Aunque hace ya varios días que he visto la película,
todavía soy incapaz de concluir si el homenaje cinematográfico a Stefan Zweig
es el biopic más frío de la historia del cine o si, por el contrario, se
ajusta perfectamente al perfil del escritor.
Hay dos maneras de acercarse a la película de Maria
Schrader. Una, desde el apasionamiento que suscita la figura de Stefan Zweig,
autor que para muchos, entre los que me incluyo, constituye un referente
imprescindible en la historia de la literatura europea del siglo XX. Y la otra,
desde una visión más aséptica, menos emocional,
donde el espectador sea capaz de domar la emotividad que implica la
grandeza humana del escritor austríaco, su admirable inteligencia, su
incorruptible sentido ético y estético y las terribles circunstancias de su
exilio y posterior suicidio. Yo acudi a verla con la primera de esas premisas,
con la del arrebatamiento nacido de la admiración y del dolor. Ese fue mi
error. ¿Pero cómo sostener la brida de la exaltación? La primera vez que me
acerqué a Stefan Zweig fue a través de su libro de memorias, El mundo de
ayer. Yo no sabía nada de Zweig y tampoco conocía el trágico desenlace de
Petrópolis. De manera que leía su ensayo con el arrobo que produce su prosa luminosa
y, sobre todo, su optimismo inquebrantable, basado en la fe en los hombres y en
su gozosa comunión colectiva al amparo del arte y la cultura, más allá de las
lenguas y de las fronteras. Su vehemencia eran tan avasalladora y entusiasta
que poco podía imaginar yo que acabaría devastada por la abdicación del
suicidio. Cuando, profundizando en su biografía, hallé por casualidad la
sobrecogedora fotografía en la que el cadáver de Zweig yace en la cama de su
residencia de Petrópolis, las manos entrelazadas con las de su inseparable
Lotte, sentí una punzada estremecedora de la que aún no me he repuesto. ¿Cómo
era posible que aquella ilusión fuerte y esperanzada fuera derrotada de esa
manera? El contraste resultaba terriblemente atroz. ¿Cómo no acudir al cine,
pues, con los sentimientos a flor de piel y esperar de la película un homenaje
grandioso y épico? Sin embargo, Maria Schrader ha optado por la mesura más
contenida. Y nada hay, quizás, que reprocharle. La película se ajusta al
carácter discreto de Zweig, a su humildad y rechazo del protagonismo. En una
secuencia de la cinta, cuando Zweig es apremiado para que condene el régimen de
Hitler en el Congreso de Escritores de Argentina de 1936, el autor austríaco se
niega porque considera que condenar lo obvio ante un auditorio donde todo el
mundo opina lo mismo, es un acto de vanagloria y exhibicionismo. La película
recorre las vivencias del exilio de Zweig y del paulatino desmoronamiento de su
alma de manera fragmentaria, casi impresionista, sin cargar las tintas en el
sentimentalismo, o utilizando espléndidas secuencias simbólicas como la mala
interpretación del Danubio Azul por parte de la orquesta en el acto de
recepción brasileña, trasunto de la decadencia de su mundo. También se aborda
su sentimiento de culpa por el privilegio que su condición de escritor afamado
le proporciona a la hora de obtener los salvoconductos para el exilio mientras
otras personas sufren o mueren. Pero todo se hace con una contención tan
conscientemente epidérmica, que el espectador es incapaz de involucrarse en la
tragedia del personaje. La misma escena de la muerte de Zweig, inopinada
también en la película por lo repentino de la misma, se muestra a través del
juego de espejos del armario y de la mirada triste de los circunspectos, entre
los que se halla Gabriela Mistral. La sensación tras los créditos finales es la
de no haber llenado el molde de sus gigantesca figura ni el de su muerte. Pero
quizás Zweig habría suscrito esa sigilosa semblanza.