En los tiempos que corren, si un sujeto cualquiera
quisiera encontrar el amor de su vida –su complemento directo–, ya no le
bastaría con ser paciente. Hoy se quiere todo, y se quiere aquí y ahora; por
eso, las elecciones amorosas suelen ser fallidas por lo que tienen de
precipitadas. Los sujetos se enamoran de cualquiera con tal de decir que están
enamorados, aunque no lo estén. Se han sustituido los complementos directos por
los complementos circunstanciales, los del aquí te pillo aquí te mato, los de
quita y pon. El que dice estar enamorado, está, en realidad, en modo copulativo
y sólo busca en el otro unos buenos
atributos; un buen complemento agente que sepa cumplir en la cama; alguien que
se cuide, que vaya al gimnasio y que esté delgado porque toma sus complementos
de régimen moral (que no se avergüence de, que no se arrepienta de, que no se
comprometa a, que no pregunte por, que no piense en). Hay quien, no hallando a
su complemento, se consuela con alguna página porno en Internet, un complemento
indirecto de los que se miran pero no se tocan, y pasan olímpicamente de los
complementos predicativos de los curas, de los psicólogos y de los padres.
Como Bécquer, sé que voy contra mi interés al
confesarlo, pero hace ya tiempo que me acecha una crisis de fe gramatical.
Recuerdo que un día, mientras analizaba una oración con mis alumnos en el
instituto, al mismo tiempo, en Atenas estaba ardiendo la Plaza Sintagma.
Aquella gente hacía, fuera del aula, la revolución, cansada de conjugar sus
almas en voz pasiva, y esas personas llenaban una plaza que se llamaba igual
que las cajitas o los diagramas sintácticos que pintaba –tiza domesticada–,
sobre la pizarra. Esas cajitas domeñaban el idioma y les ponían etiquetas a los
te quieros, a los estamos hartos, a los nos sentimos perdidos
de mis estudiantes. Mientras la palabra, allí fuera, se hacía viva en las
gargantas de aquellos hombres de la plaza, mientras emocionaban en un poema,
mientras daban consuelo a algún desdichado, mientras confesaban un amor,
mientras lo correspondían, mientras perdonaban, mientras educaban e instruían,
mientras todo eso hacían las palabras en el mundo de ahí fuera, nosotros, entre
aquellas cuatro paredes, estábamos poniéndoles cajitas –aprisionándolas–,
aplicando el bisturí de la gramática, realizando taxonomías del lenguaje del
mismo modo que un entomólogo anotaría el nombre científico de la mariposa que
tiene clavada con una chincheta, reseca ya y apelmazada, sobre el expositor –el
cementerio– de corcho. “Pido la paz y la palabra”, decía Blas de Otero, pero no
para el metalenguaje sino para la vida misma. Los pronombres recíprocos deben
hablar de la solidaridad entre los hombres, y los vocativos son el olifante que
los reúne, y las raíces léxicas se hicieron para que arraigase en los corazones
el amor universal; el pretérito imperfecto debe quedar atrás para construir el
futuro perfecto, un mundo sin determinantes posesivos ni modos imperativos ni
subordinados sustantivos. Un mundo donde la palabra no sea diseccionada sino
donde ella misma diseccione el mundo. Un mundo donde mis alumnos puedan
desperezarse de una vez por todas de la superficialidad que los circunda, de la
mediocridad que los lacera, de la estupidez que los aborrega, de la afasia
crítica que los esclaviza. Un mundo, en definitiva, donde aspiren a algo más
que a seguir siendo sujetos elípticos, sujetos omitidos. Sujetos elididos.
La palabra como bisturí bien afilado para hacer con ella una autopsia al cadáver del mundo. Para mostrar los tumores, las ulceraciones y las podredumbres. La palabra, no como arma que se conjuga en tiempos siempre esquivos, sino como herramienta en manos de gentes que conserven un poco de osadía en sus corazones. Y algo de pulso. Y tal vez podamos hablar de resurrecciones.
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ResponderEliminarMagnífico
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