Acaba de empezar el Año Miguel Hernández, que
conmemorará el 75 aniversario de la muerte del poeta oriolano, y no se me
ocurre mejor pórtico para penetrar en el atrio de tan emocionante efeméride que
la biografía que del poeta cabrero nos regala José Luis Ferris, recientemente
publicada por la Fundación José Manuel Lara. En realidad se trata de una
reedición revisada y remozada de aquella otra que el escritor alicantino
publicara en 2002 y 2010, con las ampliaciones pertinentes que la siempre
inagotable figura del autor de Perito en lunas ha generado desde
entonces. Porque con Miguel Hernández, nunca nada está cerrado. Una fotografía
hasta hace poco inédita del poeta, tomada en Valencia en 1937 durante el II
Congreso de Intelectuales para la Defensa de la Cultura por el excelente fotógrafo Guillermo
Fernández Zúñiga (cuya vida daría también para otra biografía) muestra a Miguel
saliendo altivo del edificio del ayuntamiento –la altivez orgullosa de su recia
convicción y compromiso con la justicia–, y prueba que, cada cierto tiempo, el
fondo documental sobre Miguel Hernández se topa con nuevos hallazgos. De ahí la
necesidad de José Luis Ferris de actualizar el trabajo ya hecho.
Hay académicos, estudiosos o especialistas, que se
creen con el derecho de apropiarse de las figuras señeras de nuestra Historia y
que rechazan recelosos cualquier intromisión que pueda arrebatarles esa
exclusividad. Como si esos prohombres fueran sólo suyos y no, como lo son,
patrimonio de todos. José Luis Ferris, que es de natural humilde y que
despliega allá donde va su bonhomía machadiana, no pertenece a ese grupo. Y,
sin embargo, con toda justicia podría concedérsele el título de Embajador de
Miguel Hernández, remedando aquellos diplomas que el poeta obtuviera en sus
años de estudiante en Santo Domingo –Emperador en Gramática–, porque a mí,
aunque estoy seguro de que Ferris rechazaría esta afirmación de plano, se me
hacen ya indisociables la figura de Miguel Hernández y la de su más excelso
biógrafo. Si hasta la universidad de Elche donde ejerce la docencia Ferris se
llama Miguel Hernández…
Hay en el libro de Ferris un entusiasmo contagioso e
inspirador que sólo es posible concebir en alguien que ama lo que está
haciendo. Existen pasajes donde ese amor, literalmente se le desborda. Y, no
obstante, el libro es un ejemplo de rigor y acopio documental cuidado hasta el
más mínimo detalle. Esa combinación de pasión y disciplina académica es el gran
acierto del libro, que como dice el maestro Prieto de Paula, puede leerse como
una novela, aunque “lamentablemente, lo que aquí se nos relata no es una
novela”. Lejos de la aridez de otras biografías –pienso, por ejemplo, en
algunos capítulos de la vida de Machado escrita por Gibson, que encalla por su
frío catálogo de datos–, Ferris dosifica la documentación insertándola con
natural maestría en un formato esencialmente narrativo y en ocasiones lírico,
en cuyos resortes aparece el Ferris novelista y poeta. Y, claro, así da gusto.
Hay, además, algunas sugestivas audacias, como aquella que establece paralelismos
entre las pinturas de Maruja Mallo (de la que también es biógrafo) y algunos
poemas de El rayo que no cesa, tradicionalmente atribuidos a su mujer,
Josefina Manresa, que por aquel entonces se le moría de “casta y de sencilla”,
concomitancias verdaderamente sorprendentes.
Otros tesoros hallará el lector en esta biografía que,
como casi todas, no puede ser definitiva. Tampoco sé si es la más completa.
Pero, aunque no lo fuera, si una biografía trata de explicar una vida, el libro
de Ferris es vida, con todas sus exultantes y dolorosas consecuencias. Pero
vida. Tanto es así que el subtítulo del libro, “muerte de un poeta”, parece
desdecirse. Y se desdice.