sábado, 30 de marzo de 2013

199. Los otros sobres




 
 Escribo estas líneas poco después de haber concluido el segundo trimestre académico. Hace unas horas, todavía en el instituto, alguien ha dejado en mi casillero un fajo de folios. Son los boletines de notas de mis tutorandos. He pedido unos sobres en secretaría. Después, he recogido los informes y me los he llevado a la gran mesa común de la sala de profesores. Apoyados sobre ella, algunos compañeros se afanan en sus correcciones, mientras otros conversan con acaloramiento sobre las vicisitudes de la profesión. Yo me centro en los boletines. Uno a uno los reviso, repasando las calificaciones. Durante esta tarea, seguramente se dibuja en mi rostro un signo comedido de satisfacción, que inevitablemente alterna, conforme paso al siguiente boletín, con algún otro mohín sombrío. Después firmo el boletín, doblo el papel en varios pliegos y, cuidadosamente, lo introduzco en su sobre correspondiente, en uno de cuyos dorsos, he escrito el nombre del alumno con esa vieja caligrafía escolar que sólo utilizo ante mis estudiantes.
Hoy, que tanto hablamos de sobres infames y vergonzantes, pienso en estos otros sobres donde se cifra el futuro de tantas cosas y en cuyo interior se guarda la esperanza de nuestra sociedad. Y creo que si invirtiéramos nuestros esfuerzos comunes en cuidar y mejorar nuestro sistema educativo, en buscar la excelencia académica y ciudadana de nuestros alumnos, quizás los sobres de todos los bárcenas de nuestro país estarían vacíos como sus conciencias.
Porque para sobres, yo me quedo con el que manda Lázaro de Tormes a aquel “Vuestra Merced” para contarle todos sus infortunios y adversidades, que esos son los únicos pícaros que necesitamos, los literarios. Hoy, una concepción errónea de la picaresca española aplaude con condescendencia la sinvergonzonería, como si se hallaran meritorias todas las pequeñas triquiñuelas con que se vulnera la norma, mientras las conductas rectas e irreprochables pasan desapercibidas porque deben de resultar muy aburridas. Otros sobres tienen que ser los nuestros, como los que se mandaban los eternos amantes Abelardo y Eloísa (entonces serían pliegos) con sus frases encendidas de fervor y lealtad y no los que contienen el dinero de la exclusiva del último montaje amoroso de la prensa rosa. Queremos abrir los sobres de Vargas y Meneses en su lucha por liberar a Cornelia de las cárceles de la Santa Inquisición, en Cornelia Bororquia,  con su censura del autoritarismo y la injusticia, y no los sobres  con la resolución judicial que condena con la cárcel el hurto de una madre desesperada; los sobres de Gazel, Ben-Beley y Nuño de las Cartas marruecas, con su visión crítica, constructiva y tolerante, y no los sobres que guardan el discurso parlamentario del “y tú más”; vengan los sobres de don Luis en Pepita Jiménez, que encierran la hondura de un alma sensible y profundamente humana, y quémense los que esconden los contratos de la última bazofia televisiva donde el mayor mérito es ver tirarse desde una piscina a Falete; abramos los sobres que se envían Mákar y Varenka, en Pobres gentes, cuya relación epistolar es el único asidero para soportar la penuria económica de sus vidas desgraciadas, y despachemos los sobres que esconden el acta del último desahucio; que las mujeres le quiten el lacre a los sobres que contienen las Cartas literarias a una mujer, de Bécquer y, en cambio, denuncien la lacra del último sobre con las amenazas de un cobarde; abramos las epístolas y hagamos fundir las pistolas; pongamos de una vez, con Gabriel Celaya, Las cartas boca arriba para refundar el mundo y ponerlo boca abajo.
La mañana siguiente amanece lluviosa. En el aula, mis alumnos abren el sobre con sus notas. Y hay, en ese acto simple y trivial, una alborada nueva que se impone a la monotonía de la lluvia sobre los cristales.

A mis alumnos del IES Ramon Barbat, en quienes cifro mi esperanza.

sábado, 16 de marzo de 2013

198. Apócopes.


 
 
Vale que escribamos más rápido si utilizamos un boli que si utilizamos un bolígrafo. Concedamos que cuesta menos ir al cine que ir al cinematógrafo. Aceptemos que llegamos antes si montamos en moto o en bici que si lo hacemos en bicicleta o motocicleta. Que se hace antes una foto que una fotografía. Que se oye antes una radio que un radiorreceptor. No lo digo yo. Lo dicen los gramáticos de la RAE. Le llaman apócope o acortamiento y ahora se puede decir sin temor a errar que lo enseñan (o lo enseñaban) en el cole, vocablo recogido ya en el próximo diccionario. A esto se le llamaba antes “ley del mínimo esfuerzo” y luego el lingüista André Martinet difundió la más eufemística acuñación de “principio de economía lingüística”, que es una manera fina de legitimar la holgazanería verbal.

La cosa tiene su miga, no se crean. El experto fonetista Philip Lieberman concluyó que un hablante inglés que pronuncia la [u] de la palabra two, abocina los labios 100 milisegundos antes de empezar a pronunciar la vocal. Según Belinchón, Rivière e Igoa, se sabe que la articulación del habla oral implica la movilización y coordinación de cerca de 100 músculos distintos. Como consecuencia de tamaño esfuerzo, el hablante tiende a una indolencia instintiva basada en la mayor productividad con el menor coste posible, algo así como la reforma laboral de Rajoy pero aplicada a la lengua.

Pues eso, que no es pereza, que es economía verbal y energética, no vaya ser que nos herniemos. Ahora bien, tampoco nos pasemos. Porque hoy día vamos al cole a aprender con los profes las Mates, las Socis, las Natus y el Caste y luego vamos al insti donde nos las enseñan de verdad, y después quizás vayamos a la uni pero allí nos hacemos rastas y en lugar de estudiar nos vamos a la mani para protestar ¡contra los recortes!, muy progres, excepto las niñas bien que se emperifollan (y otras cosas con aféresis) y van a la pelu con sus amigas la Mari, la Tere, la Trini y la Fulgen y se ponen minis para echarse un cari que la suba en su moto y así poder presumir delante de las compis. Y alguna sueña con ser actriz y salir en la tele pero la engañan porque el casting era para una peli porno y entonces se frustra y le entra la depre y toma pastis que la dejan grogui. Las amigas la animan y se la llevan de vacas a Barna (esto sería una síncopa) y bailan en las discos de moda y del calor le da un yuyu, se la llevan al hospi, le hacen un electro, todo perfect, y cuando abre los ojos, ahí está la ilu de su vida, con su bata blanca. Amor a primera vista. Se casan, tienen hijos, éstos crecen y primero van a la guarde y luego al cole y después al insti donde el profe de Caste enseña tonterías como las apócopes.

No se trata de fomentar el apocalíptico panorama que algunos vaticinan para la lengua, debido a su evidente empobrecimiento. Las lenguas siempre han resistido los usos incorrectos de los hablantes y el apócope, como otros mecanismos morfológicos que van contra la norma, no va a afectar a la estructura esencial del idioma. Entre otras cosas, porque el hablante es consciente de que el mecanismo del que se vale no es normativo y sabe corregirlo cuando el contexto se lo exige. Pero sí resulta sintomático comprobar cómo las tendencias lingüísticas de los hablantes, descuidadas y perezosas, son un reflejo de la cada vez más acuciante desidia por todo aquello que suponga un esfuerzo añadido. El otro día, en el tren, un viajero hablaba por teléfono a voces y repetía continuamente: “¡Qué malro!” Cuando descubrí que quería decir “qué mal rollo”, tuve que girarme para observarle la cara, como intentando escrutar, al modo de aquellos frenólogos del siglo XIX, la tara fisonómica causante de tal desafuero lingüístico. Aproveché para reprocharle el volumen de la voz. Seguidamente, bajó el tono y escuché que le decía a su interlocutor telefónico: “Nada, que me ha mandado callar un carca”.

domingo, 10 de marzo de 2013

197. La marca del meridiano


Si damos por bueno aquel criterio cervantino que salvaba de la hoguera los libros donde los caballeros comen, duermen en sus camas y hacen testamento antes de morir, entonces La marca del meridiano, de Lorenzo Silva, superaría la criba del famoso escrutinio del cura y el barbero. La cita quijotesca no es gratuita como ya habrán adivinado los atentos y avezados lectores que hayan terminado el libro, en cuyo tramo final, el brigada Bevilacqua siente su descalabro vital en la playa de Barcelona como también lo hiciera Alonso Quijano.

Efectivamente, nada hay de ostentoso en las acciones del protagonista principal. A Bevilacqua no le asiste ningún don especial más allá de su experiencia, la constancia en el trabajo y un equipo bien coordinado. No es un héroe de leyenda, porque bastante tiene con las heroicidades que las vicisitudes cotidianas le exigen. Ni siquiera la resolución del nuevo caso es del todo suya ni se adorna con la contemplación de la última explosión, la cara sudorosa y rasguñada, el brazo sujetando el talle de la chica, mientras la cámara se aleja lentamente para su épico plano general entre el éxtasis musical de violines y percusiones. No. Nada de eso hallará el lector en la novela. Podrá decirse que esto no supone ningún descubrimiento y que otros insignes detectives novelescos ya antes que Bevilacqua habían adoptado ese realismo desgarbado. Pero pienso que también ha habido cierto exhibicionismo en la configuración del policía solitario, alcohólico y existencialmente frustrado que no percibo en Bevilacqua. Lorenzo Silva crea así un personaje en cuya radical normalidad se cifra precisamente su originalidad y la huida del tópico, sin renunciar, eso sí, a un cierto quijotismo utópico en el ideario de Bevilacqua, que la inquina de los años podría haber malogrado. Desde ese punto de vista, la vocación idealista de Rubén sigue siendo la misma que la que se destilaba en El alquimista impaciente

Bevilacqua, consumado lector y fan de Gino Paoli (lo que debiera suponerle directamente el ascenso a teniente general) alterna la narración de los avatares de su investigación, verosímiles hasta el necesario prosaísmo, con las sabrosas digresiones con las que interrumpe brevemente la trama argumental, procedimiento, por cierto, también muy cervantino. Estas digresiones crean una complicidad con el lector que remansa la acción sin hacerse enojosas. Al contrario, las reflexiones de Bevilacqua son tan importantes como la acción misma. Gracias a ellas, se abordan temas transversales como la crítica política y social, no sin cierto ácido humorismo, o inquietudes que atañen a los recovecos del alma. Entre los primeros, sorprende gratamente la autenticidad sin ambages ni medias tintas con la que se trata el problema entre Cataluña y el resto de España, ya que la investigación del guardia civil se lleva a cabo, sobre todo, en la provincia de Barcelona.

El estilo de Lorenzo Silva es ágil, sin abusos líricos, y sabe medir los tempos para evitar la precipitación en las que suelen incurrir últimamente la novela y el cine. Quizás puedan mejorarse los diálogos, algo impostados en alguna ocasión. Y a mí también me chirría la inclusión del vocabulario tecnológico. Palabras como “facebook”, “e-book”, “i-pod” y otros siguen resultándome desagradables polizones que, con su insolente descaro de advenedizas, incomodan, profanan y afean el lenguaje literario. Pero esto, claro está, es un juicio que responde a un gusto personal, seguramente algo purista, y no es demérito del autor, que debe acudir a estos términos para cincelar con verosimilitud el friso realista que se propone.

La marca del meridiano, en fin, tendrá buen cobijo en las bibliotecas de los modernos donquijotes. Y, volviendo a la cita cervantina del inicio, intuyo que a Vila aún le falta algún caso más  para firmar su testamento. Para bien de curas y barberos. O para bien de Chamorro…

miércoles, 6 de marzo de 2013

196. No pasó nada




Se cumplen 40 años del comienzo de la dictadura del general Augusto Pinochet en Chile. Son muchos los escritores del país andino que han plasmado en sus obras la complicada situación que se vivió tras el derrocamiento de Salvador Allende, reacción natural si consideramos que una de las  funciones  de la literatura es servir como espejo de la realidad social.
No pasó nada, de Antonio Skármeta, se engloba dentro de las obras que durante los años 80 intentaron denunciar la tremenda situación que se vivía en este país, pero destaca por su planteamiento, pues los hechos son relatados por un joven de catorce años, Lucho, que ha tenido que refugiarse en Berlín con su familia, pues sus padres eran activistas de izquierdas en el momento en que Pinochet se hizo con el poder. Se plantea, por tanto, el tema del exilio pasado por el tamiz de los ojos inocentes de un niño que experimentará un proceso de transformación en adulto. Se trata, por consiguiente, de una novela de aprendizaje en la que el narrador-protagonista, a través de sus peripecias vitales, traza una radiografía de la difícil situación por la que pasaron miles de chilenos al verse obligados a emigrar de su país. En este sentido, el golpe de Estado es descrito por Lucho como la frustración de sus sueños, como un manotazo duro que obligó a sus padres a vivir refugiados en la melancolía del que se siente un intruso en un país extraño, frío, tan distinto a su amado Chile.
Así, Antonio Skármeta plantea la confrontación entre el mundo de la nostalgia en el que se atrincheran los progenitores de Lucho y los deseos de adaptarse a una nueva vida de los jóvenes que, sin olvidar sus raíces, desean sentirse aceptados por la nueva sociedad en la que vivirán el despertar de su conciencia adulta. Estos jóvenes son conscientes de que sus vidas han cambiado: “mi papi nos dijo que desde ahora en adelante se había acabado la niñez para nosotros”, pero, tras un lógico período de tristeza, se acomodan a su nueva realidad.
A través de la vida cotidiana de Lucho, somos testigos de los sinsabores que sufrieron los exiliados, como la dificultad para encontrar empleo, la complicación para aprender un nuevo idioma y la necesidad de recurrir a sus hijos como intérpretes,  la escasez económica, el hambre, la tristeza y la impotencia por estar alejados de los compañeros que seguían luchando por una causa justa, el racismo y la melancolía. Ahora bien, también se nos muestra el lado más activo de estos exiliados que no dudan en unirse para recaudar fondos para la Resistencia y en manifestarse y difundir en Berlín  la realidad de ese país “tan flaco” que muchos ni conocían. Los hijos de estos exiliados participan activamente en estos actos, pintando carteles para la marcha contra la Junta militar, recogiendo donativos y entonando consignas a favor de la libertad. Viven, por tanto, una realidad en la que Chile no desaparece de sus mentes pero que hacen cohabitar con su vida alemana. En este sentido, el lector es testigo del despertar sexual de Lucho, de su primera decepción amorosa tras la traición de Sophie, del hallazgo de la amistad verdadera, de la reivindicación de su propio yo tras la pelea que mantiene con Michael y del descubrimiento del amor verdadero en la figura de Edith.
Estos avatares existenciales se van intercalando con las críticas a la dictadura de Pinochet y con las alusiones a las consecuencias que trajo consigo: subida de precios, fusilamientos, despidos, jueces corruptos, hambre… Se podría, por tanto, considerar que es una novela que peca de maniqueísmo, mas consideramos que esta calificación queda atenuada al haber elegido Skármeta a un narrador adolescente, cuyos juicios en construcción, impiden una parcialidad, digamos, de tesis. Lucho relata lo que ha vivido y lo que sus padres le han contado, algo lógico dada su temprana edad. Se trata de un personaje entrañable, como es habitual en el universo skarmetiano, que se gana la complicidad del lector haciéndole partícipe de sus aventuras cotidianas y de su crecimiento como persona, de la búsqueda de su propia identidad sin olvidar sus orígenes, pero aprendiendo a pensar  por sí mismo.
En definitiva, Antonio Skármeta en No pasó nada renueva el tema del exilio al tomar como narrador al hijo de los adultos que lucharon contra Pinochet, a esa segunda generación que navegará entre torrentes de nuevas ilusiones que les ofrece el país de acogida y el afecto a  un país azotado por la tempestad política y social.  Todo ello envuelto por una aureola de cariño de quien ha sufrido el exilio en su propia persona, desde la experiencia vital de quien conoce de primera mano el dolor por el abandono de la patria, de quien sabe lo que es “militar en guetos de melancolía”.

sábado, 2 de marzo de 2013

195. Colaboradores



Decía Antonio Muñoz Molina que, “a veces, en los periódicos, uno manda un artículo y nadie responde: como si se mandara lo escrito a una máquina y la máquina se encargara de publicarlo”. Y hay algo de verdad en ello. El colaborador periodístico es ese correo electrónico con archivo adjunto que llega puntual a la bandeja de entrada del encargado de contenidos y que se deja en barbecho hasta mejor ocasión. Acuciados los periodistas por la frenética urgencia de la mesa de redacción, los correos del colaborador son unos pequeños nudillos golpeando tímidamente, como si molestaran, la puerta del despacho del jefe de redacción, que dice: “luego, luego…”. Si, además, el columnista es externo, no forma parte de la plantilla, nadie en el periódico lo ha visto en su vida, no se llama Antonio Muñoz Molina, publica una vez por semana y, encima, se atreve a escribir sobre libros y reflexiones literarias, entonces hay que asumir pacientemente el barbecho con la austera disposición de la tierra de labrantío que espera su semilla. Sin embargo, siempre, indefectiblemente, acaba uno viéndose el careto en la página treinta y tantas de la sección cultural.

Ya pasó el tiempo en que reenviaba el artículo a todo quisque en el periódico por si no había llegado y reclamaba, preocupado, el acuse de recibo. Uno, que es profano en esto de las tripas del mundo periodístico, acaba acostumbrándose a la mecánica.

Se dice que la calidad de un periódico está en la calidad de sus colaboradores. No diría yo tanto o, al menos, no lo diría en términos tan categóricos. Pero es cierto que hay lectores que compran un determinado periódico por el gusto de leer a un determinado columnista, incluso aunque el credo ideológico del lector y el del diario sean diametralmente opuestos. Esto siempre que la línea editorial del periódico no censure a sus colaboradores, que casos los ha habido, lo cual es un gran error porque la pluralidad de los columnistas enriquece el ágora del periódico, genera debate y no proscribe al diario a un sectarismo de cortas miras.

Por lo general, el colaborador cultural, si no es una firma prestigiosa, no cobra por sus artículos. Su contribución es, pues, generosa y sus mejores honorarios son la divulgación de la cultura, que siente como un apostolado necesario. La tonta vanidad de verse la foto presidiendo su columna les aseguro que dura un par de semanas. Luego, la vocación divulgativa se impone. Yo no pondría foto si no fuera porque me lo piden. Además, no tengo porte interesante para la foto. No sostengo un bolígrafo o unas gafas ni me acodo sujetándome la barbilla con la mano ni esas cosas que dan cierto aire intelectual al asunto. Mi foto son mis textos.

El pasado 21 de febrero, el “Cura y el barbero”, mi columna semanal del Diari de Tarragona, cumplió 3 años. Luchando tenazmente contra la tiranía de los 3500 caracteres, que tanto encorseta las necesarias creatividad y voluntad de estilo del colaborador, sigo creyendo que la prensa debe ser el altavoz de la cultura. Y, aunque uno se siente un poco solo en esto, resulta que un día M.Victòria Bertran te dice que te lee siempre y que hoy te has superado; Xavier Fernández bromea sobre las misas del cura y los trasquilones del barbero; Núria Pérez y Mar Cirera responden solícitas y amables a tus alarmas de erratas; Antoni Coll te felicita por aquel artículo de Galdós. También los hay que un día se despiden, como Isaac Albesa, y su nombre, que el “Gmail” te completaba en la barra de destinatarios como una costumbre que parecía inamovible, te recuerda lo mudable que es la vida. Y luego están los lectores, cuya fidelidad acicatea el ánimo. Y, al fin, resulta que el triste y solitario colaborador recibe su acuse de recibo. Muchas gracias a todos.
Mi primer artículo en el Diari de Tarragona, el 21 de febrero de 2010, dedicado a Tranvía a la Malvarrosa, de Manuel Vicent. Entonces disponía sólo de unos 500 caracteres. Hoy disfruto de algo más de 3500 (una media plana). Y nuestro blog. Siempre nuestro blog.