"Quisiera yo, si fuera posible (lector amabilísimo) excusarme de escribir este prólogo..." (Prólogo a las Novelas ejemplares, de Cervantes) |
Nunca me he hallado ante el brete de tener que
prologar un libro ajeno. Para ello debería yo contar con una autoridad
literaria de la que no gozo. Sobre todo el escritor novel suele buscar un
prologuista de cierto renombre para otorgarle a su libro un valor añadido. Así,
si en las librerías vemos una novela cuyo autor nos resulta desconocido, quizás
pasemos de largo el anaquel. Pero si la obra en cuestión incluye el prólogo de
algún prócer de las letras, entonces, a los ojos del lector, el autor desconocido
cobra de repente un interés que no tenía. Creemos erróneamente que si una
personalidad prestigiosa prologa el libro de Fulanito es porque Fulanito debe
de merecer la pena. Las editoriales, además, se encargan de dejar bien patente
el padrinazgo de la obra y, muchas veces, la tipografía del título y su autor y
la utilizada para informar sobre el reputado prologuista, suelen disputarse la
portada casi a partes iguales.
Cervantes, en el famoso prólogo a su Quijote
se quejaba irónicamente de la pedantería de los prólogos al uso, en cuya
ostentación de citas, latinajos y referencias cultas, se cifraba el magisterio
literario del autor, aunque éste no hubiera leído a ninguno de los literatos
que mencionaba. Hoy en día, no importa tanto lo que diga el prólogo como el
nombre de quien lo escribe, lo cual no deja de ser signo de los tiempos. Digo
esto porque he leído prólogos de escritores supuestamente relevantes tan malos,
como las obras a las que anteceden y, para eso, prefiero la hipocresía que
censuraba Cervantes que, al menos, tiene el descargo del disimulo.
Esto me lleva a la cuestión del embarazo que supone
para un escritor importante prologar un libro malo por expresa petición de su
autor. Es de todos conocida la benevolencia con que el prologuista suele redactar
su prefacio. De hecho, la etimología griega de la palabra “prólogo” nos explica
que ésta procede del prefijo “pro” (antes) y del nombre “logos” (palabra), es
decir, antes de la palabra, antes del texto. Pero el prefijo “pro” también
significa “en favor de”. Entran aquí elementos como el amiguismo o el deseo de
no perjudicar al prologado. Este favoritismo es algo que se le ha reprochado,
por ejemplo, a Rubén Darío. Por otro lado, negarse a prologar el libro es tanto
como decirle al autor el poco aprecio que se observa hacia su obra. Eso ya va
con el cargo de conciencia y los escrúpulos de cada cual. El prologuista
compromete su reputación si escribe un prólogo laudatorio a una obra que no lo
merece. Es lo mismo que le ocurre al crítico literario cuando, apremiado por
algún compromiso del que no puede desasirse por determinada razón imperativa,
algunas veces relacionada incluso con su propio puesto de trabajo, debe reseñar
positivamente un libro de escasa calidad, poniendo así en juego su credibilidad
y honestidad. Sabemos que los poemas por encargo de Quevedo son lo peor de su
producción poética. Lo deseable, desde luego, es conciliar el prólogo con la
sinceridad. Y cuando el parecer del prologuista coincide en el tono laudatorio
con la verdad literaria de la obra que se reseña, entonces, como oí decir una
vez al gran filólogo Prieto de Paula, la labor del prologuista es el mayor de
los placeres, limpia, entusiasta, cariñosa y sin ápice de intrigas e intereses.
El prólogo es, como afirma Stanislaw Lem en Un
valor imaginario, “un género esclavo de la obra a la que vive encadenado y
reclama para él su liberación y títulos de nobleza”. Esta aspiración ha sido
satisfecha en no pocas ocasiones: hay libros que merecen la pena básicamente
por su excelente prólogo. Jorge Luis Borges, por ejemplo, consiguió elevar el
prólogo a categoría de género independiente cuando publicó su recopilación de
prólogos titulada Biblioteca personal. De todos modos, el mejor
prólogo posible es el del propio autor del libro. Ese prólogo mental que es el
examen de conciencia de quien debe preguntarse si su obra merece siquiera la
letra de molde antes de comprometer al sufrido prologuista.