El
escritor José Avello nos dejó hace ya 5 años. En su haber, una producción
literaria tan escasa como deslumbrante, capaz de convertir al autor asturiano
en un clásico de culto sin necesidad de haber engrosado su quehacer creativo
más allá de los dos únicos títulos que dio a la imprenta. En diciembre del año
pasado recibí una carta de Milagros Gonzalvo, su mujer, acompañada de las dos
novelas de Avello, Jugadores de billar
y La subversión de Beti García, ambas
recientemente rescatadas por la editorial Trea (antes habían sido publicadas
por Alfaguara y Destino, respectivamente, con unánime entusiasmo por parte de
la crítica, conformidad que hace aún más incomprensible el limitado recorrido
editorial que sufrieron luego ambas obras). Milagros envió su carta pulcramente
presentada, a ordenador, con fecha, membretes y firma. «Te envío las dos
novelas de mi marido», rezaba uno de los renglones. Yo no pude más que recibir,
conmovido, los dos libros con profundo respeto. «Te envío las dos novelas de mi
marido». Habrá quien diga que todo esto no es importante en una reseña, si es
que acaso esto es una reseña. Para mí sí es importante. Hay en la carta de
Milagros una dulce obstinación en traer de vuelta a su marido conjurando su
recuerdo a través de aquello que probablemente más le concernía. Nadie que no
haya convivido con un escritor podrá entender la importancia casi ontológica de
una obra propia. Hay en el gesto de Milagros una demostración de la
prolongación de su amor que fue, para mí, al desembalar los sobres, una
emocionante epifanía.
Leí
Jugadores de billar, que debe su
título a los cuatro protagonistas que se citan cada tarde para jugar en el Mercurio, un café ovetense. El billar
representa, en las vidas desnortadas de sus protagonistas, la metáfora de sus existencias
mecanizadas, a merced de la inercia de los días, pero también, en cada
carambola, el asidero inequívoco de la lógica matemática, la certidumbre de la
física, que les permite agarrarse a una seguridad objetiva cuando todo se tambalea.
El eje argumental gira en torno al expolio al que el bando vencedor sometió a
los vencidos durante la Guerra Civil. Aquellas malas artes volverán a salir a
la luz más de medio siglo después involucrando a varios personajes en un thriller familiar tremendamente
enjundioso. El marco narrativo, no obstante, se antoja muchas veces un pretexto
para bucear por las simas de las almas de los protagonistas y sus miserias
personales. De todos ellos, el mejor perfilado, por su impresionante hondura,
es Álvaro Atienza, personaje atormentado por sus complejos físicos, que se
enamorará enfermizamente de una estudiante de Artes con la que aspira, por
derroteros psicológicos de extraordinaria sutileza, a redimirse. Atienza es
heredero de una fábrica de loza situada dentro de los territorios usurpados.
Por su parte, hallamos a Floro, escritor frustrado que vive parasitariamente de
las rentas del negocio de su madre y que está enamorado desde niño de Adelina
Valle sin atreverse nunca a declararle su amor. El tercer jugador es Manolo
Arbeyo, periodista en cuyo poder obran documentos reveladores sobre el expolio
y del que pretende sacar tajada. Completa el cuarteto la voz del narrador, que
al final de la novela nos revela también su concurso en algunos de los avatares
argumentales.
Mención
aparte merece el estilo literario. José Avello escribe con una precisión
quirúrgica que ennoblece el idioma hasta convertirlo en un massé literario. Todo ello dentro de una estructura perfectamente
ensamblada. El estilo avanza con personalísima elegancia, segura, contundente
en su autoafirmación, salpicada a veces de ironía y fino sentido del humor,
sabiamente dosificado. Conforme uno avanza en la lectura de la novela, se da
cuenta de que Avello ha echado el resto en su proyecto literario, que no ha
dejado nada a la improvisación. El resultado es uno de esos libros con empaque,
sólidos, perdurables, una obra maestra que, como tal, merecía una carta de
amor.