Aunque presentada con intención distópica –la
hegemonía de un colosal imperio del que España es sólo una colonia más–, lo
cierto es que Jesús Carrasco no hace ningún esfuerzo en ocultar en su segunda
novela las referencias al nazismo. No sólo los nombres de muchos personajes
remiten inmediatamente a la antroponimia alemana, sino que, además, por el
libro desfila todo el consabido catálogo de atrocidades con que el imaginario
colectivo ha tenido que cargar dolorosamente desde que tuvimos acceso a esa
documentación gráfica de la infamia.
La vida de Eva Holman, esposa de uno de los mandos
retirados del imperio, transcurre plácidamente en su casa de la colonia
española en un pueblo de Extremadura. Eva vive en paz con su conciencia hasta
que aparece en su huerto Leva, un nativo a los que los conquistadores tienen
prohibido dar cobijo. Tras el recelo inicial, Eva acepta al intruso y va
acostumbrándose a la presencia de aquel hombre misterioso que apenas articula
unas pocas palabras inteligibles. Pero es en ese laconismo de Leva donde Eva
vislumbra su tragedia vital, que reconstruye a duras penas a través de las
anotaciones que realiza en su libreta durante cada penosa entrevista. Jesús
Carrasco juega así con tres planos narrativos: la reconstrucción de Eva, que redimensiona
la parquedad de Leva hasta convertirla en un relato detallado en el que Eva
acaba confundiéndose con un narrador omnisciente; y la narración en primera
persona de Eva, que actualiza el argumento. El desgarrador descubrimiento de
Eva de la historia de su inquilino derrumba todo aquel engaño inoculado por el
imperio con sus verdades indiscutidas y sus legitimaciones morales. El tema no
es nuevo y entronca con la desazón de muchos alemanes, incluidos los que no
vivieron aquellos años, que llevan décadas tratando de buscar la expiación de
sus conciencias en la explicitación sin paños calientes de aquella barbarie y
ahondando en las contradicciones identitarias que los laceran.
Al libro de Carrasco se la ha reprochado cierto grado
de autocomplacencia en la morosidad de su estilo. Es probable que algo de ello
haya en la novela pero esta opción estilística no es censurable en sí misma.
Existe una literatura que rehuye la acción trepidante, que no busca la
concatenación de lances argumentales y que arrincona la trama para detenerse en
la estampa y en el paladeo de la palabra precisa. Esto puede gustar más o menos
pero es una elección legítima y yo diría que hasta saludable. El problema de la
novela no reside tanto en el regodeo estilístico como en su titubeo. Al
Carrasco de Intemperie, con la que inevitablemente debemos comparar esta
segunda novela, le reconocimos en su día una voz propia, con su desnudez
retórica, su lírica del páramo, su exquisitez lingüística. El de La tierra
que pisamos, en cambio, se refocila en la estampa pero por momentos parece
desbordársele y entonces sujeta la brida para buscar la contención que sabe que
se espera de él; aquella suerte de sobrio y directo tremendismo que se
apreciaba en las vicisitudes de los protagonistas de Intemperie, corre
aquí el peligro de pervertirse en la recreación morbosa de las escenas más
truculentas. Carrasco lo sabe y trata de dosificar la puntada de lo escabroso
pero no siempre lo consigue y, muchas veces, se notan las hilachas. Esa inseguridad estilística es el mayor defecto de la novela.
Donde sí es reconocible Carrasco es en su preciosa
elegía de la tierra; en esa comunión descarnada y contradictoria entre hombre y
naturaleza. Cuando uno deposita en la mesita de noche el libro de Carrasco,
aquélla se mancha con el rodal de la tierra. Y el lector, una vez acabado el libro, parece que tenga que
sacudirse las manos del polvo redentor de los caminos.
Esas últimas líneas de tu columna son tan buenas que casi me animan a leerme la novela. Pero yo ya tenía unos cuantos peros con 'Intemperie' que aquí me temo que no se han subsanado. Gracias.
ResponderEliminarReconozco que no me gustó. La encontré delirante, más propia de un relato de ciencia ficción de los tiempos de la guerra fría, con su atmósfera y su metáfora, que de un texto siglo veintiunesco. Por decir algo. No creo haberla leído buscando otro Intemperie, pero, desde luego, no lo encontré. No se me justifica ese enmarañamiento.
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