lunes, 31 de marzo de 2025

684. Cuando Agatha conoció a Benito (o no)

 


El nuevo espectáculo del director y dramaturgo Juan Carlos Rubio sigue en la línea de sus últimos trabajos y fabula con personajes reales que, en este caso, son dos grandes escritores: Agatha Christie y Benito Pérez Galdós. Partiendo de un hecho real, la estancia de la reina del misterio en Tenerife en 1927, Rubio ha construido un texto en el que realidad y ficción se imbrican con una naturalidad y verosimilitud tales que, si no fuera porque sabemos que Galdós murió en 1920, casi creeríamos que ese encuentro entre ambos se produjo realmente. La escritora inglesa llegó a la isla atormentada por el fallecimiento de su querida madre y por la infidelidad de su esposo, buscando un remanso de paz donde hallar un respiro a su sufrimiento.

Toda la pieza transcurre en una habitación del hotel Taoro, donde realmente se alojó Agatha Christie. Esta aparece en escena muy nerviosa, intentando comunicarse por teléfono con su marido. Una tormenta, trasunto de la tempestad interior que azota el estado de ánimo de la escritora, dificulta la comunicación, lo que agrava su nerviosismo. Ahogada por la pena y por la desesperación, decide poner fin a su vida con un deletéreo veneno. Mas, un golpe en la puerta de su cuarto interrumpe sus planes. Quien llama es un elegante e invidente señor, vecino de habitación, que tras escuchar los lamentos de la mujer acude en su ayuda. Pronto Agatha descubre que ese hombre es Pérez Galdós, famoso escritor español del que ella no tenía conocimiento. Poco a poco se establece un diálogo en el que los personajes van desnudando su alma y van desgranando recuerdos pasados, sueños, frustraciones y preocupaciones que humanizan el mito a ojos de los espectadores. Ya no son dos reconocidos literatos, sino dos simples personas que están conociéndose en un ejercicio de sinceridad que resulta catártico para la escritora inglesa.

Carmen Morales y Juan Meseguer dan vida a los personajes y ambos brillan en sus interpretaciones. La deliciosa dicción de Morales y su naturalidad no le van a la zaga de la magnífica interpretación de Meseguer, quien parece un Galdós redivivo. Los dos nos regalan escenas tan entrañables como cuando simulan surfear las olas de una playa de Gran Canaria o cuando Galdós ayuda a una estancada Agatha a continuar el argumento El misterio del tren azul, obra que la escritora terminó realmente durante su estancia en Tenerife. Resulta entrañable ver a ambos escritores trazando líneas argumentales, desechando ideas y eligiendo otras en un ejercicio de metaliteratura que nos permite bucear por la cabeza de un autor de novelas de misterio.

Destaca también el decorado, sencillo pero muy acertado, que simula una habitación de hotel, con papel pintado en tonos crema, una cama, un ventanal por el que se cuela la tormenta exterior, un escritorio con una máquina de escribir y un crucifijo; que combinado con el juego de luces crea una sensación de ensoñación y de misterio.

Temas tan serios como la salud mental, el miedo al divorcio que se les había inculcado a las mujeres de principios del siglo XX, el suicidio o la minusvaloración de las personas aparecen en escena combinados con otros asuntos más ligeros y con toques humorísticos que contribuyen a que este espectáculo sea un drama con tintes cómicos, con mucha ternura y con un desenlace sorprendente que refuerza la idea de que ante la desesperación, siempre habrá un ángel de la guarda para hacernos ver la luz tras la tormenta. Don Benito cuidando de Agatha, qué sugestiva imagen. Y es que quizá sea cierto que la literatura también nos salva.

lunes, 24 de marzo de 2025

683. Expurgo

 


La biblioteca de la Universidad de Alicante realiza periódicamente una limpieza de su fondo bibliográfico tras un cribado que llaman «expurgo» y que acaba con los libros proscritos colmando unos fríos anaqueles dispuestos extramuros de las salas nobles. Pasarán en el purgatorio una breve temporada después de la cual, si nadie se ha interesado por ellos, el inquisidor mayor, que es el tiempo, decidirá eliminarlos definitivamente a través de quién sabe qué horrible holocausto libresco.

La semana pasada me encontré cara a cara con uno de estos libros expatriados en unas estanterías fronteras a los lavabos. Era un ejemplar de la Editorial Aguaclara y, efectivamente, allí estaba, desposeído de su tejuelo, como un general degradado a quien han arrancado de la casaca la insignia de su autoridad. Se trataba de un libro de poesía titulado Innumerable sonrisa escrito por Nemesio Martín. El guiño a Esquilo, quien se refería así –«sonrisa innumerable»– a las olas marinas en su Prometeo encadenado, me pareció la llamada de auxilio definitiva: la poesía es un titán que nos ha dado el fuego y yo un Heracles de biblioteca que no puede permitir tamaño agravio.

Pido disculpas: no conocía a Nemesio Martín. Mi todavía corta vida en Alicante no me ha permitido aún acceder a la genealogía de los ilustres locales. Pero desde el mismo momento en que rescaté el libro, supe que éste pasaría de su condición de expurgado a vivir en la nobleza de la página cultural de un periódico: esta misma página. Hay quien llama a estas cosas karma, aunque nosotros preferimos llamarlo «justicia poética». Buceé por la vida de Nemesio Martín y conocí entonces su incorruptible vocación por la enseñanza de la literatura y por su difusión. Suyo es, entre otras muchas obras, el guion del Lope enamorado, que emitió TVE en 2019 y que él ya no pudo ver, pues fallecía en mayo del año anterior. No quiso participar del sortilegio la efeméride con su cifra redonda, tampoco la de la fecha de publicación del libro rescatado, que es de 1988. Pero tanto da. Aquí está Nemesio Martín, restituido de su balda de expurgados.

¿Procede ahora realizar una reseña de un libro de hace 37 años solo porque al columnista de turno le parece bien jugar con la anécdota? Pues algo habrá que decir, aunque sea brevemente. Porque es que, además, Innumerable sonrisa es un libro soberbio. Con prólogo de José Carlos Rovira, que entonces contaba con 39 años, e ilustraciones (las llamadas «aguadas») de Francisco Calvo (fallecido hace solo dos años), el poemario es un bellísimo canto al mar llevado a cabo por un mesetario (Nemesio Martín era natural de Medina de Rioseco) y esta paradoja parece sublimar, en el descubrimiento del gran azul, los versos del poeta, al contemplar, casi epifánicamente ese «intenso fulgor de vastedades, pulsos de espuma que embridan las arenas», «tálamo incesante de la luz y del agua», que él podía divisar desde la atalaya de su casa. El libro, alterna versos de corte popularizante que recuerdan a la primitiva lírica castellana, con versos cultos de enorme calado poético que evocan, en su esencia, el mismo mar de Pedro Salinas o de Juan Ramón Jiménez, ese absoluto que el poeta desea abrazar «hasta sentirse el pecho de cristal» y fundirse con él.

Hoy Innumerable sonrisa está bien acogido en la biblioteca de mi casa y nuestro Rogelio Fenoll seguro que ha colocado en la maquetación de este artículo una foto entrañable de Nemesio y todo está donde tiene que estar. Y todo está en orden. Y todo está bien.

lunes, 10 de marzo de 2025

682. Limpiar el polvo después de Simone de Beauvoir

 


Hasta hace bien poco, la novela de Francisca Aguirre, Que planche Rosa Luxemburgo, era una de esas pequeñas joyas inencontrables ni siquiera disponible en las librerías de viejo. Gracias a la editorial Carpenoctem, el libro ha vuelto a ser reeditado, 30 años después de que obtuviera el Premio Fermina Galiana de novela corta, con la incorporación ahora de un lúcido y combativo –casi indignado– prólogo de la escritora Clara Morales.

Este pequeño gran trabajo de Francisca Aguirre es la demostración palmaria de que se pueden adoptar firmes posiciones feministas sin acudir al tono panfletario o al eslogan facilón. Efectivamente, en esta novela autobiográfica, la autora plantea, desde una sencillez elocuentísima y desde un fino sentido del humor, toda la desazón de una mujer que ha asumido como inevitable el rol que la sociedad lleva imponiéndole desde tiempo inmemorial. Y todas esas reflexiones las lleva a cabo mientras realiza las monótonas tareas del hogar, descritas con desacomplejado pintoresquismo. Todas las diatribas feministas, enarboladas en quiméricos tratados teóricos, bajan aquí al polvo mismo de los muebles que hay que limpiar, a las arrugas de las camisas que hay que planchar o a la tortilla de patatas que hay que cocinar. ¿Dónde ha quedado la revolución para las mujeres que planchan? ¿Qué guarda la Historia para ellas, aplastadas por eso que se ha dado en llamar «la jerarquía de los problemas»? El mundo entre muselinas de Memorias de África en nada se parece a la jungla de la vida real. La frasecita que reza que, después de leer a Simone de Beauvoir, ya no se puede limpiar el polvo está muy bien para soltarla desde la tribuna, pero el polvo se acumula, precisamente, sobre los libros feministas de los anaqueles de casa. De Horacio, su marido, heterónimo del poeta Félix Grande, que nunca plancha sus camisas y, por supuesto, tampoco las de ella, se habla con la resignación de la esposa abnegada que tolera sus infidelidades y que se ahoga en la crisis de la mujer madura que no puede competir ya contra las muchachas jóvenes. El vacío vital del ama de casa, acrecentado paradójicamente cuando las tareas del hogar están ya resueltas, la lleva al anhelo de otra vida, pero también a la contradicción de continuar con la que tiene. Pero las rejas del balcón se imponen con su simbolismo presidiario. La vida llamada «propia» la lacera con ese adjetivo que no siente suyo; ni siquiera la excedencia que se ha pedido para poder escribir la exonera (quizás incluso menos, ahora que no trabaja) de sus «obligaciones» domésticas. Y en mitad de todas esa grisura, y de la banalidad del televisor o de la casposa moda musical, «la lámpara de Aladino», a cuya luz, nuestra escritora lee (el libro está trufado de decenas de referencias literarias muy bien traídas) o escucha música clásica. Otras veces, se refugia en el pasado, como su añoranza de Argentina o aquella tarde de libertad, de joven, cuando escuchaba la melodía de una radiogramola callejera que invitaba a estrenar el mundo. Aunque el pasado también trae el recuerdo de su padre asesinado por el franquismo o la infancia parisina, antes de marcharse a Le Havre, que refutaba crudamente el título de la famosa novela de Hemingway. La evocación del padre muerto aparece en numerosos capítulos: especialmente memorable es el titulado «Todo es mentira», donde la compulsión de la autora por comprar flores y cuidarlas es el trasunto de su obsesión por mantener inmarcesible lo que está condenado a morir. Otros temas jalonan el libro, como la precariedad laboral, el lastre honroso del cuidado de los ancianos familiares enfermos o los conatos de rebeldía contra el destino inevitable. Aunque la sensibilidad de hoy recriminaría a Aguirre su aparente conformismo, cabría preguntarse si, a pesar de todos los avances en materia de igualdad, el libro no nos sigue interpelando.

domingo, 2 de marzo de 2025

681. Piatkun sin escapulario

 


Debemos a Robert Juan-Cantavella la creación de un nuevo tipo de personaje literario: el actor de novelas. Así como existen actores de cine, contratados por directores o productoras para los rodajes, Franco Piatkun es empleado por los escritores de novelas para sus «novelajes», pues todo nuevo oficio requiere de sus neologismos. Piatkun entronca así con esa larga tradición de personajes emancipados, como aquel Augusto Pérez que creara Miguel de Unamuno en Niebla, o los seis personajes en busca de autor que Pirandello imaginara para la obra del mismo título. Es cierto que la naturaleza de estos antecedentes literarios es algo distinta, pues nacieron de la fantasía de sus autores mientras que Piatkun es un ser de carne y hueso que trabaja para ellos, pero todos coinciden en su anhelo de existir y de forjar su propio destino más allá del amarre que los limita. Claro que, esta profesión de Piatkun, como todo lo que concierne a su persona, debemos ponerlo en cuarentena, pues quien nos lo cuenta es el mismo Piatkun desde un sanatorio mental en Vulturó. Escenario, por cierto, que tanto me recordó al Berghof, de La montaña mágica, no solo por su altura (Vulturó se halla en la comarca del Alt Urgell, en Lérida), sino por el desquiciamiento de sus protagonistas durante el tercio final de la novela. Todo lo que sabemos de Piatkun se reduce a lo que él escribe en diez cartas dirigidas a cineastas y escritores muertos: Werner Herzog, Segundo de Chomón, Laurence Stern, Allan Poe, Melville, Pushkin, Stevenson y Gógol. Gracias a estas cartas sabemos que Piatkun es natural de Toledo; que su madre, con la que mantiene una relación edípica y que marcará su futura relación con las mujeres, se dedica a la enseñanza de la música con cuencos tibetanos; que su padre regenta una cuchillería turística; que su tío-abuelo fue el famoso ciclista Martín Bahamontes; su afición por las chapas y por la música disco de los años 70, 80 y 90 y, sobre todo, su adscripción a la Banda de los Monaguillos, dirigidos por el cura Lucio, el sacerdote de la catedral de Toledo que reivindica un ejercicio purista de la liturgia y que tal vez influya decisivamente en Piatkun cuando, al explicarle la milagrería de los detentes, obre en él ese peligroso sentimiento de invulnerabilidad en el refugio de la ficción que acabará volviéndolo loco y que es piedra angular de esta novela. Esta banda, donde Piatkun halla a sus primeros amigos, tendrá un protagonismo determinante en la entrada de nuestro personaje en el sanatorio cuando, años más tarde, en Barcelona, decidan salvar al mundo del Apocalipsis. En las cartas, Piatkun está obsesionado por demostrarle a esos escritores para los que ha trabajado que todos han sido plagiados alguna vez, en lo que yo he interpretado como un canto al milagro de la intertextualidad, más allá del interés estructural de esa obsesión: Piatkun quiere asegurarse de que su propio plagio tendrá éxito, pues desea copiar a El conde de Montecristo para su proyecto de fuga del sanatorio. En las cartas, Piatkun adultera algunas obras de la literatura universal o amplifica los argumentos con las aventuras de los personajes secundarios que él interpreta (frustración ésta, la de su eterna condición de segundón, que se une a la lista de experiencias traumáticas que va acumulando). Otras veces incurre en anacronismos o se arroga la responsabilidad del canon literario de occidente gracias a los consejos que él mismo ha dado a los escritores de turno. La novela es, además, un homenaje a Gógol, el autor con el que más veces ha trabajado Piatkun, y puede leerse también como un catálogo de bellísimas estampas exegéticas de las decenas de novelas que desfilan por sus páginas, invitándonos asimismo al descubrimiento o a la relectura de los clásicos. La novela es también un juego casi metafísico de la identidad (el Piatkun que trabaja como actor de novelas es, a su vez, un personaje de la vida real inserto en la propia novela de Juan-Cantavella). Con una prosa burbujeante, fresca y humorística que, sin embargo, no renuncia a su corte clásico, Detente bala aborda los límites entre la locura y la ficción a través de un inolvidable letraherido que, pese a su censurable corrupción moral, no deja ser un pobre diablo desvalido cuyo escapulario no ha podido detener la bala definitiva.