Una habitación de paredes blancas listadas en su parte superior por una sobria cenefa de madera; en la pared del fondo, una puerta de dos jambas, cerrada a cal y canto y que debe dar acceso a un balcón; flanqueándola por la izquierda, una librería baja de tres cuerpos: en el central, móvil, rebosan los libros dispuestos sin orden aparente; los cuerpos superior e inferior esconden sus secretos tras sendas puertas a llave; quizás algunos legajos importantes que no puedan quedar a la vista de cualquiera, aunque esto es ponerse romántico. Coronando el mueble, más papeles y un cuadro que representa una figura masculina, de corte clásico, en disposición de leer. A la derecha del balcón, un archivador; a éste lo corona una imagen femenina que se antoja alguna donna angelicatta, pero, desde esta ventanita del tiempo, no lo puedo asegurar. Frente al balcón, una mesa de estudio, repleta de documentos y un flexo; sus patas salomónicas que, apurando la metáfora mobiliaria, podrían dar buena cuenta de su sabio dueño, descansan sobre el suelo de madera. Todo en la estancia invita al estudio y al recogimiento: la luz mate, la austeridad ornamental, enemiga de la distracción, la acogedora madera oscura. En el centro, el suelo está ya cubierto por una alfombra; sobre ella, una mesa más humilde que la anterior con una antigua máquina de escribir. Un niño de apenas dos años, rubio, de pelo lacio y arremolinado, se encarama a la misma desde la silla en que le han sentado. Le asiste en su empeño la eterna curiosidad infantil y un cojín dispuesto en la base del asiento. De pie, un hombre de traje y corbata, con barba venerable, promimente, incipientemente canosa, observa las operaciones mecanográficas del pequeño y hasta parece que le orienta sobre la posición que deben adoptar los dedos sobre el teclado: "el dedo meñique para la letra Q", parece decirle. En el rostro del hombre se percibe la ternura que transmiten las cosas sencillas. Este hombre es don Ramón Menéndez Pidal. Y estamos en su casa. El retoño es Diego Catalán, su nieto.
Bien se ve que el nieto seguirá los pasos del abuelo. Y así ha sido. El empeño de Menéndez Pidal por crear la compilación "definitiva" del Romancero, sus estudios inigualables sobre la historia de nuestro idioma o la atención a las crónicas medievales como fuente para desenterrar los cantares de gesta perdidos, han sido perpetuados por Diego Catalán mediante numerosos trabajos de campo o ediciones preciosas sobre la materia. Títulos significativos son el Romancero panhispánico, que él mismo coordinó, o la Historia de la lengua española, publicada en 2005 y que es la culminación de la labor de reconstrucción llevada a cabo durante décadas por su abuelo. Por no hablar de los cariñosísimos homenajes que ha dedicado a Don Ramón con cada cuidada reedición de sus obras, pienso ahora en La leyenda de los infantes de Lara, el primer libro del ilustre gallego.
Diego Catalán murió el 9 de abril de 2008 en Madrid, alejado del corsé academicista, individualizado como científico tras el parapeto de su propio método, asistido siempre por la mejor escuela que pudo tener como referente, la de su abuelo. Sin embargo, Diego Catalán parece seguir entre nosotros. Y no es éste el tópico al uso que se utiliza para hacer presente, a través de su obra, a un autor desaparecido. No, no. Es que Diego Catalán tiene un blog. El seguidor de un blog suele pasarse por la bitácora de vez en cuando para ver si hay algún artículo nuevo colgado. Porque detrás de un blog, siempre hay alguien que escribe. Y ahí está Diego Catalán, que con regularidad, desde marzo de 2009, nos va regalando un artículo sobre su última obra: La épica española. Nueva documentación y nueva evaluación, que aún no he leído pero que se antoja apasionante. Este libro, editado por el Instituto Universitario Menéndez Pidal, cuesta unos 72 €. Pero Diego Catalán quiso que estuviera al alcance de todos desde su blog, al igual que ha hecho con el Romancero de la Cuesta del Zarzal o el Arte poética del Romancero Oral. Resulta conmovedor pensar que alguien que pasó su vida queriendo darle al pueblo lo que era del pueblo, su patrimonio poético, el Romancero, ofrezca ahora su obra al mundo a través de esos otros juglares, también anónimos, ese grupo de ciudadanos partidarios de la cultura libre, sin canon, ni canonjías, ni derechos de autor, que trabajan sin ánimo de lucro, secundando este proyecto iniciado por Diego Catalán. Bello, bellísimo este nuevo mester.