don de la palabra, nos dijo
cómo había que escribir una despedida como ésta. Quizás por eso, mientras escribo
ahora, llevo tanto rato mirando una pantalla de ordenador, con el cursor
apremiante latiendo sobre las palabras que no sé decir, la mirada fija y
perpleja en la primera línea donde leo (yo mismo lo he escrito) que ha muerto
Ramón Oteo, y es una frase imposible que releo
con el descreimiento de las cosas que no pueden ni deben ser, porque
Ramón era eterno, estaba allí desde el principio de los tiempos, era un pilar
de nuestra fe.
Sólo fui un alumno más. Otros vendrán que tracen mejor
una semblanza más ajustada de su figura inacabable. Mis recuerdos son los de un
aula de la vetusta Facultad de Letras, el arrullo de las palomas en el alféizar
de los ventanales, y su voz entrañable trenzando admirablemente, como él sólo
sabía, las palabras hechizantes que nos impedían tomar notas, porque era un
desperdicio bajar la mirada al papel para someterse al servilismo de los
apuntes, porque el examen importaba poco cuando Ramón hablaba de literatura,
porque en sus labios la Literatura no cabía, se desbordaba del triste pragmatismo
de un plan de estudios. Lo recuerdo emocionarse al evocar la figura de Miguel
Hernández, la voz quebrada y los ojos húmedos, porque sentía a Miguel
Hernández, como a los otros escritores, como algo suyo, congénito a su ser. Un
día se demoró una hora en llegar a clase porque creía que su asignatura
empezaba más tarde (los sabios tienen algo de despistados); todos se habían ido
ya menos yo, que aproveché la soledad del aula para estudiar. Cuando apareció y
vio el aula vacía, le expliqué la situación y él celebró el equívoco porque nos
permitiría una tranquila tertulia literaria. Aquella tarde inolvidable, entre
los pupitres vacíos, al calor de su conversación, recibí uno de los mejores
regalos que me ha dado la vida. A él le debo mi vocación por la literatura;
otros pusieron los cimientos, justo es decirlo, pero su ascendencia sobre mí
fue definitiva y fue él quien apuntaló esa vocación. Cuando quise hacer el
doctorado él me lo quitó de la cabeza; me preguntó que por qué lo quería hacer
y yo le dije que para seguir aprendiendo. Me contestó si realmente
necesitaba un papelito que dijera que ahora era más sabio que antes. Me animó a
preparar las oposiciones, a asegurarme un futuro, y a aprender por mi cuenta
sin necesidad de que me llamaran doctor. Ese desprecio por la notoriedad le
caracterizó siempre; humilde, le ruborizaba publicar sus libros, sobre todo los
de creación (El perfume del vaso, sin embargo, es espléndido); su
satisfacción residía en su vínculo invisible con la literatura, aquella que
sólo reside en el corazón que la alberga; cifraba su existencia en ese
apostolado que lo redimía y para el que no necesitaba vítor alguno en la pared
de la fama que lo atestiguara. Heredó de Cansinos-Assens, su gran referente, la
habilidad para recomendar libros. Cuenta Oteo en su estudio sobre el escritor
sevillano que “en una espaciosa biblioteca de abolengo conventual” se pasaba
las noches “desempolvando anaqueles donde me aficioné, ajeno aún a las rebuscas
eruditas, a hojear las viejas ediciones de Baroja en Caro Regio con sus
grabados tenebristas, los humildes y populares volúmenes de Galdós en Hernando
o los ejemplares modernistas de Biblioteca Nueva, con sus capitulares y sus
viñetas evocadoras del paisaje que el andariego Sigüenza me descubría en las
páginas de Miró”. Y que entre aquellos libros descubrió a Cansinos-Assens,
cuyos libros hablaban enamoradamente de otros libros y que acicateaba su ánimo
para buscarlos y leerlos. Entre los alumnos de Oteo, no creo que haya ninguno
que se haya podido sustraer al estímulo irrefrenable de leer un libro
recomendado por él, pues sus juicios rebosaban un entusiasmo tal que siempre
aquel parecía el mejor libro del mundo.
Ramón Oteo era palabra, de esa que parece de otro
tiempo, elegante, narcotizante y sencilla a la vez, como las volutas de su
caligrafía primorosa que daba pena borrar de la pizarra.
Oteo era un sabio de la literatura pero también
encauzó muchas vidas, como la mía. Siempre estaré en deuda con él y sé que
muchos sienten lo mismo que yo. Ha muerto Ramón Oteo una madrugada de
septiembre, con su noche, su otoño y su aguacero. Somos una legión de huérfanos
sin consuelo ni arrimo, a la intemperie, bajo esta lluvia inmisericorde que
cala y duele de frío en lo más hondo.
Ramón Oteo con José Agustín Goytisolo
De izquierda a derecha, Ramón Oteo y los poetas Josep Moragas, Ramón García Mateos, Juan López-Carrillo y Manuel Rivera
Solapilla de su libro sobre Cansinos Assens (1996)
Fiesta de jubilación de Ramón Oteo. Con sus (ex)alumnos, amigos y discípulos.
Ramón Oteo con los poetas del grupo Rotoarco. De izquierda a derecha, Josep Moragas, Alfredo Gavín, Ramón Oteo, Ramón García Mateos, Juan López-Carrillo y Manuel Rivera.
Ramón Oteo con el poeta López-Carrillo
Ramón Oteo en la Casa Museo de Carlos Barral en Calafell
Ramón Oteo junto a la profesora Inmaculada Rodríguez
Dos libros de Ramón Oteo. El primero, el poemario "El perfume en el vaso" (1997); el otro, su estudio sobre Cansinos-Assens.
Recuerdo del homenaje a Miguel Hernández en Cambrils (2010) con un poema de Ramón Oteo. Abajo, una de sus últimas apariciones públicas durante el mismo homenaje.
Transcribo el recuerdo del poeta Ramón García Mateos. Publicado en, su versión reducida, en el Diari de Tarragona y aquí íntegramente.
AL PROFESOR RAMÓN OTEO. IN MEMORIAM
Ha muerto el profesor Ramón Oteo. Una figura imprescindible de la cultura reusense y un nombre clave en la enseñanza –media y universitaria– de la literatura en estas tierras de la vieja Tarraco. Admirado y querido por sus alumnos, de distintas generaciones, y respetado por sus colegas más eminentes. Tenía 74 años y se nos ha ido muriendo poco a poco y a pesar de los inacabables «¡Quédate hermano!», «¡No mueras, te amo tanto!», «¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!», «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!», sin embargo el cadáver ¡ay! siguió muriendo, sin incorporarse lentamente, sin abrazar al primer hombre, sin echarse a andar. La muerte no ha sido, en absoluto, ni manriqueña ni generosa para con él. Nos queda su ejemplo como el mejor de los espejos y su magisterio impagable, pero hoy, para quienes le quisimos, es un triste consuelo.
Conocía a Ramón Oteo desde hace casi cuarenta años. Él era, por encima de cualquier otro, el maestro. Así, como dirían los flamencos, sin necesidad de adjetivos. En antonomasia perfecta. Fue catedrático de instituto –en el viejo y el nuevo Gaudí y en el Salvador Vilaseca, ambos de Reus–, labor que compaginó desde los años setenta del siglo pasado con la de profesor asociado en la delegación tarraconense de la Universidad de Barcelona, y, en el último tramo de su carrera docente, profesor titular de literatura española en la Universidad Rovira i Virgili. También, durante un largo periodo de tiempo, ejerció, en actividad filantrópica, como director de la biblioteca del Centre de Lectura. Ramón es –me cuesta utilizar el pretérito– la persona más sabia que yo he conocido en el ámbito de la literatura. También así, sin adjetivos. Y he conocido muchas. No lo pregona su currículum, pues fue autor de dos únicos libros de ensayo y crítica literaria, "Contribución al estudio de un género: La Novela Corta (1916-1925)" y el espléndido "Cansinos-Assens: entre el modernismo y la vanguardia" –amén de artículos y colaboraciones múltiples en libros colectivos, revistas y congresos–, porque no se preocupó nunca de ascender en el escalafón ni de medrar en ese mundo oscuro, de competencias desleales y fratricidas, que es la carrera profesoral universitaria. Ha sido un lector incansable, un estudioso sin límites –sus fichas, preparadas pacientemente para sus clases del instituto o la universidad y constantemente actualizadas, darían para elaborar todo un manual de literatura, bajo enfoques multidisciplinares y novedosos puntos de vista–, un apasionado de la palabra, un letraherido –permítaseme el catalanismo– que convirtió la literatura en su propia vida y, en ocasiones, su vida en literatura: ambas se confundían en una realidad mágica y esplendorosa en la que no podían marcarse lindes ni establecerse fronteras. Machadiano y valleinclanesco. Del poeta sevillano, Ramón tuvo el talante y la actitud ante el mundo. Del gallego genial, la máscara que a veces ocultaba su verdadero rostro, mas, como en Valle, siempre máscara histriónica que no deforma lo que bajo ella esconde. Paradójico e imprevisible. Transgresor y heterodoxo, atrabiliario incluso. Honrado y cabal. Desde siempre –veinte años no es nada, pero cuarenta van siendo ya una eternidad– Ramón siempre ha estado ahí, para lo que los amigos necesitáramos. Y su magisterio –en el sentido maireniano del término– ha germinado, pródigo y benéfico, en las distintas generaciones que han pasado por sus clases y de él han aprendido literatura. Y algunos, los más privilegiados, también lecciones de vida, de dignidad y bonhomía: Ramón nos enseñó, con su ejemplo, que la literatura es también una actitud ante la vida y que, como dijera José María Valverde, inútil es toda estética carente de ética. Alumnos suyos hemos sido la mayor parte de quienes, en la actualidad y por estas tierras, andamos de una u otra forma por los vericuetos de lo literario.
Fue mi profesor en los últimos años de instituto y en la universidad. Y fue él quien transformó mi frágil vocación de periodista en apasionado amor por la literatura, en el instituto Salvador Vilaseca de Reus, aquel antiguo convento franciscano convertido en centro de enseñanza –con el paréntesis de hospital de guerra– del que tengo recuerdos imborrables. A Ramón debo también, en buena parte, esta necesidad de pergeñar versos, ya crónica después de tanto tiempo. Mis primeros poemas crecieron a su lado. Poco a poco supe de su condición de poeta casi oculto –salvo algunas colaboraciones en revistas literarias, como "Álamo", de Salamanca, nada se conocía de su obra, aunque sabíamos que había sido finalista, con un libro que nunca llegó a ver la luz, del prestigioso Premio Casa de las Américas en Cuba– y fue creándose una complicidad y cercanía que, irremediablemente, desembocó en la amistad. Muchos años después, en 1997, Ramón Oteo daría a la estampa, en los Cuadernos del Bronce, "El perfume del vaso", su único poemario publicado. Un libro hermoso, de factura clásica, con el endecasílabo como apuntalamiento y el soneto como estructura, acompañado de primorosos dibujos de la pintora reusense Sefa Ferré. Aunque ya conocía prácticamente todos los textos, me conmovió verlos allí reunidos y escribí una larga reseña para Papel Literario, suplemento del Diario de Málaga, que titulé con la paráfrasis “El perfume del verso”. De todas formas, a quienes amamos su poesía, aquella única entrega nos supo a demasiado poco. Sin embargo, él siguió empecinado en su agnosticismo respecto al hecho de publicar versos y no fuimos capaces de hacerle cambiar de opinión. Hoy es ya demasiado tarde.
De su mano supimos de Miquel Martí i Pol, cuando aún no se había convertido en el poeta nacional al que todos citan y casi nadie lee, de Vicent Andrés Estellés, Ramiro Pinilla, Antonina Rodrigo o Jesús Torbado, a quienes trajo al instituto para que hablaran de su obra a los alumnos, de Pere Calders, de Rafael Guillén, de Antonio Carvajal, de Mateo Díez, de Jesús Moncada, de Félix Grande… Descubrimientos gozosos que se sumaban al estudio académico de los escritores ya consagrados –recuerdo ahora los tres meses refulgentes que dedicó, en nuestro tercero de BUP, a desgranar amorosamente los secretos más fértiles de "Las Coplas" de Manrique–, a su amor epidémico por Miguel Hernández, Blas de Otero o Antonio Machado. Y supimos también de Faulkner, de Thomas Bernhard, de Camus, de Pessoa…
Los recuerdos se amontonan y reverberan sin solución. No es el momento de recuentos exhaustivos, tiempo habrá para ello, ni de reivindicaciones necesarias, como el reconocimiento que le debe la ciudad de Reus. Es la hora de la despedida, de la emoción, del llanto por su ausencia. Sirvan los versos de Machado a Giner de los Ríos como homenaje y celebración:
"¿Murió?... Sólo sabemos
que se nos fue por una senda clara,
diciéndonos: Hacedme
un duelo de labores y esperanzas.
Sed buenos y no más, sed lo que he sido
entre vosotros: alma.
Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!"
RAMÓN GARCÍA MATEOS
En el siguiente vídeo, Ramón García Mateos es entrevistado para la televisión de Reus y le oímos recordar la figura de Ramón Oteo.