Cubierta del libro: Pilar Gonzalvo |
El último trabajo de Ramón García Mateos se presenta
como un libro de relatos pero no lo es. O al menos no lo es en el sentido
tradicional en que concebimos el género. Aunque la parte narrativa, como es
natural, está presente, el libro es más bien una colección de estampas
literarias, semblanzas de personajes más o menos desdibujados, homenajes,
caprichos de la memoria, reflexiones, denuncias, evocaciones nostálgicas del
pasado, guiños humorísticos… Es lo que el autor ha llamado “artefactos
literarios”, marbete que también utilizó para su anterior libro de relatos, Baza
de copas, con el que tanto comparte, y que, a su vez, tomó prestado de los
artefactos poéticos de Nicanor Parra. El término no puede ser más acertado
empezando por su propia etimología, “arte-facto”, hecho con arte, porque eso es
el libro de García Mateos: un repertorio de piezas artísticas válidas en sí
mismas donde no importa tanto la historia que se cuenta o las circunstancias
que han llevado a los personajes a las situaciones que allí se describen, como
la perla literaria engastada en las palabras. Palabras asidas al prodigio de la
oralidad, del que el libro es un claro homenaje. Y así, en la espléndida
estampa sobre Cervantes se alude a la Kasba de Argel, ese lugar donde aquellos
“hombres ungidos con el don de la palabra”, cuentan sus maravillosas historias
en los diferentes dialectos del árabe; o el contador de cuentos de una taberna
en Valdegeña, alrededor de cuya figura se reúnen los parroquianos para escuchar
sus historias (el contador de cuentos, así, sin nombre y apellidos porque los
contadores de cuentos son de todos y no son de nadie, ni siquiera de ellos
mismos); o el cariñoso recuerdo a Avelino Hernández, el gran promotor del
filandón y de la cultura popular castellana. Una oralidad que obra el milagro
de perpetuar mundos periclitados o en trance de desaparecer, a la que los
personajes se aferran para dejar constancia de su paso por la vida: “Por si
acaso, y para que no caiga en el olvido”, dice el preso de la guerra civil en
las Comendadoras, antes de relatarnos su gesta en bicicleta por toda España.
El libro es también, desde el título, un juego entre
lo verdadero, lo ensoñado y lo ficticio, que acaso sean la misma cosa, pues
todo lo que ingresa en la literatura forma parte ya de la realidad. Por eso el
inspector Méndez se entrevista con Francisco González de Ledesma, su autor, y
Aquilino, personaje de Avelino Hernández, comparte su existencia con éste en
Valdegeña, en dos inolvidables relatos con resabios unamunianos. El mismo falso
patronímico que adopta Cervantes, Saavadera, es un símbolo de este juego.
Verdades y fingimientos es, además, una obra de los márgenes. Todo en ella
está en el extrarradio de todo. Desfilan por sus páginas personajes marginales
(inmigrantes, habitantes del arrabal, prostitutas, renegados, traficantes,
presidiarios), desahuciados por la vida que alcanzan la redención en la palabra
literaria del autor. Pero no sólo los personajes, también las edades de éstos
se hallan en la frontera: los 60 de Cervantes, las edades maduras de Maigret o
de Wallander o el propio inspector Méndez, que “no tiene edad, nunca la ha
tenido, está en ese territorio de nadie que se ubica más allá de la madurez y
en la cornisa de la desolación”. Del mismo modo, los espacios literarios son
también fronterizos: el arrabal, la Argel del siglo XVI, el personaje Puñales
que trafica en la frontera con Portugal, y el libro se llena de los topónimos
imposibles de una geografía del limbo.
No falta la crítica social y política (la injusticia del
inmigrante Mimón, el funcionario que medra y no recuerda ya de dónde viene, los
políticos que se mezclan con la plebe en el bar para obtener algunos votos más
y que le “joden el vermut” al narrador, la preocupación por el sistema
educativo o esa radiografía del país que es “Espejo de príncipes”). Hay también
una reivindicación del erotismo en su madurez y una atención al género
policíaco. “La navaja” podría ser un espléndido inicio para una novela negra.
Los lectores de García Mateos reconocerán, además,
todo su mundo en este último libro. No sólo por los elementos autobiográficos o
por su ideario, sino también por el habitual ejercicio metaliterario del autor,
en el que es fácil apreciar sus querencias. García Mateos ha creado un universo
propio y reconocible que le permite convertir a Miguel, el del bar, en un
personaje literario, ya desde Baza de copas, y emparentarlo, además, con
el inspector Méndez, en una genealogía de heráldica literaria. Y entre tanto fingimiento, una certeza: la de su
espléndida verdad literaria.
Has hecho un análisis de la obra muy pormenorizado, a pesar de la tiranía de los caracteres. Enhorabuena.
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