Ha muerto Francisco Ayala. Y esta frase, que enlutó la crónica cultural de ese triste 3 de noviembre, pronunciada con el paso de los días, se despoja ya de la urgencia que los medios de comunicación, instituciones y personalidades apremiadas por la imperiosa avidez informativa de un micrófono, imprimen al suceso. Se libera del redactor del periódico que jamás ha leído a Ayala y que se apresura profesionalmente a documentarse para enumerar los datos de su biografía y a cerrar el acta de defunción, eso sí, respetando la dictadura tipográfica, que la plana no da para más caracteres. Se zafa de los ripios laudatorios con pretensiones de originalidad, como aquel de José Luis Rodríguez Zapatero que agradecía los 103 años de sabiduría de nuestro escritor. Ayala que, en su constante humildad, siempre confesó estar cansado de escuchar su nombre por todos lados, le habría reprochado al presidente del Gobierno la afirmación de tan hiperbólico magisterio, hiperbólico al menos en lo cronológico, que no en la deuda que contraemos con el escritor granadino los que aquí quedamos. Y, sin embargo, yo no sé qué pudiera añadir en mi homenaje a lo que ya se ha ido diciendo estos días. Me queda el consuelo, en cambio, de escribir con reposo sobre Francisco Ayala pensando en Francisco Ayala, en el escritor, en el hombre y no en el obituario de rigor.
Porque la literatura reclama silencio, sosiego. El mismo que encontraba el Ayala bachiller en sus lecturas en soledad al amparo brujo de una Alhambra desértica en un momento en que, como dice Pablo García Baena, todavía estábamos libres del "siniestro carnaval turístico"; o más adelante, en sus años en Madrid, en la poco concurrida Biblioteca Nacional, filón inestimable para quien no podía permitirse la adquisición de libros. La misma cualidad del silencio que convirtió a Ayala en el observador paciente de los acontecimientos más relevantes del siglo XX, y que forjó su personalidad desde bien pronto. Así, asistió a los debates familiares derivados de la I Guerra Mundial de cuyo escenario España se mantuvo al margen, lo que no fue óbice para que los españoles tomaran partido por germanófilos o francófilos. Trasunto literario de este tema se encuentra en el relato "El tajo", incluido en La cabeza del cordero donde Pedrito se sentía también germanófilo y [...], a escondidas, por la calle y aun en el colegio mismo, ostentaba, prendido al pecho, ese preciado botón con los colores de la bandera alemana que tenía buen cuidado de guardarse en un bolsillo cada vez que de nuevo, el montón de libros bajo el brazo, entraba por las puertas de la casa. Sí; él era germanófilo furibundo, como la mayoría de los otros chicos, y en la mesa seguía con pasión los debates entre padre y abuelo, aplaudiendo en su fuero interno la dialéctica burlona de éste y lamentando la obcecación de aquél, a quien hubiera deseado ver convencido. Campo de cultivo ideológico que en España palpitaba latente para la ulterior desgracia patria y, de cuya expresión el joven Ayala no participó, atento siempre a la posición liberal de la familia de su madre. Y, entre el estruendo de las bombas que arrasaban Europa, las silenciosas y plácidas caricias de las yemas de los dedos sobre el papel de sus lecturas juveniles, auspiciadas por el entusiasta Braulio Tamayo, el profesor de Literatura de su instituto, que ya nunca olvidaría.
Luego vino el tiempo de Madrid (1922) adonde su familia se había trasladado un año antes. El aspecto urbanístico de la capital, tras apearse en Atocha, le produjo una gran decepción, con sus calles sórdidas y la triste homogeneidad de sus edificios. Allí escribe para la Gaceta literaria y luego para La Época, gracias a la ayuda del también granadino Melchor Fernández Almagro, reconocido crítico literario y periodista. Al mismo tiempo, ejerce de ayudante de la cátedra de Derecho Político y comienza a relacionarse con las figuras más importantes del panorama literario: Fernando de los Ríos forma parte de su tribunal de oposición y cuenta Ayala que fue aplaudido por aquél cuando, en la defensa de su tema, abandona los formalismos lingüísticos propios del examen; Ramón Gómez de la Serna, de quien Ayala se reconoce admirador del genio literario pero detractor de la persona, tras asistir, en su primera visita a la tertulia de Pombo, a la chanza que suscitaba un mendigo tullido al que llamaban Pirandello y a quien los tertulianos, con Gómez de la Serna a la cabeza, ofrecían unas monedas a cambio de reírse de las gracias de aquel. Francisco Ayala no volvió ya nunca a la tertulia tras aquella escena; Federico García Lorca, de cuyo primer recuerdo guarda Ayala la imagen del poeta sentado al piano de la pensión de la Calle Libertad (qué bonita paradoja), tocando "Los cuatro muleros"; Ortega y Gasset, a cuyo magisterio Ayala nunca se sometió y a quien desmitifica rechazando el dogma de fe que otros atribuyeron a su palabra; Jiménez Caballero, cuyo tipo humano le sorprendió por su vigor desmedido; o Luis Buñuel, con quien llegó a coincidir y que demuestra la olvidada relación de Ayala con el cine, a quien se le debe el primer libro sobre el séptimo arte en España (Indagación del cinema). Durante estos primeros años, Ayala juguetea, con las vanguardias pero pronto las abandona cuando intuye que ese juego poco puede aportar a la realidad que se avecina y que confirma tras su estancia en Berlín.
Efectivamente, al conseguir la Beca de la Junta para Ampliación de Estudios, Ayala se traslada a Berlín (1929-1934), lo que le permite observar el auge del nazismo y el fin de la República de Weimar. En su obra Erika ante el invierno, todavía impregnada de vanguardismo, ya se vislumbra un trasfondo social, que percibiera con acierto el hispanista alemán Walter Pabst como "reflejo del dolor desesperado que afligía por entonces el corazón de Europa". A propósito de esa crítica dice Ayala en el proemio de La cabeza del cordero: "Yo, en verdad, no me había propuesto reflejar eso, ni reflejar nada, sino acaso seguir tanteando en la dirección estética elegida; pero al considerarlo después, compruebo su razón y que, en efecto, mi permanencia en Berlín por los años 29 y 30 [...] infundió en mi ánimo la intuición [...] de las realidades tremendas que se incubaban, ante cuya perspectiva ¿qué sentido podía tener aquel jugueteo literario, estetizante y gratuito a que estábamos entregados? Poco después...". El invierno es la metáfora de la guerra en ciernes: Sólo un pequeño y tierno amor podría suavizar el invierno. Pero en el invierno todas las puertas están cerradas, todas las caras son hoscas; y si por acaso, durante un trayecto en el autobús, se han deshelado unos ojos y una boca se ha abierto para declarar: me llamo Hermann, todo esto no dura más que un momento... Ahora hay que vivir un mundo de penumbra, de oquedades, de interiores.
La II República española, tan pronto vino, se fue. Ayala conoció a Manuel Azaña en un café de Madrid y encarece de él el respeto con que su entorno lo percibía, aunque le reprocha la inflexibilidad de su dogma liberal. Por ese tiempo, el padre de Ayala es designado administrador de las Huelgas Reales de Burgos, cargo que no le servirá para evitar su detención cuando estalla la guerra civil. La contienda coge a Ayala en Argentina. Regresa a España para ponerse al servicio de la República y se aloja en Valencia, donde el gobierno republicano había instalado su sede. Poco más tarde, el padre de Ayala y también su hermano Rafael son fusilados por los sublevados. De nada sirven las gestiones de Vicente Ayala para que intercediera en el asunto el arzobispo de Burgos. Ayala evita siempre hablar de ese capítulo atroz en su vida porque "para algunas personas es un consuelo proclamar las desgracias que ha tenido en su familia pero yo prefiero callarme". Hablan, sin embargo, sus obras. En el estremecedor relato "Diálogo de los muertos", recogido en Los usurpadores dice, más bien grita, Ayala: No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio; un silencio húmedo que rezumaba, calaba hasta lo más hondo; un silencio que era la ausencia y el vacío de la atronadora refriega, ya pasada. No había nada, nada sobre la tierra... Bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión, ahora casi tierra ya también ellos, y todavía lastimada humanidad, sin embargo; muertos preñados con el plomo de su muerte, muertos retorcidos en el horror de su martirio; muertos consumidos en la perfección absoluta de su hambre; muertos. Sepultados de cualquier modo, entre las raíces de los vegetales —entregados a esas garras ávidas, insaciables, vivificadas por la lluvia que había escurrido tan largamente por entre piedras y huesos. Y más adelante, refiriéndose a los verdugos: Creen vivir quizá, porque están de pie. Pero tienen corrompidas las raíces del ser.
Los que perpetraron la traición, cegados por la soberbia y poseídos por la furia del mando, están protegidos contra la pesadumbre de todo cargo de conciencia por la liviandad de sus cerebros que les consiente aceptar sin examen los endebles idearios (sarcasmo, a la dura luz de hoy) con que apresuradamente quisieron vestir y dar hechura a su fechoría. En cuanto a sus partidarios, el séquito lamentable de los cobardes, pobres de espíritu, crueles por miedo, por resentimiento, hasta por ramplonería, éstos, saciado con el terror su terror, se sentirán aliviados...
Francisco Ayala se exilia en Argentina, pasando antes por la Habana y brevemente por Chile, país de origen de su primera mujer, Etelvina Silva, que había conocido en Berlín. En Buenos Aires encuentra una de sus etapas más fructíferas literariamente: colabora con La Nación y con las revistas Realidad y Sur, esta última vendida clandestinamente en las librerías españolas. Además, traduce numerosos libros. Tiene contactos literarios con Aranguren y con Jorge Luis Borges. De éste último declara Ayala que fue una de las personas con quien mejor conectó en toda su vida. El peronismo le aleja de Argentina y da con él en Puerto Rico donde coincide con Pau Casals, Juan Ramón Jiménez o Pedro Salinas, de cuyo entierro se entera casi de casualidad. Sigue su estancia en Estados Unidos (Nueva York, Princeton, Chicago...) donde ejerce como profesor de diferentes universidades.
Su vuelta a España, tras unos primeros tanteos en los años 60, se produce tras la muerte del dictador. Porque, como le ocurría a uno de los personajes de su relato "El regreso" (La cabeza del cordero), quizás otros campos menos tiernos, otros mares menos oscuros y secretos, otros cielos menos suaves, otros aires menos frescos, finos y fragantes, críen corazones descastados. Pero de mí sé decir que, después de tantos años suspirando por mi tierra y abominando de la que pisaba, me resolví, al fin, en un rapto, a regresar. Fue un regreso discreto y jamás hizo exhibición de su exilio.
Lo mejor de su obra literaria está en sus relatos, próximos a la novela corta, recogidos en las ya mencionadas Los usurpadores, La cabeza del cordero o El jardín de las delicias. Su prosa es elegante a la par que enérgica, irónica unas veces, contundente y sin medias tintas otras; inteligente sin ser fría; lírica, sin ser ñoña ni victimista. Sus ensayos son de una lucidez y amenidad acorde con su capacidad para describir las cosas más profundas con las palabras más entendedoras
Francisco Ayala es el silencio. El de su Alhambra en las largas tardes de estío; el de la vacía Biblioteca Nacional; el de su contemplación del mundo para mejor entenderlo en medio del ruido de tres guerras; el silencio censor en su ausencia de la tertulia de Pombo porque no soporta las vejaciones infringidas al mendigo Pirandello; el del cine mudo que tanto admiró; el silencio acongojado del recuerdo de un paredón donde asesinaron a su padre y a su hermano para desaparecer en el silencio de una zanja anónima; el silencio combativo de su exilio en revistas ocultas en las trastiendas de las librerías; el silencio de su vuelta a España; el de su insuperable timidez; y el silencio de su muerte. Acallemos, pues, el rumor de las voces en medio de los fastos funerarios y rindámosle homenaje leyendo sus obras. En silencio.