En un momento donde la banalización de las palabras
nos ha llevado a leer en las contraportadas de los libros, adjetivos como
“imprescindible” u “obra maestra” aplicados a cualquier novelucha del tres al
cuarto, es hora de devolverles a esos atributos su verdadera naturaleza
semántica. Vayan a ver Incendios y sabrán de verdad lo que es
imprescindible y lo que es una obra maestra para sonrojo de esas fraudulentas
contraportadas.
Incendios es
una de esas obras que deben pasar a los anales del teatro contemporáneo porque
compendia a la perfección todo lo que se le pide a un montaje teatral: texto,
técnica, ética, estética, tradición, modernidad, catarsis. Mouawad narra la
historia de Nawal, una mujer sumergida en un mutismo impenetrable que, tras
morir, deja a sus dos hijos sendos sobres testamentarios donde se les conmina a
buscar a su padre, al que creían muerto, y a un hermano cuya existencia
ignoraban. Al acatar la voluntad de su madre, Jeanne y Simon se enfrentarán en
su viaje al horror de la guerra y a la terrible verdad sobre sus propios
orígenes.
La obra entronca con el fatum de la tragedia
griega llevando los designios del destino y las casualidades a su grado máximo
de patetismo, desgarro y crueldad. El desarrollo de la acción, paralelo a la
investigación de los hijos, se produce mediante frecuentes flasbacks
bien dosificados que, a veces, se solapan con el presente integrándose en él de
manera muy natural, algo que ocurre también con el tratamiento de los espacios.
Ese hilo argumental confiere a la obra un marcado carácter narrativo, casi
novelesco, no demasiado habitual en el endogámico discurso teatral, que
jalonado por el simbolismo lírico de las escenas y el sufrimiento interior de
los personajes, convierten a la obra en un producto total. Aunque el contexto
histórico de la obra remite a la guerra civil libanesa, ésta se reduce a meras
vaguedades que trascienden el carácter local del conflicto para universalizar
el sinsentido y la barbarie de cualquier guerra. Es importante, por su
simbolismo, la escena en la que Jeanne, profesora de matemáticas, explica a sus
alumnos la teoría de los grafos, según la cual, los diferentes vértices de un
polígono dado no pueden comunicarse todos entre sí. Jeanne tiene que llegar al
corazón de su polígono que le permitirá descubrir la verdad sobre su origen
pero la teoría de los grafos es también el trasunto del mundo occidental,
aislado en su vértice de indiferencia, ante los problemas de Oriente Próximo.
Es también fundamental el relieve que se da a la cultura y a la alfabetización
como únicas armas ante el silencio del horror. Mouawad se postula, además, en
su obra, en el más contundente extremo del amor como redención, casi imposible
de aceptar por el espectador, debido a su bellísima pero inasumible
radicalidad.
Los actores (con una Nuria Espert algo dosificada en
el tiempo de sus intervenciones en una función de tres horas; el eficaz
contrapunto del albacea, interpretado por Ramón Barea; y los guiños de dicción
de Laia Marull representando a la Nawal joven, que trata de remedar a Nuria
Espert en su papel de Nawal mayor –quizás un homenaje de la joven actriz); los
silencios, el tempo narrativo, el juego de luces, la sencilla, delicada y, a
veces, cruda escenografía, la mano maestra de Mario Gas, todo contribuye a
engrandecer el trabajo de Mouawad que, esta vez sí, con todas las de la ley y
sin enredadores de palabras de por medio, es una obra imprescindible. Una obra
maestra.
Es una obra magnífica, de ésas que se quedan en la memoria de cualquier amante del teatro. El mensaje final, el triunfo del amor frente al odio, invita a una reflexión muy interesante. Quizás por ello, esta obra sea teatro en estado puro.
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