Algo debe de tener un espectáculo teatral cuando
prolonga su cartel en Madrid durante seis temporadas con llenos absolutos en
casi cada función. Es el caso de Burundanga, la comedia de Jordi
Galcerán, que lleva ya más de 2000 representaciones. Así que, ni cortos ni
perezosos, nos hemos ido a la capital de España a comprobar con nuestros
propios ojos qué hay de cierto en la desternillante promesa de la que hablan
las críticas. Traspasar el umbral del Teatro Lara ya merece el viaje; dentro,
su vestíbulo decadente de tiempo periclitado, su patio de butacas casi
conciliabular, donde parece que va a reunirse alguna logia clandestina, y sus
aristocráticos nueve palcos donde uno puede imaginarse a la flor y nata de la
sociedad madrileña de principios del siglo XX asistiendo al estreno de El
amor brujo de Falla, nos produce una melancólica sugestión.
Pero ésta desaparece en cuanto los actores de Burundanga
comienzan su alocado y divertido juego de equívocos. Berta (Ruth Núñez) está
embarazada de Manel (Andrés Acevedo) pero no está segura del amor que éste
siente por ella, de modo que su compañera de piso, Silvia (Tusti de las Heras),
aconseja a Berta administrar a su novio el burundanga, la droga de la verdad.
La prueba tomará derroteros inesperados, cuando Manel, bajo los efectos de
dicha droga, revela que forma parte de la banda terrorista ETA junto a su amigo
Gorka (César Camino), que está a punto de llegar al piso para reunirse con él.
Más allá de la indiscutible comicidad de la obra, con
un quinteto completado por Eloy Arenas que, salvo una floja Ruth Núñez, realiza
un despliegue de recursos verdaderamente hilarante, el montaje es, ante todo,
una parodia del fin de ETA. Y ahí comienzan las reservas. La parodia ha sido
desde siempre el formato más indicativo del desgaste de un género, del fin de
un tabú o de la catártica liberación del pensamiento. Cervantes parodió las
novelas de caballerías cuando éstas parecían ya agotadas; Benítez Reyes hizo lo
propio con la mala novela histórica y su abuso editorial con Mercado de
espejismos; Scary Movie parodió las películas de terror cuando éstas
dejaron de darnos miedo y les perdimos el respeto. Sin embargo, ¿estamos
preparados para una parodia sobre ETA? ¿No le resultará incómodo al espectador
verse obligado a simpatizar y a enternecerse con el pobre diablo que Jordi
Galcerán ha creado a través del ridículo y divertido etarra Gorka? La risa
desatenaza el rictus del alma que está llena de odio y de rencor; a la risa le
agradecemos aliviarnos el peso insoportable de los muertos; con la risa
purgamos el veneno inoculado durante décadas y hasta podemos perdonar y nos
sentimos mejor por ello; la risa y el sentido del humor miden la madurez de los
pueblos. Pero la risa también trivializa
el dolor; la risa nos embriaga desatándonos una empatía imposible con quienes
no la merecen. Y, aunque la obra llaga el orgullo de aquellos miserables que
durante tanto tiempo se creyeron diosecillos a control remoto con la potestad
de decidir sobre la vida y la muerte de los demás, lo cierto es que el público
del Teatro Lara se ríe con Gorka y con el surrealista secuestro de don Jaime.
Se ríe y de qué manera. Quizás nunca nos hayamos reído tanto y, a la vez, nos
hayamos sentido tan culpables por esa perturbadora condescendencia que parece
surgir de nuestra risa.
Si bien la obra es divertida y la risa del espectador está garantizada, lo cierto es que la situación que plantea la obra no deja de ser peliaguda. Los crímenes de ETA son muy recientes en nuestra memoria y frivolizar con ese tema es muy arriesgado porque se pueden herir sensibilidades que, con toda razón, no están preparadas para que la tragedia que se ha vivido en nuestro país durante muchos años sea presentada desde un punto de vista amable y cómico.
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