En la ciudad donde vivo existe una amplia avenida
donde está prohibido aparcar. La calle dispone de tres carriles, ya que se
trata de una zona concurrida, y ello permite agilizar el abundante tráfico. Sin
embargo, es raro el día en que el carril más pegado a la acera se halle
habilitado para la circulación pues muchos usuarios aparcan en él, pese a las
señales de prohibición. Este hecho se ha convertido ya en una costumbre, y
hasta los agentes de tráfico parecen hacer la vista gorda, como si existiera un
acuerdo tácito entre los ciudadanos y la policía o como si aparcar en un lugar
no permitido hubiera emanado de alguna ley consuetudinaria que no se debe
cuestionar. El ayuntamiento, impotente, en lugar de sancionar a quienes
incurren en la infracción, ha colocado unas señales que permiten aparcar
durantes determinadas franjas horarias. O dicho de otro modo, se ha bajado los
pantalones siguiendo aquella máxima popular de que si no se puede contra el
enemigo, es mejor unirse a él. Consigue, además, otra falacia, la de salvar la
honrilla de su autoridad: no es que el ciudadano no obedezca; es que yo,
magnánimo y dadivoso, se lo permito. El resultado ha sido que, ahora, los
conductores aparcan en doble fila y han limitado la avenida a un solo carril.
Pues bien, es exactamente lo mismo que ha hecho la RAE
con el uso de de la segunda persona del plural del imperativo del verbo “ir”.
Como todo el mundo dice “iros”, pues ale, se abre la veda. Es signo de estos
tiempos donde la consigna es que la
gente tiene que ser feliz y despreocupada, dárselo todo mascado y no
complicarle demasiado la vida. También es un síntoma de la crisis de autoridad
que existe en todos los ámbitos y el rechazo compulsivo a las normas: los hijos
denuncian a sus padres por un cachete, el profesor es una diana de feria, los
políticos se saltan a la torera al Constitucional, se dejan los envases del
McDonald’s en los bancos públicos, se asaltan autobuses turísticos y yo hablo
como me sale del pito. Con el tiempo desaparecerán las tildes (ya lo han hecho
algunos diacríticos) y en el futuro tampoco habrá que rebanarse los sesos para
saber si un vocablo debe llevar “b” o “v”, irán todas con “b” porque ¿a quién
narices le importa ese palabro llamado “etimología”? ¿No suenan igual? Pues
todo con “b” y tan anchos. Dirán quienes defiendan la claudicación de la RAE
que la lengua no es propiedad de una institución sino de los hablantes. Y
tendrán razón quienes así argumenten. Pero también la avenida de tres carriles
es de todos los ciudadanos y gracias a la tibieza del ayuntamiento ahora sólo
tenemos un carril. Con el idioma pasa igual: cada vez somos más pobres.
Conviene, no obstante, evitar las actitudes
reaccionarias y apocalípticas. La lengua es un instrumento vivo y cambiante.
Hoy nadie se para a pensar que cuando decimos que vamos al “cine”, estamos
utilizando el apócope de “cinematógrafo”, es decir, estamos usando una palabra
mutilada, igual que aquello del “tranqui no te pongas nervi”, igual. Y, sin
embargo, nadie dice que se va al cinematógrafo. ¿Cómo una palabra mutilada ha
devenido en correcta? Pues por el mismo fenómeno que el “iros”. El hablante es
el soberano del idioma. Sin estos cambios, aún estaríamos hablando el latín
vulgar de los primeros tiempos y a Zaragoza la llamaríamos todavía “Caesaraugusta”.
Lo que quiero decir es que lo que acaba de ocurrir con el “iros” responde
pefectamente a la normalidad evolutiva del idioma. Otra cosa bien distinta es
que la RAE se ponga demasiado espléndida, empiece a permitirlo todo y le dé
algún sillón vacante a título póstumo a Lola Flores.
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