El Gobierno ha aprobado un decreto según el cual
concederá la nacionalidad española a todos aquellos sefardíes que así lo
deseen. Aunque esta decisión tenga, probablemente, más de simbólico que de
práctico, no deja de ser una reparación del agravio histórico que España
arrastra con la comunidad judía desde 1492 cuando los judíos españoles fueron
expulsados de su amada Sefarad, bajo el reinado de los Reyes Católicos.
El vínculo de los judíos sefarditas con España es uno
de esos casos asombrosos de arraigo y lealtad hacia una tierra. Pese a la
injusticia recibida, muchos de los descendientes de aquellos judíos conservan,
después de más de 500 años, la llave que abría las puertas de las casas de sus
antepasados en España, heredada de generación en generación, y mantienen en lo
más profundo de su ser un sentimiento de pertenencia que parece inconcebible
para alguien que, en muchos casos, ni siquiera ha pisado España en su vida.
Cuenta el escritor Manuel Vicent que llegó a conocer en un bazar de Estambul a
un sefardita comerciante de ámbar que, tras una ardua búsqueda, logró encajar
su llave en la cerradura de la casa de sus antepasados en Toledo. La cerradura
se encontraba entre los cachivaches de una almoneda regentada por un gitano de
Plasencia.
Por otro lado, el judeoespañol, esa lengua anclada en
el tiempo que todavía conserva los rasgos fonéticos y léxicos del castellano
del siglo XV, se sigue hablando, sobre todo en Israel y en Turquía, amén de
otros lugares del mundo; en total, se calcula que lo usan cerca de 150.000
hablantes y hasta se editan revistas en ladino.
La expulsión de los judíos españoles fue uno de tantos
desatinos de los que está plagada nuestra historia patria. Evoco con vergüenza
las conversiones forzadas, siempre bajo sospecha; los contrabandos de cédulas
para conseguir apellidos asturianos que le emparentasen a uno con aquellos
cristianos viejos de la Reconquista; las delaciones… Y, sin embargo, lo más
granado de nuestra literatura, los autores de los que nos sentimos más
orgullosos, fueron probablemente judíos conversos o descendientes de éstos: el
autor anónimo del Lazarillo, Fernando de Rojas, Cervantes, Quevedo,
Góngora, entre tantos otros. De Cervantes el historiador José Enrique
Ruiz-Domènec cuenta las macabras pullas que recibió el escritor el día de su
enterramiento, un sábado, por parte de quienes le querían mal, pues, Cervantes,
que había defendido su ascendencia de cristiano viejo durante toda su vida,
demostraba su origen judío al cumplir escrupulosamente con la religión hebrea,
ya que nadie podía negar que el día sagrado del sabbath, efectivamente,
Cervantes descansó. Hasta ahí llegaba la barbarie por cuenta y obra de una
raza, una lengua o una religión.
Sirva este desagravio que ahora quiere instaurar el
Gobierno de España para recordar a quienes quieren limitar nuestra identidad,
que no existe una manera canónica de ser y sentirse español, como no la hay de
ser y sentirse catalán; que es absurdo perderse en la noche de los tiempos para
hallar el momento auroral en el que nace una conciencia nacional española o
catalana; porque somos hijos de los pueblos prerromanos; de griegos, fenicios y
cartagineses; de romanos, visigodos, judíos y musulmanes, y de ese mestizaje
estamos hechos; que eso de la lengua “propia” de un país es una entelequia
porque, en último término, aquí somos todos hijos del latín y, si me apuran,
del indoeuropeo. Quienes, escudriñando afanosamente por las páginas de la
Historia, se obsesionan en hallar aquella fecha histórica concreta que
reivindique una suerte de sentimiento nacional, se comporta con una absoluta
arbitrariedad porque uno siempre puede remontarse aún más en el pasado o partir
de la data que mejor le convenga según su interés. A ver si al final, tanto
progreso va a servir sólo para que tenga que ser Alfonso X, un rey de la
bárbara Edad Media, quien nos dé lecciones de convivencia.