Creo que Luis Landero se ha
ganado el derecho de escribir un libro como El
huerto de Emerson. Si la literatura de Landero representa, antes que
cualquier otra cosa, el fluir natural de la escritura, el mecerse en las
palabras sin otro propósito que dejarse llevar por su muelle tibieza, viajar al
territorio de la evocación y de la nostalgia, transitar hechizados por los
vagos intersticios de la memoria en la hipnosis del fraseo, paladear cada
hallazgo del lenguaje, su elegante cortejo al idioma, si todo eso y mucho más
significa Luis Landero, entonces El
huerto de Emerson es el alambique donde se han quintaesenciado 32 años de
labor literaria. ¿Y qué se ha quedado en la tela del cedazo? Pues el argumento.
Él mismo lo confiesa al inicio del libro: «Por el momento no sé qué escribir,
es cierto, pero eso importa poco». El argumento es el peaje por el que hay que
pasar para la vertebración de un libro. Las editoriales lo exigen y también
cierto tipo de lector. Pero es probablemente lo que menos le importe a Landero
cuando escribe y, tal vez, lo que menos les importe a sus lectores
incondicionales. No es nada nuevo. Landero ya lleva tiempo diciéndonoslo de
forma velada en todos sus libros, pero ya se ha ganado liberarse de ese lastre:
las cartas están boca arriba, las cartas que siempre presumimos, y sus lectores
aceptamos su invitación. Así que, querido Luis, llévanos de la mano donde tú
quieras, conversa con nosotros hasta la madrugada, toma el paso del baile y
haznos girar a tu antojo en tu vals de palabras. Y así nos hablarás de tu
vocación por la lentitud, la soledad y la concentración; del asombro y
extrañamiento ante el mundo que hay en la mirada del niño que aún conservas.
Nos contarás las lecturas que te han marcado y abandonarás el frío academicismo
profesoral para hacernos vívidamente humanas algunas escenas, como aquella
maravillosa del Lazarillo y el
escudero o las evocaciones eróticas de Faulkner en El villorrio o Santuario,
en Los pasos perdidos de Carpentier o
en la conmoción del señor Bloom cuando mira a Gerty en el Ulises de Joyce: primorosas écfrasis que justamente consiguen lo
que cualquier profesor desearía: seducir a sus alumnos a la lectura. Porque
aunque el conocimiento de manual es necesario, nunca será comparable al poso
que los libros dejan en el constructo espiritual de quien los lee: «¿qué podría
decir yo sobre [el] pensamiento [de Adorno]? Cosas sueltas, medio anecdóticas
[…] Y sin embargo sé que sin Adorno yo no sería el que soy ahora». Nos hablarás
de la importancia de la oralidad, de su magia, del arrobo de sus escuchantes.
De tu vocación sedentaria y, paradójicamente, de todos tus viajes de la mano de
los libros. Y, justamente, nos harás viajar también en el tiempo, como en
aquella sugestiva estampa del siglo XVII. Y, claro, nos evocarás algunos episodios
de tu vida, tan imbricados siempre con la literatura, como aquella delicia
melancólica y amarga del capítulo de Pache o aquella otra, divertidísima, que
confronta el temperamento de mujeres y hombres; o tu anecdotario personal: tu
suplantación como profesor de francés, tu trabajo gris en una revista
financiera donde se marchitaba la poesía. O esa portentosa «Plegaria», que es,
en realidad, una poética literaria, llena de consejos impagables para los que
aspiramos a parecernos remotamente como escritores a tu ejemplo. Y cerraremos
el libro y aún resonará tu voz y el caleidoscopio de imágenes, que son más bien
sensaciones, heredadas de tus palabras. También tú, querido Luis, un poso en
nuestros corazones agradecidos, sin necesidad de trama argumental.
lunes, 29 de marzo de 2021
524. Landero quintaesenciado
lunes, 22 de marzo de 2021
523. 'Yo escribo la noche'
Defender que el último libro
de Pilar Blanco constituye su obra más personal es una afirmación rayana en la
perogrullada, más aún si hablamos de poesía. Quién puede negar a estas alturas
que el género poético es el cauce por donde mejor circula el caudal de todas
las turbulencias individuales. Pero con ser cierto eso, también lo es que en Yo escribo la noche (Chamán), la poeta
de Bembibre parece ceñirse con mayor explicitud a unas circunstancias vitales,
cuya concreción aleja a este libro de algunas de sus obras precedentes donde temas
como el anhelo de trascendencia, la vocación de altura y la nostalgia de
absolutos otorgaban a aquellos libros un carácter más universalista. Efectivamente,
Yo escribo la noche es el relato real
de un amor luminoso, de su posterior pérdida y su consecuente devastación y,
finalmente, del intento de reconstrucción desde los añicos, la cicatriz y la
esperanza.
El libro se divide en tres
secciones. La primera se titula «Ello», que es una deturpación deliberada del
pronombre «Él», trasunto del amor fallido, y cuya transformación en pronombre
neutro parece castigar al referente desposeyéndolo de su carta de naturaleza.
En esta primera sección, el amor correspondido ilumina los versos hasta
hacerlos arder, no escatimando un glorioso erotismo cuando hace falta. El amor
es entonces ese «ser en el otro» que con resabios a Pedro Salinas aparece en el
poema «El don de la mirada», o el refugio ante la intemperie y el desvalimiento
de la vida: «Ato a ti mi orfandad y protejo la tuya». En definitiva, un
desensimismamiento «para ser otro, para dejar de ser», en la alteridad. En este
amor jubiloso cobra especial importancia el lenguaje como ontología amatoria:
«así el amor: / dos lenguas que construyen un lenguaje». Cuando llegue el
desamor, la poeta tendrá que «ir[se] a vivir a otro lenguaje / que
infilitrar[se] en
la piel de otro alfabeto». Un desamor que ya se anuncia
mediada la sección, con la luctuosa enumeración de despojos en el poema «De
donde huyó la luz» o con la vida al ralentí, solamente sujeta por la inercia de
los días en una cotidianidad cuyos automatismos evitan el suicidio (léase el
impresionante «Todo mirando»).
El segundo bloque se titula
«–S–», solitario morfema residual de un «Ellos» calcinado. La noche, que en la
primera sección había sido un espacio propiciatorio, a la manera de San Juan de
la Cruz («entramos en la noche como en el cuerpo amado»), se torna ahora el
tiempo del insomnio y las tribulaciones sin fin: «Noche abierta de perros que
no ofrece salidas» y que «aguarda el martilleo de los pájaros / para cernirse
en luz». Los versos se llenan de nostalgia, «corazón de ámbar sobre una mano
huida», una búsqueda de físuras donde «no hay un hueco que abrace», y los
amantes son seres abisales de «membranas y branquias, viscosidad y fango», tan
lejos de los «seres alados que [antaño] se henchían de oxígeno y altura». Hay
en toda la sección una lucha entre la desazón y la asunción de la pena: la
poeta sostiene el candil de su noche, aplaza el suicido cuando el amanecer la
unge de vida y amputa «el rincón del cerebro donde hincan su garra los
sentimientos», y lo hace sola, rechazando la conmiseración, «pues nadie se
calienta en la intemperie ajena», o con la ayuda de la poesía, que es, no
obstante, un dios ciego a quien la poeta ora en el último poema de la sección.
La última parte, supone un
intento de autoafirmación. El título, en ese sentido, no puede ser más
significativo: «Ella». Así, el poema de reminiscencias cortazarianas, «Siempre
la Maga» o el precioso homenaje a las mujeres poetas. La poesía también llega
en su auxilio, con dos poemas que son dos hermosas poéticas sobre la defensa de
la belleza o sobre el carácter supurante de los versos. Y aunque el pugilato
entre la tristeza y la esperanza jalonan parte de la sección, es esta última la
que parece imponerse: «la cicuta de esperanza» cuando llega la primavera; o el
amanecer retenido en el cuenco de las manos que la vivifica: «lenguaje de mis
venas, no te has ido». El poema «Porque es ceniza y arde» constituye un balance
vital que transita desde la primera inocencia donde el mundo está por estrenar,
pasando por las frustraciones y los adioses para acabar regresando a la luz:
«El viaje cumplido en su raigal misterio». Y el consuelo final: «Muere solo lo
que ha vivido».
A Mari Carmen Díaz, que ya escribe la noche.
lunes, 15 de marzo de 2021
522. Escritura y humildad
El otro día felicité a un
buen amigo por su reciente candidatura a unos premios literarios. Me dio las
gracias y me dijo que lo importante de los premios son las puertas que se
abren, las nuevas oportunidades que brindan para que el trabajo del escritor
siga teniendo un recorrido editorial y, por tanto, una visibilidad. Y que esa
visibilidad no busca el reconocimiento ni los focos, sino que es una
visibilidad altruista, la de quien comparte amorosamente un don para hacer partícipes
a los demás de un momento de belleza, porque la belleza hay que compartirla, no
se la puede guardar uno egoístamente para su disfrute privado. Que lo de menos
es el éxito, «el éxito lo enmierda todo», me dijo. De entre los aspirantes
seleccionados para el premio fue el único que no aireó la noticia. No la
compartió en redes sociales, no descorchó botellas de vino ni dedicó una sola
palabra a su merecida condición de finalista. Yo tal vez sí lo habría hecho. Él
no.
La conversación me hizo
pensar en la difícil relación que existe entre el ejercicio de la escritura y
el cultivo de la humildad. Supongo que debe de resultar difícil no envanecerse.
El escritor insufla vida (aunque sea vida literaria) a sus personajes, es un creador, un demiurgo, un pequeño dios, y
lo hace (o debiera) con el prurito de la belleza, esa aspiración a la que
solamente a unos pocos les está permitido acariciar –que no poseer– con la yema
de los dedos. Supongo que la vanidad en el artista es perdonable, quizás no
tanto las ínfulas, pero sí la vanidad y el orgullo. Y, sin embargo, no creo que
exista en el mundo un oficio en el que sea más necesaria la humildad que en el
de la escritura. Basta con mirar atrás y recorrer la nómina de los que nos
precedieron en el arte de escribir para sentirnos empequeñecidos por su
magisterio insuperable. No es complejo de inferioridad (que también), porque es
verdad que el escritor debe soltar ese lastre de que haya existido Cervantes
antes que él y debe afirmar su propia personalidad y valor literarios. Pero
pretender uno creerse alguien en medio de aquellos gigantes es pensar en lo
excusado.
Qué voy a decir yo de mi
escuetísima carrerita literaria. Dos novelas no dan derecho ni a medio
mililitro de agua en la fuente del Parnaso. Pero es que aunque las musas me
otorgaran la gracia de seguir publicando una novela tras otra, creo
sinceramente que con cada una de ellas se harían más hondos la timidez y el
recato. Solo con pensar que alguien ha decidido desembolsar los 18 o 20€ que
vale tu novela; con imaginar que tu libro va a formar parte de la intimidad de
un hogar, que va a acompañar al lector en sus sagradas horas de asueto, que
reposará tal vez en el regazo del lector vencido por el sueño en su cama (ojalá
no por el tedio de la novela), que formará parte de uno de los regalos con
quien alguien obsequiará a otra persona por su cumpleaños o por el aniversario
de bodas; con pensar que la historia pueda interpelarle y removerle en lo más
hondo y entrar, pues, como el hereje, en el sagrario de su conciencia, pensar
todo eso, digo, supone para mí una responsabilidad tan abrumadora que, con cada
nuevo libro dado a la imprenta, no puedo más que pedir perdón. Es por eso que
lo paso tan mal en las inevitables labores de promoción. Desconfío del
exhibicionismo pero debo participar en él. Detesto las estrategias de la
mercadotecnia pero uno se debe a la editorial que apostó por tu libro. Y en esa
dicotomía del escritor recóndito que solo quiso redimirse en su obra y en la
poca belleza que pudo alcanzar con ella, y el escritor social que debe airear
su nominación al premio equis, se libra una batalla casi moral. Qué bueno si
los libros pudieran caminaran solos. Qué bueno si el autor desapareciera y
quedasen solamente sus palabras. Qué mundo más hermoso el de los libros sin
escritores.
lunes, 1 de marzo de 2021
521. 'Loción de lengua'
Recordaba hace unos días el
maestro Ramón García Mateos, a propósito de su reciente retiro profesional, que
la tercera acepción de la palabra «jubilación» recogida en el diccionario de la
Real Academia reza lo siguiente: «Viva alegría, júbilo». Solamente desde ese
significado del término pueden explicarse obras como la que acaba de publicar
el poeta Juan Ramón Torregrosa con la editorial malagueña EDA Libros. Porque Loción de lengua es un gozoso festín filológico
que quiere poner el broche a los más de treinta años que el escritor
guardamarenco ha dedicado a la enseñanza de la lengua y la literatura. Liberados
al fin de los corsés académicos y curriculares que imponen los planes de
estudio, pareciera que la gramática, la lexicografía, la fonética, la
morfología, la literatura, la retórica, la pragmática y, en fin, todas aquellas
disciplinas que integran la asignatura de Lengua, se lanzasen de repente,
ebrias de libertad, a la vacación y a la jarana, y con esa misma disposición
las recibe el lector, igual que recibiera el pueblo a los victoriosos ejércitos
de don Carnal en aquel memorable capítulo del Arcipreste.
El libro se divide en cuatro
secciones. La primera, titulada «Juego de espejos», la forman estampas, guiños
y reformulaciones de grandes clásicos literarios y pasajes bíblicos. A mi
entender, en algunos de estos relatos sobra en los remates la solución
explícita del «enigma» literario que el cuadro propone, justamente porque, a la
manera del Romancero, la excelente sugestión narrativa se basta a sí misma. Me
gustó mucho la redención que Torregrosa regala a Calisto, no solo por salvarlo
de la muerte prematura sino por la reparación que se le hace del castigo
paródico al que lo sometió Rojas. Cuando lean el relato me entenderán. La
sección tiene el encanto de permitir reconocernos en el bagaje lector que cada
cual atesora, además de ser un precioso homenaje a los clásicos.
La segunda parte se titula
«Ejercicios de retórica» y en ella Torregrosa despliega todo su ingenio para
regalarnos originales artefactos donde los conceptos retóricos, desterrados en
los planes de estudio a su condición de mero catálogo, se erigen aquí soberanos
y se independizan de su servidumbre para ser, ellos mismos, protagonistas de la
composición. Especial agudeza alcanza el tramo final de esta sección, cuando
aparecen los poemas, donde el autor demuestra los años de oficio y pericia para
darle una vuelta de tuerca a los juegos conceptuales o violentar la métrica,
como en el «Soneto al revés» al que luego endereza con un estrambote a modo de
dos tercetos que devuelven el orden a la composición. Solo es un ejemplo de
tantos. Una gozada, al alcance solo de quien se ha manejado toda su vida con
las intimidades y vericuetos de la poesía.
Para el tercer bloque, los
«Gramaticuentos» nos sirve lo dicho anteriormente, con la salvedad de que aquí
los protagonistas tienen que ver con juegos ortográficos o gramaticales. Y
termina el libro con las «Etopeyas, homonimias y otros artefactos verbales»,
pequeñas píldoras de ingenio con su punto canalla y guasón.
Con una prosa clasicista, de
corte cervantino, sobre todo en los relatos; con humor, sátira política,
malabares lingüísticos, retos intelectuales y mucho amor por el idioma y su
literatura, Loción de lengua es un
tesoro de contento, un pasatiempo luminoso y tremendamente adictivo que se lee
a carcajada limpia y con sana envidia: la que suscita la admiración por alguien
que baila con el lenguaje con la destreza de un Fred Astaire filológico lleno
de sabiduría y experiencia.