En los anaqueles de mi biblioteca doméstica hace ya
algún tiempo que reposan, medio olvidados, varios libros intonsos; ya saben,
esos libros que se encuadernan sin cortar los pliegos de sus hojas, lo que
impide la lectura hasta que el propietario se decide a cortarlos. Ya no
recuerdo si mis libros intonsos están durmiendo el sueño de los justos porque
otras lecturas más urgentes se impusieron, o si ha sido mi torpeza antológica
con los trabajos manuales la que ha dejado para mejor ocasión tan delicada
cirugía. En realidad no los tengo tan olvidados. De vez en cuando los rescato
de las estanterías y me cuelo entre los resquicios que dejan los pliegos para
atisbar las palabras escondidas. Se podría considerar un acto de voyerismo
literario.
El libro intonso tiene el encanto de certificar a su
dueño que nadie antes que él ha leído el ejemplar. En la satisfacción que
produce esa fidelidad hay todavía algún residuo oscuro del amor posesivo,
aunque sin la necesidad de refrendarla con el carmesí de un pañuelo. También la
atracción del ser humano por la primera vez; el primer pie en la luna, el
primer arqueólogo en la pirámide, el primero en tomar unos labios; el primero
en leer un libro. Tiene algo de profanación, aunque la herejía lo es menos
porque el ritual se sacraliza en el acto místico de esa primera lectura, que
nos convierte en sumos sacerdotes: “acaba ya si quieres / rompe la tela de este
dulce encuentro”, parece decirnos, lúbrico, el libro intonso.
Hay también libros intonsos que, aunque técnicamente
no lo son, en la práctica están destinados a serlo. Me refiero a todos aquellos
libros que no leeremos jamás. De la condición finita del ser humano esa es una
de mis mayores desazones: la de saber que habrá lecturas que no llegaré a
vivir. Pedimos cita con aquellos libros que hay que leer al menos una vez en la
vida, y el funcionario del tiempo, huraño e indiferente, nos expide una
papeleta con fecha más allá de la muerte. Libros maravillosos, solícitos,
dispuestos a entregársenos, títulos que son promesas, aguardando su turno de
volver a ser, de ser en nosotros; y, sin embargo, muchos de ellos, libros
intonsos, cosidas sus páginas por la negra hilandera. Intonso, seguramente
también, el libro que nunca escribiré.
La vida es en sí una edición intonso en cuyo índice se
hace la relación de nuestras renuncias. Pero somos aún dueños del tiempo que se
nos ha dado. Y no sólo para leer. También para escribirnos. El “te quiero” que no
decimos es una lengua intonsa; la caricia que no damos es una mano intonsa; el
perdón que no otorgamos es un corazón intonso; el sacrificio que no ofrendamos
es una voluntad intonsa; el error que perpetuamos es una memoria intonsa; la
sumisión a que nos humillamos es una libertad intonsa; los ojos que miran hacia
otro lado dan una mirada intonsa; la esperanza que desdeñamos es un alma
intonsa.
Con un pequeño abrecartas he cortado cuidadosamente
los misteriosos pliegos de mi libro. Ya este libro que sostengo, abierto sobre
el regazo, se ha mostrado al mundo por vez primera. La luz que entra por la
ventana se enseñorea sobre la tinta de sus palabras y reverbera sobre el blanco
inmaculado de la página. Este libro ya no es un libro. Es una aurora. Dejó de
ser intonso.
Azorín, impenitente buscador en librerías de viejo, en más de una ocasión encontró libros con dedicatorias de los propios autores, escritas de su puño y letra, que seguían intonsos pasados los años.
ResponderEliminarQué bonita la imagen de la vida como una edición intonsa que, de alguna manera, hay que romper. Abrámonos a la vida, que sólo hay una. Enhorabuena por tu magnífico artículo.
ResponderEliminarComo siempre, maravillosa lectura. Da gusto leerte, Fer.
ResponderEliminar¡¡¡¡¡ Magnífico !!!!! Gracias.
ResponderEliminar¡Qué bonito artículo! Yo mantengo con ellos ese amor obsesivo del que hablas. Y qué intonso queda todo entonces, según planteas, da que pensar . Me encantó. Gracias. Comparto
ResponderEliminarEsto lo he escrito en otro post, pero es aquí donde, propiamente, debe estar. Por eso lo traigo: A mi también me han gustado siempre los libros con páginas unidas por el borde y sin guillotinar. Y he tenido muchos de esos, de mi padre. Libros de historia y de derecho, la mayoría de los intonsos que recuerdo. Lamentablemente, mi cabeza no está intonsa sino que muestra una vasta tonsura desde los 25 años.
ResponderEliminarCuando era jovencita, casi todos los libros de bachillerato eran así. El primer trabajo y el más agradable era cortar las hojas con un cuchillo bien afilado y mucho cuidado. El segundo era forrarlos. Y ya, se acabó: a partir de ese momento había que estudiarlos y la cosa se complicaba. Gracias por traeme estos recuerdos. Un saludo.
ResponderEliminarHasta que estudié la carrera no me había encontrado con ningún libro intonso. Había una editorial, Gredos, cuyos libros había que cortar las hojas con cuidado para poder leerlos. Hoy en día todavía guardo esos libros con algún corte de más.
ResponderEliminarYo el único que me encontré así fue un libro de Derecho Romano. Estuve bastante entretenida separando las hojas. No todas venían unidas...
ResponderEliminartengo uno que compré precisamente porque me resultó curioso, de Rubén Darío, me dijeron que se llamaba "inviolado"
ResponderEliminarUn artículo magnífico y vivificante. Dejo intonsos más elogios, pero se los merece todos. Enhorabuena.
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