El proceso de desmitificación a que ha sometido Blanca
Portillo al Tenorio de Zorrilla adolece en mi opinión de dos defectos
insalvables. El primero de ellos parte de una falacia que la actriz y directora
quiere colarnos con calzador; consiste esta falacia en tomar como verdad
indiscutida que los españoles hemos acabado simpatizando con las atrocidades
que don Juan comete a lo largo de su vida disoluta; que miramos con indulgente
condescendencia las execrables acciones del personaje; y que hasta admiramos la
donosa desenvoltura con que lleva a cabo sus abominables conquistas. Y entonces
la Portillo tira de Zorrilla y en cada entrevista que concede, en cada folleto
de la obra y en cada representación de la misma enfatiza obsesivamente y hasta
el aburrimiento aquellos famosos versos puestos en boca de don Juan, que dicen:
“Por dondequiera que fui,/ la razón atropellé,/ la virtud escarnecí,/ a la
justicia burlé /y a las mujeres vendí./ Yo a las cabañas bajé,/yo a los
palacios subí,/yo los claustros escalé /y en todas partes dejé/ memoria amarga
de mí”. Y, claro, la Portillo se escandaliza al pensar que el imaginario
colectivo pueda tratar como héroe literario a quien con tan repugnante orgullo
presume de tales prendas. Hasta el diccionario de la RAE recoge una entrada con
el sustantivo “donjuán”. Pero es que Blanca Portillo no puede arrogarse con sus
prejuicios la opinión general de los españoles y mucho menos utilizar ese
prejuicio para justificar su versión teatral. Una cosa es que el personaje siga
ejerciendo una fascinación entre el público y otra que éste acepte la
inmoralidad de sus actos. Si don Juan resulta todavía una figura subyugante no
es por su depravación sino por esa
erótica del mal que desde siempre ha perturbado a los lectores y que convierte
a los personajes no en hombres sino en alegorías. Es lo que Baudelaire llamó la
“voluptuosidad única y suprema de hacer el mal”. Don Juan es un personaje
satánico (los versos de Zorrilla aluden a esa condición en numerosas ocasiones)
y su atracción no reside en la vulneración de los códigos éticos más
fundamentales, sino en la fuerza arrolladora de un espíritu que no es de este
mundo.
El segundo obstáculo infranqueable de esta nueva
versión es aún más demoledor: el propio texto de Zorrilla. Mientras don Juan no
ha sido tocado todavía por la conmoción redentora del amor, la versión de
Blanca Portillo funciona bien y consigue su propósito desmitificador: muestra a
un don Juan bravucón y despreciable y exagera odiosamente sus vicios como
hombre. Acertadísima es la escena donde doña Inés lee la famosa carta de amor;
mientras en su ingenuidad recibe las palabras encendidas de la misiva, en un
rincón del escenario se representa a don Juan escribiendo esa misma carta en un
punto cronológico anterior mostrando a través de sus gestos que las palabras de
amor que escribe son en realidad pura retórica y falsedad. Pero en cuanto don
Juan se enamora, el aparato deconstructor de Portillo se desmorona. El texto de
Zorrilla es meridianamente claro y no da lugar a equívocos: don Juan se
arrepiente sinceramente. ¿Qué hacer ante este don Juan humanamente arrepentido
si lo que se pretende es destruirlo como icono? La única opción es alterar el
texto, cambiar el final. Pero Portillo desea respetar el original y esto es
totalmente incompatible con su propósito. El resultado es una representación
incoherente, forzadísima, que tiene su sonrojante culmen al final cuando doña
Inés, tras perdonar a don Juan, escupe ilógicamente sobre su cadáver. E
instantes antes, el propio actor que encarna a don Juan, interrumpe la
actuación para interpelar al público y reprocharle la injusta espera de la
salvación del héroe. El producto final es así un quiero y no puedo. Y, además,
esa vocación exhibicionista de izquierdismo feminista y militante anula otro
valor muy de la izquierda buenista: el derecho a las segundas oportunidades. ¿O
es que la reinserción es plausible para el violador, el pederasta o el etarra
de turno y no lo es para don Juan enamorado?