Aquellos que, después de mucho tiempo buscándonos,
comprendimos que había que renunciar para siempre a tener una patria, nos
hicimos colonos de la literatura y entre las regiones literarias de su vasto
imperio, elegimos aquellas tierras que nos hacían sentir como en casa. A veces
nos aventuramos en otras provincias, con la curiosidad del turista, pero al
fin, uno siempre acaba volviendo al hogar: a Cervantes, a Galdós, a Delibes, a
Llamazares, a Muñoz Molina.
Ser de Llamazares o de Muñoz Molina es como ser del
equipo de fútbol de toda la vida. Uno no se cambia de equipo nunca, incluso
cuando no gana títulos o baja a segunda división. Por eso, nos basta haber
leído La lluvia amarilla para ser ya siempre de Llamazares y, aunque el
autor leonés nunca haya vuelto a deslumbrarnos como aquella vez, le tenemos fe
y seguimos esperando otro milagro de la primavera.
Lo mismo ocurre con Muñoz Molina. Su última novela, Como
la sombra que se va, puede resultar insatisfactoria por varios motivos. El
autor jiennense noveliza los diez días que James Earl Ray, el asesino de Luther
King, pasó en Lisboa durante su fuga. A la vez, la novela es un testimonio
metaliterario que desvela la génesis de El invierno en Lisboa, el libro
que le catapultó como escritor. La coincidencia geográfica no parecería ser
suficiente pretexto para hilvanar paralelamente ambas historias si no
predijésemos un encuentro simbólico entre los dos personajes: el prófugo Earl
Ray y el irredento Muñoz Molina de aquellos primeros tiempos inciertos en los
que su vocación literaria se ahogaba en la rutina familiar, el alcoholismo y su
trabajo gris de funcionario. Sin embargo, ese encuentro metafórico nunca se
produce de manera contundente. Hacia la mitad de la novela, el tema de Earl Ray
se agota prematuramente y partir de ese momento, se convierte en un catálogo de
retazos periodísticos e inventarios policiales repetitivo y circular. También
las sabrosísimas anécdotas de la gestación de El invierno en Lisboa se
terminan para dar paso a una relación de intimidades en la que se nota la
voluntad del autor de exorcizarse. La novela queda entonces como un artefacto a
medias.
Tras lo dicho hasta aquí, todo parecería indicar el
naufragio de la obra. Y, sin embargo, no es así por una razón, si se quiere,
muy poco académica: que este libro de Muñoz Molina está escrito exclusivamente
para los lectores de Muñoz Molina. Si el autor hubiera obviado toda la parte
que atañe a su persona, podría haber obtenido un éxito muy notorio en Estados
Unidos, por ejemplo. Pero no sólo no renuncia al asunto personal, sino que da
por sentado que todo aquel que lee la novela, ha leído antes Un invierno en
Lisboa, ejercicio absolutamente imprescindible si se quiere entender y
disfrutar de la primera mitad del libro que nos ocupa. Esta novela es una vía
para la expiación, para la purga interior y por ello toma como interlocutores a
los dos únicos confidentes con los que podría abrir su corazón: la literatura
misma y sus lectores más fieles. Por eso nos regala las impagables reflexiones
sobre el acto creativo, revestidas de una belleza sublime y de una humanidad a
flor de piel; por eso nos habla de El invierno en Lisboa como si nos
hablara del amigo compartido; y por eso se desnuda hasta la incomodidad ante
los únicos que podemos entenderlo y disculparlo: sus lectores. Que la novela,
como tal, es un producto fallido. Tal vez.
Que podría haber escrito mejor un libro de memorias. De acuerdo. Pero
Muñoz Molina tiene el derecho soberano de escribir lo que quiera y como quiera:
se lo ha ganado. Además, quizás sea en la novela donde más auténtico él se
siente. Y este libro requería autenticidad. Claro que, quizás mi opinión no
pueda ser tomada en consideración. Me puede el defecto de defender lo mío, mi
casa, mi parcelita de patria: y es que yo soy de Muñoz Molina.