lunes, 7 de agosto de 2017

371. Si me queréis, irse



En la ciudad donde vivo existe una amplia avenida donde está prohibido aparcar. La calle dispone de tres carriles, ya que se trata de una zona concurrida, y ello permite agilizar el abundante tráfico. Sin embargo, es raro el día en que el carril más pegado a la acera se halle habilitado para la circulación pues muchos usuarios aparcan en él, pese a las señales de prohibición. Este hecho se ha convertido ya en una costumbre, y hasta los agentes de tráfico parecen hacer la vista gorda, como si existiera un acuerdo tácito entre los ciudadanos y la policía o como si aparcar en un lugar no permitido hubiera emanado de alguna ley consuetudinaria que no se debe cuestionar. El ayuntamiento, impotente, en lugar de sancionar a quienes incurren en la infracción, ha colocado unas señales que permiten aparcar durantes determinadas franjas horarias. O dicho de otro modo, se ha bajado los pantalones siguiendo aquella máxima popular de que si no se puede contra el enemigo, es mejor unirse a él. Consigue, además, otra falacia, la de salvar la honrilla de su autoridad: no es que el ciudadano no obedezca; es que yo, magnánimo y dadivoso, se lo permito. El resultado ha sido que, ahora, los conductores aparcan en doble fila y han limitado la avenida a un solo carril.
Pues bien, es exactamente lo mismo que ha hecho la RAE con el uso de de la segunda persona del plural del imperativo del verbo “ir”. Como todo el mundo dice “iros”, pues ale, se abre la veda. Es signo de estos tiempos donde la consigna es  que la gente tiene que ser feliz y despreocupada, dárselo todo mascado y no complicarle demasiado la vida. También es un síntoma de la crisis de autoridad que existe en todos los ámbitos y el rechazo compulsivo a las normas: los hijos denuncian a sus padres por un cachete, el profesor es una diana de feria, los políticos se saltan a la torera al Constitucional, se dejan los envases del McDonald’s en los bancos públicos, se asaltan autobuses turísticos y yo hablo como me sale del pito. Con el tiempo desaparecerán las tildes (ya lo han hecho algunos diacríticos) y en el futuro tampoco habrá que rebanarse los sesos para saber si un vocablo debe llevar “b” o “v”, irán todas con “b” porque ¿a quién narices le importa ese palabro llamado “etimología”? ¿No suenan igual? Pues todo con “b” y tan anchos. Dirán quienes defiendan la claudicación de la RAE que la lengua no es propiedad de una institución sino de los hablantes. Y tendrán razón quienes así argumenten. Pero también la avenida de tres carriles es de todos los ciudadanos y gracias a la tibieza del ayuntamiento ahora sólo tenemos un carril. Con el idioma pasa igual: cada vez somos más pobres.

Conviene, no obstante, evitar las actitudes reaccionarias y apocalípticas. La lengua es un instrumento vivo y cambiante. Hoy nadie se para a pensar que cuando decimos que vamos al “cine”, estamos utilizando el apócope de “cinematógrafo”, es decir, estamos usando una palabra mutilada, igual que aquello del “tranqui no te pongas nervi”, igual. Y, sin embargo, nadie dice que se va al cinematógrafo. ¿Cómo una palabra mutilada ha devenido en correcta? Pues por el mismo fenómeno que el “iros”. El hablante es el soberano del idioma. Sin estos cambios, aún estaríamos hablando el latín vulgar de los primeros tiempos y a Zaragoza la llamaríamos todavía “Caesaraugusta”. Lo que quiero decir es que lo que acaba de ocurrir con el “iros” responde pefectamente a la normalidad evolutiva del idioma. Otra cosa bien distinta es que la RAE se ponga demasiado espléndida, empiece a permitirlo todo y le dé algún sillón vacante a título póstumo a Lola Flores. 

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