Cuenta Javier Calvo en El fantasma en el libro,
su excelente ensayo sobre el oficio del traductor, que desde hace algún tiempo
se ha consolidado el fenómeno de la llamada “fantraducción”. Se trata de grupos
organizados de fanes impacientes que, incapaces de esperar a que el libro de su
autor o saga favoritos sea traducido, se dedican a repartirse los capítulos de
la obra original para traducirlos y reunirlos después en diferentes plataformas
de Internet, a la que acceden luego los ávidos lectores. Estas traducciones no
profesionales adolecen, por supuesto, de una mala calidad literaria pero a los
lectores esto no parece importarles demasiado. Les basta con conocer las
generalidades del argumento para aplacar la ansiedad de su expectación.
Más allá de consideraciones legales, lo llamativo de
esta moda es esa prisa desaforada, merced a la cual los lectores son capaces de
inmolar los valores artísticos de la obra con tal de satisfacer su curiosidad
en barbecho. Esta velocidad atroz en el consumo de los productos culturales es
signo sintomático de nuestro tiempo. A la novela que se demora en una
descripción, que no busca la concatenación vertiginosa de lances argumentales,
que se despreocupa de la acción o la dosifica con morosidad, que busca el
paladeo de la palabra o la muelle tibieza con la que mecer la experiencia
lectora, a esta novela se la aparta con
desprecio y se la tacha de aburrida. Las nuevas generaciones de lectores –y las
no tan nuevas– son incapaces de continuar un libro o una película si la trama de
ambos no arranca ya en la primera página o en el primer fotograma. Aparte del
salvaje pragmatismo de nuestra sociedad, estoy convencido de que parte de esa
indisposición para el sosiego proviene de las nuevas tecnologías. La lectura de
textos en la red ha favorecido la dispersión y la falta de concentración. El
puntero en la pantalla es una apremiante invitación a hacer clic en el
enlace palpitante de la esquina; el dedo en el ratón es una epilepsia digital;
y las páginas web se superponen las unas a las otras, efímeras, en un paroxismo
al más puro estilo HTML.
¿Cómo podrían soportar nuestros adolescentes de hoy,
la paciencia de antaño? Cuando el correo electrónico era una carta que podía
tardar semanas en llegar a su destino; cuando el casete de los juegos del
Spectrum tenía que cargarse durante una hora; cuando la información se buscaba
en las enciclopedias; cuando elegir una canción no se solucionaba seleccionado una pista, sino al azar del
estoico rebobinado de las cintas de cromo; cuando las fotos se revelaban;
cuando había que esperar a los dieciocho para casi todo; cuando el camión
marcaba su ritmo en las carreteras nacionales de un solo carril; cuando se le
podía ceder la pelota al portero y éste podía cogerla con la mano y botarla
varias veces y mandar al equipo hacia arriba con los brazos antes de decidirse
–por fin– a sacar; cuando no había nada más largo que un verano.
En absoluto echo de menos aquellas heroicas y
pacientes lentitudes. Pero quizás contribuyeron, sin quererlo, a embelesarme
hoy con una puesta de sol; o con el gorrión que se posa en mi alféizar; o con la
hojarasca que arremolina el viento en las aceras; o con la raya infinita del mar; o con las ondas que forma la lluvia en los charcos. Y hallar belleza en todos esos raptos que regala la vida. Educados en la lentitud
también para leer a Azorín, a Gabriel Miró, a Carpentier, a Martín Gaite o a
los poetas que Antonio Moreno y Josep Maria Asencio han recopilado en su
preciosa antología Vida callada.
Los lectores de las “fantraducciones” ya sabrán si el
malo malísimo ha conquistado al fin el mundo. No saben que fui yo quien conquistó el mundo ayer en un párrafo
lento, muy lento, de Avelino Hernández.
Cuánta razón tienes. Vivimos demasiado deprisa, todo lo que no es inmediato y rápido nos pone de mal humor. Qué importante es saber parar y disfrutar de la lentitud, tanto en la vida como en la literatura. ¿Acaso no son lo mismo? Me ha gustado mucho tu artículo.
ResponderEliminarDesde luego, Fernando, desde luego.
ResponderEliminarLa mayoría de los productos literarios ya están dirigidos a esa clase de lectores. Se valora la agilidad en el estilo y la brevedad. Vivimos, sin duda, tiempos acelerados.
ResponderEliminar