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Antonio baja angustiado las escaleras del Hôtel de
l’Académie y se lanza a la calle en busca de un médico. Es 14 de julio y las
gentes abarrotan París para celebrar la fiesta nacional. Entre la algazara
colorista, una sombra de gris aliño indumentario se afana por hacerse entender
en medio de la muchedumbre exultante. Los rostros con los que se topa abandonan
momentáneamente la expresión jubilosa para detenerse en su desesperada y
enojosa petición de ayuda, mas todos niegan con la cabeza, compasivos pero indiferentes,
y recuperan luego la jovialidad. A Antonio le cuesta avanzar entre el gentío,
París es un caleidoscopio frenético de risas, bandas de música, banderas y
caras alegres, ajenos a su tormento. ¿Es posible que el mundo sea una verbena
mientras Leonor vomita sangre en su habitación? A la mañana siguiente, más
tranquilo, Antonio sostiene la mano de su esposa, mientras ésta reposa en un
camastro de la Maison Municipale de Santé, donde se acoge a los extranjeros
enfermos. Tuberculosis, informa Antonio a Francisca y a María, esposa y hermana
del amigo Rubén Darío, que no ha querido visitar a la enferma a causa de su
insuperable hipocondría. Mes y medio después, Antonio y Leonor han vuelto a
Soria y el poeta debe abandonar su beca parisina. Los médicos recomiendan el
aire puro de la meseta castellana pero el invierno soriano es riguroso. Antonio
alquila una casa en el Espolón, cerca de la iglesia de Nuestra Señora del
Mirón, en lo alto del cerro, desde donde se divisa toda la ciudad y la hoz del
Duero. Todas las mañanas, Antonio empuja el carrito de Leonor, que ya no puede
andar, para su toma de sol diaria. Qué distinto este paseo de aquel otro, a la
ribera del Duero, cuando el poeta la seguía a distancia en ilusionado cortejo.
Ahora Leonor se recorta en el carrito “afilada, fina, casi transparente […] con
su tez pálida y su belleza quebradiza, y sus manos exangües y la mirada
infantil, un poco asombrada, de sus ojos que miraban ya desde la profundidad de
sus ojeras”. Pero Antonio no pierde la esperanza. En una carta a su madre,
desahoga su sufrimiento pero lo reviste de nobleza: “siempre tenemos motivos
para sufrir; pero los únicos dolores que no denigran y que llevan su consuelo
en sí mismos, son los que pasamos por los demás”. Asimismo proyecta un viaje a
Madrid para que el prestigioso doctor Felipe Hauser atienda a su esposa. Pero
sobre todo, confía en la primavera y su milagro de vida. Como la de ese olmo
seco, hendido por el rayo y en su mitad podrido, del que, no obstante, con las
lluvias de abril y el sol de mayo, han brotado unas pocas hojas verdes. Antonio
escribe su poema el 4 de mayo de 1912. No hubo tal milagro. El 1 de agosto, a
las diez de la noche, la muerte cortó la gracia de la rama verdecida en el olmo
de la esperanza de Antonio Machado. Leonor es enterrada en el cementerio de El
Espino. Acababa de cumplir 18 años. Momentos antes, su cuerpo recibía las
exequias fúnebres en Santa María la Mayor, la misma iglesia donde casi tres
años atrás había contraído matrimonio con Antonio, la novia vestida con su
traje de seda negro y su velo blanco adornado con un ramo de azahar, el novio
de rigurosa etiqueta, ignorantes ambos, todavía, de que, a veces, la vida se
troncha antes de tiempo por el soplo inmisericorde de las sierras blancas.