En la primera de las rimas de
Bécquer, el poeta romántico ya se lamentaba de la imposibilidad de domeñar «el
rebelde, mezquino idioma» y luego han sido muchos otros quienes han
reflexionado sobre las limitaciones del lenguaje, como Angélica Lidell, Paul
Celan o Antonio Gamoneda, por nombrar solo algunos de los autores con que el
poeta Germán García Martorell abre las diferentes secciones de su primer
poemario, Cenotafios, Premio Nacional
de Poesía Joven Félix Grande en 2020.
Y es que Cenotafios
es, efectivamente, una auténtica ontología del lenguaje explorada desde el
propio lenguaje poético, metaliteratura de altos vuelos con vocación
trascendente. El poeta es un orgulloso depositario del idioma («Aprendí mi
nombre en la lengua de mis padres»), y su padre, el poeta Ramón García Mateos,
a quien yo no quería citar en ningún momento de esta reseña, decía lo propio en
Triste es el territorio de la ausencia
(«Yo hice el mundo en mi lengua castellana»), verso recogido a su vez de un
soneto de Dámaso Alonso, que es otro padre –quién lo duda–. Sin embargo, García
Martorell sabe también que ese mismo idioma que le constituye no es más que un
constructo arbitrario con que los «fundadores» pactaron «todos los lugares» sin
atender al «estupor de saberse inmerso –[perdido]– entre los nombres»; que no
soluciona la angustia metafísica de vivir, pese a la denodada «hemorragia
verborraica» de todos aquellos que «susurran / inestables / un no sé quién soy / en un frágil yo de papel». En ese sentido, el poema
es solo un despojo donde, a lo sumo, se puede vislumbrar, desde la celosía de
su celda claustral, una herida: «cae la letra y es / el desgarro. O el fracaso». El poeta denuncia el estatismo del lenguaje,
su solipsismo, su anquilosamiento, una fosilización que pone en evidencia lo
huero de los étimos: «reposo corruptor de la verdad», «aullido apolillado»,
«huir de la semántica estática», «la orfandad semántica de las palabras», ese
legado de «palabras atávicas» que intentan tapar «el hueco de las mentiras cicatrizadas»,
porque allí donde «el código es [solo] el fin», «tal vez solo existen /
cenotafios», una tumba sin cadáver. «Caminamos ante las fallas de los vocablos
/ en las hendiduras del verso y / la costumbre /en las grietas del acervo».
Ante esta tesitura, el poeta se lanza a la búsqueda de un nuevo lenguaje, a su
deconstrucción. Los violentos encabalgamientos generan ambigüedad en los
enunciados, constatando la debilidad significativa de los mensajes; las
cursivas se aferran a la intertextualidad de los versos que se citan como
buscando asideros entre el desconcierto (Baudelaire, Avelino Hernández,
Gamoneda, García Mateos, etc); de repente desaparecen las mayúsculas negando la
solemnidad de lo heredado; se impone la fonética, como en una vuelta al balbuceo
auroral; y a los adverbios relativos se les coloca la tilde convirtiéndolos en
adverbios interrogativos –«dónde»– tan a propósito para la búsqueda; otras
veces se violenta la sintaxis. Se trata de «fundar los términos como / un
colapso en el universo del discurso», aunque para ello haya que acercar «el
ácido de la orina» a las «altas torres que hemos heredado», que recuerda a las
«indelebles guirnaldas de ácido úrico» con que Alberti y compañía decoraron las
paredes de la Real Academia. Se insta a la «designificación» y el resultado más
satisfactorio parece el de situar el lenguaje en los umbrales o en los puntos,
pues «toda palabra se encuentra / en los intersticios» y «hay que avanzar en
espacios liminares» y «constatar la desaparición» y el triunfo del silencio
resonante. Pero esta preocupación del lenguaje no se basa solamente en el
desasosiego del teórico, sino en el compromiso social que el poeta asume para
la literatura y que, por eso mismo, hace necesarias las palabras significativas
alejadas de los tropos. Si Lorca, en Poeta
en Nueva York decía «yo no he venido a ver el cielo», sino «la turbia
sangre», Germán, como en un eco, responde: «porque yo / tampoco he venido aquí
/ para hacer dormir a nadie» y por eso se lamenta de convertirse en «sepulturero
del verso» y no «en obrero».
Cenotafios
es un libro ensamblado con admirable cohesión, arriesgado pero certero y
profundo en su planteamiento ensayísitco-poético, que augura el nacimiento de
un poeta singular llamado a engrosar esa otra nómina de autores jóvenes en los
que la poesía cifra su futuro.