CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 12 de septiembre de 2016

334. 'Fedra', de Javier Sahuquillo



Los circuitos veraniegos de teatro clásico permiten el reencuentro con las grandes obras del canon pero, en algunos casos, también constituyen un buen muestrario de la reformulación contemporánea que los autores establecen en ellas, inspirando matices o nuevas sugestiones. De ese catálogo estival, quizás haya sido Javier Sahuquillo (Compañía Perros Daneses) quien con más intensidad haya encabezado esa nueva relación con la tradición a través de su libérrima versión de Fedra, la incestuosa esposa de Teseo enamorada de su hijastro Hipólito. La obra se ha representado en el Festival de Sagunto y en el I Festival de Teatro Clásico de Alicante. Sahuquillo evoca a un Teseo, ya anciano, que capitanea obstinadamente un bastión entre el desierto y el mar desde donde controlar el paso de los míticos y nunca vistos “hombres de carbón”, claro trasunto del drama migratorio. En su terquedad, Teseo ha ordenado matar sigilosamente a aquellos oficiales que se han mostrado díscolos con la presencia, cada vez menos justificada, del contingente allí, con la dolorosa connivencia de Fedra. Ésta simboliza a la madre patria, en virtud de la cual se realizan todo tipo de atrocidades, como el asesinato velado de esos oficiales. Representa ese hipócrita y ambiguo tutelaje del Estado hacia sus ciudadanos que, en virtud de las grandes palabras como patria o bandera, son anestesiados de la verdad o del espíritu crítico. En la obra ejercen de coro y son tratados como cachorros o niños; en algunas ocasiones hacen el papel de caballos domesticados que bajan sumisos la testuz. Es bellísima la imagen de Fedra (espléndida Laura Sanchis en su papel) durmiendo dulce (y siniestramente) a los niños.
Fedra, además, está enamorada de su hijastro Hipólito que acaba de llegar con sus rizos altivos y en cuya juventud ve al Teseo del que se enamoró. Hay paralelismos con el primer Hipólito de Eurípides, el llamado Hipólito velado, creado antes de que el poeta griego cediera ante el público ático, que se había escandalizado por nacer el amor incestuoso de Fedra de sus propios sentimientos y no como designio de Afrodita. En la versión de Sahuquillo, no obstante, el encarnizado debate interno de Fedra queda algo diluido quizás porque el dramaturgo valenciano desea tocar demasiadas teclas. Por su parte, Hipólito se jacta de ser descendiente del Sol y ha llegado al bastión para vengarse de su padre, que abandonó a su madre, cargándose así las tintas en la infidelidad proverbial del rey ateniense. Hipólito deja de ser el virtuoso de la tradición, hijo leal e indiferente al amor, para convertirse en una alegoría del sexo, desbordando así a Racine, que en su maravillosa versión ya había humanizado algo a Hipólito al enamorarlo de Aricia. Más que humano, Hipólito parece aquí un fauno, una oscura energía sicalíptica, que los movimientos asilvestrados de Laura Romero acentúan. Hace daño a quien entra en contacto con él: a Fedra pero también al oficial que enamora (trasunto de la homosexualidad en el ejército) y cuya relación sexual sobre las tablas resulta altamente plástica. Hipólito, además, se siente inferior a su famoso padre, quien infravalora el ejercicio de la cacería de su hijo (Hipólito en la tradición es servidor de Ártemis). Significativamente, Hipólito narra la cacería de un oso (que es como han apodado a Teseo) y en el castigo final de Neptuno, el dios del mar hacer emerger un engendro para aniquilar a Hipólito con todas las trazas de un monstruoso oso, erigiéndose así esta figura en símbolo del conflicto paterno-filial.

La arena que derrama su nada sobre el escenario y sobre sus trágicos personajes, y el continuo contraste de luz y sombra, de luna y sol en su lucha telúrica, completan un compendio de sugestiones, que el vehemente ritmo de un tambor aboca hacia la inevitable tragedia.