lunes, 10 de marzo de 2025

682. Limpiar el polvo después de Simone de Beauvoir

 


Hasta hace bien poco, la novela de Francisca Aguirre, Que planche Rosa Luxemburgo, era una de esas pequeñas joyas inencontrables ni siquiera disponible en las librerías de viejo. Gracias a la editorial Carpenoctem, el libro ha vuelto a ser reeditado, 30 años después de que obtuviera el Premio Fermina Galiana de novela corta, con la incorporación ahora de un lúcido y combativo –casi indignado– prólogo de la escritora Clara Morales.

Este pequeño gran trabajo de Francisca Aguirre es la demostración palmaria de que se pueden adoptar firmes posiciones feministas sin acudir al tono panfletario o al eslogan facilón. Efectivamente, en esta novela autobiográfica, la autora plantea, desde una sencillez elocuentísima y desde un fino sentido del humor, toda la desazón de una mujer que ha asumido como inevitable el rol que la sociedad lleva imponiéndole desde tiempo inmemorial. Y todas esas reflexiones las lleva a cabo mientras realiza las monótonas tareas del hogar, descritas con desacomplejado pintoresquismo. Todas las diatribas feministas, enarboladas en quiméricos tratados teóricos, bajan aquí al polvo mismo de los muebles que hay que limpiar, a las arrugas de las camisas que hay que planchar o a la tortilla de patatas que hay que cocinar. ¿Dónde ha quedado la revolución para las mujeres que planchan? ¿Qué guarda la Historia para ellas, aplastadas por eso que se ha dado en llamar «la jerarquía de los problemas»? El mundo entre muselinas de Memorias de África en nada se parece a la jungla de la vida real. La frasecita que reza que, después de leer a Simone de Beauvoir, ya no se puede limpiar el polvo está muy bien para soltarla desde la tribuna, pero el polvo se acumula, precisamente, sobre los libros feministas de los anaqueles de casa. De Horacio, su marido, heterónimo del poeta Félix Grande, que nunca plancha sus camisas y, por supuesto, tampoco las de ella, se habla con la resignación de la esposa abnegada que tolera sus infidelidades y que se ahoga en la crisis de la mujer madura que no puede competir ya contra las muchachas jóvenes. El vacío vital del ama de casa, acrecentado paradójicamente cuando las tareas del hogar están ya resueltas, la lleva al anhelo de otra vida, pero también a la contradicción de continuar con la que tiene. Pero las rejas del balcón se imponen con su simbolismo presidiario. La vida llamada «propia» la lacera con ese adjetivo que no siente suyo; ni siquiera la excedencia que se ha pedido para poder escribir la exonera (quizás incluso menos, ahora que no trabaja) de sus «obligaciones» domésticas. Y en mitad de todas esa grisura, y de la banalidad del televisor o de la casposa moda musical, «la lámpara de Aladino», a cuya luz, nuestra escritora lee (el libro está trufado de decenas de referencias literarias muy bien traídas) o escucha música clásica. Otras veces, se refugia en el pasado, como su añoranza de Argentina o aquella tarde de libertad, de joven, cuando escuchaba la melodía de una radiogramola callejera que invitaba a estrenar el mundo. Aunque el pasado también trae el recuerdo de su padre asesinado por el franquismo o la infancia parisina, antes de marcharse a Le Havre, que refutaba crudamente el título de la famosa novela de Hemingway. La evocación del padre muerto aparece en numerosos capítulos: especialmente memorable es el titulado «Todo es mentira», donde la compulsión de la autora por comprar flores y cuidarlas es el trasunto de su obsesión por mantener inmarcesible lo que está condenado a morir. Otros temas jalonan el libro, como la precariedad laboral, el lastre honroso del cuidado de los ancianos familiares enfermos o los conatos de rebeldía contra el destino inevitable. Aunque la sensibilidad de hoy recriminaría a Aguirre su aparente conformismo, cabría preguntarse si, a pesar de todos los avances en materia de igualdad, el libro no nos sigue interpelando.

domingo, 2 de marzo de 2025

681. Piatkun sin escapulario

 


Debemos a Robert Juan-Cantavella la creación de un nuevo tipo de personaje literario: el actor de novelas. Así como existen actores de cine, contratados por directores o productoras para los rodajes, Franco Piatkun es empleado por los escritores de novelas para sus «novelajes», pues todo nuevo oficio requiere de sus neologismos. Piatkun entronca así con esa larga tradición de personajes emancipados, como aquel Augusto Pérez que creara Miguel de Unamuno en Niebla, o los seis personajes en busca de autor que Pirandello imaginara para la obra del mismo título. Es cierto que la naturaleza de estos antecedentes literarios es algo distinta, pues nacieron de la fantasía de sus autores mientras que Piatkun es un ser de carne y hueso que trabaja para ellos, pero todos coinciden en su anhelo de existir y de forjar su propio destino más allá del amarre que los limita. Claro que, esta profesión de Piatkun, como todo lo que concierne a su persona, debemos ponerlo en cuarentena, pues quien nos lo cuenta es el mismo Piatkun desde un sanatorio mental en Vulturó. Escenario, por cierto, que tanto me recordó al Berghof, de La montaña mágica, no solo por su altura (Vulturó se halla en la comarca del Alt Urgell, en Lérida), sino por el desquiciamiento de sus protagonistas durante el tercio final de la novela. Todo lo que sabemos de Piatkun se reduce a lo que él escribe en diez cartas dirigidas a cineastas y escritores muertos: Werner Herzog, Segundo de Chomón, Laurence Stern, Allan Poe, Melville, Pushkin, Stevenson y Gógol. Gracias a estas cartas sabemos que Piatkun es natural de Toledo; que su madre, con la que mantiene una relación edípica y que marcará su futura relación con las mujeres, se dedica a la enseñanza de la música con cuencos tibetanos; que su padre regenta una cuchillería turística; que su tío-abuelo fue el famoso ciclista Martín Bahamontes; su afición por las chapas y por la música disco de los años 70, 80 y 90 y, sobre todo, su adscripción a la Banda de los Monaguillos, dirigidos por el cura Lucio, el sacerdote de la catedral de Toledo que reivindica un ejercicio purista de la liturgia y que tal vez influya decisivamente en Piatkun cuando, al explicarle la milagrería de los detentes, obre en él ese peligroso sentimiento de invulnerabilidad en el refugio de la ficción que acabará volviéndolo loco y que es piedra angular de esta novela. Esta banda, donde Piatkun halla a sus primeros amigos, tendrá un protagonismo determinante en la entrada de nuestro personaje en el sanatorio cuando, años más tarde, en Barcelona, decidan salvar al mundo del Apocalipsis. En las cartas, Piatkun está obsesionado por demostrarle a esos escritores para los que ha trabajado que todos han sido plagiados alguna vez, en lo que yo he interpretado como un canto al milagro de la intertextualidad, más allá del interés estructural de esa obsesión: Piatkun quiere asegurarse de que su propio plagio tendrá éxito, pues desea copiar a El conde de Montecristo para su proyecto de fuga del sanatorio. En las cartas, Piatkun adultera algunas obras de la literatura universal o amplifica los argumentos con las aventuras de los personajes secundarios que él interpreta (frustración ésta, la de su eterna condición de segundón, que se une a la lista de experiencias traumáticas que va acumulando). Otras veces incurre en anacronismos o se arroga la responsabilidad del canon literario de occidente gracias a los consejos que él mismo ha dado a los escritores de turno. La novela es, además, un homenaje a Gógol, el autor con el que más veces ha trabajado Piatkun, y puede leerse también como un catálogo de bellísimas estampas exegéticas de las decenas de novelas que desfilan por sus páginas, invitándonos asimismo al descubrimiento o a la relectura de los clásicos. La novela es también un juego casi metafísico de la identidad (el Piatkun que trabaja como actor de novelas es, a su vez, un personaje de la vida real inserto en la propia novela de Juan-Cantavella). Con una prosa burbujeante, fresca y humorística que, sin embargo, no renuncia a su corte clásico, Detente bala aborda los límites entre la locura y la ficción a través de un inolvidable letraherido que, pese a su censurable corrupción moral, no deja ser un pobre diablo desvalido cuyo escapulario no ha podido detener la bala definitiva.

domingo, 23 de febrero de 2025

680. Cuatro por cuatro, veinte.

 


La compañía Ron Lalá lleva más de dos décadas deleitándonos sobre los escenarios y para celebrar tan longeva trayectoria nos ofrece un espectáculo que aúna las mejores escenas de sus cuatro primeras obras. 4x4 no es solo un homenaje a sus inicios sino también la constatación de que su forma de hacer humor sigue estando vigente, de que soporta el paso del tiempo sin que se haya convertido en un humor trasnochado o alejado del público. Las carcajadas de su fiel cofradía dan buena cuenta de ello. Pero, además, el buen hacer de Álvaro Tato, dramaturgo de la compañía, y del director Yayo Cáceres, consigue que entre los cuatro números se perciba una sintonía, un ensamblaje perfecto que nos lleva de uno a otro casi sin darnos cuenta, permitiéndonos así tener una sensación de unidad.

Estos juglares del siglo XXI corroboran con 4x4 que su ADN teatral incluye la música, el verso y el humor como componentes fundamentales de su forma de entender el hecho teatral. Y es que su teatro se puede definir como una fiesta total que les ha llevado a recibir galardones tan importantes como dos Premios Max y un Premio Talía, entre otros.

4x4 permite, además, un acercamiento a los orígenes de Ron Lalá a aquellos espectadores que conocieron a la compañía a partir del éxito arrollador que alcanzaron con piezas tan icónicas como En un lugar del Quijote o la deslumbrante Cervantina y que, por tanto, no tuvieron la oportunidad de ver las primeras obras en escena cuando se estrenaron, entre 2005 y 2012: Mi misterio del interior, Mundo y final, Time al tiempo y Siglo de Oro, siglo de ahora. Los cuadros seleccionados tratan temas que siguen interpelando al espectador, como la búsqueda del sentido de la vida, la indagación sobre el yo y la identidad, el paso del tiempo y su personificación como un trilero que nos engaña siempre, el fin del mundo, el uso de internet y de las nuevas tecnologías, el concepto de antiayuda frente a la consumidísima autoayuda… Temas profundos tamizados en el cedazo de un humor crítico,  de un ritmo trepidante y de la música, lo que nos regala escenas inolvidables como, por ejemplo, el hombre que solo habla con palíndromos, el viaje en taxi que simula un viaje por la vida del ser humano o la ingeiosa conversación entre una abeja y una flor, sin olvidar momentos más folklóricos cuando el personaje de Perilla de la Villa entona tangos, alegrías y bulerías, haciendo así un homenaje fresco y desenfadado al “falamenco”. Mención especial merece el número de Siglo de Oro, siglo de ahora en el que el público se será testigo de la permuta entre Cervantes y Shakespeare mientras escribían sus obras o con la recreación de una escena en la que presenciamos la desolación del amante desconsolado, que cuenta con la participación del público y sirve de broche de oro para el espectáculo.

Ron Lalá demuestra, pues, que es posible tratar temas importantes y honrar a nuestra mejor literatura desde el prisma del humor, con un optimismo que nos ayuda a escapar de la grisura y de la mediocridad de la realidad circundante. Los cinco actores, Juan Cañas, Miguel Magdalena, Daniel Rovalher, Diego Morales y Luis Retana, desprenden autenticidad en sus buenísimas interpretaciones, se nota que se divierten durante la representación, lo que produce una sintonía con el público, una sinergia muy especial que traspasa la cuarta pared y que provoca que quien los ve, se convierta en ronlalero para siempre. Que ese limón con alas con que timbra la compañía su emblema siga revoloteando por los escenarios veinte años más y continúe regalándonos ese valioso presente que es la risa.

 

lunes, 17 de febrero de 2025

679. Veinte años en el vértigo

 


Mi relación con la Editorial Funambulista se remonta al año 1991. Yo era un adolescente de 14 años, cursaba 1.º de BUP y la Editorial Funambulista no existía. Pero sí existía Mario Lacruz, al que aún le quedan nueve años de vida, y también existía (y espero que aún exista) la profesora que tuvo la feliz idea de prescribir la lectura de El inocente, la novela de Mario Lacruz considerada por muchos la precursora del género negro en España. La edición que manejábamos era la de la colección «Tus libros», de la Editorial Anaya, fácilmente reconocible por sus tapas duras de color blanco y la icónica silueta sombreada de la parte superior que cambiaba según el género de la novela. La lectura de El inocente fue un alumbramiento para aquel joven lector que todavía estaba construyendo su propio canon literario. No es extraño, pues, que pasado los años, retomara su lectura, ahora ya con el criterio más sólido de quien acumula un amplio bagaje literario. Y, claro, me encandiló aún más. Así que decidí bucear por la obra de Mario Lacruz con igual encantamiento, y descubrí, además, que Mario Lacruz había sido uno de los editores más importantes de España y que sus obras habían dormido el sueño de los justos en varios legajos ocultos en un armario de su despacho hasta que los hijos descubrieron, a su muerte, el gran secreto del padre y empezaron a publicar póstumamente su obra. Uno de ellos, Max Lacruz, fundó en 2004 una editorial con la primera intención de continuar, humildemente, el legado de su padre. La editorial se llamó Funambulista, tomando la cita de Roger Callois quien, comentando el Zaratustra de Nietzsche, dijo del equilibrista que este «sólo logra su objetivo confiando en el vértigo y no intentando resistirse a él». En 2010, coincidiendo con el décimo aniversario de la muerte Mario Lacruz, escribí un artículo homenaje que, ya no recuerdo cómo, llegó a manos de Max, lo que me valió un breve período como colaborador, valorando manuscritos en la editorial. Siete años después, yo había acabado mi primera novela, e ignorante absoluto del mundo editorial, acudí a Max para que me ayudara a publicarla. La novela apareció en 2019. En 2023, publiqué, también con Funambulista, mi tercer libro, donde convertí a Mario Lacruz en uno de los personajes de la trama, cerrando con ello mágicamente un círculo que había comenzado 32 años antes en un instituto de la periferia de un barrio de Tarragona, cuando leí por primera vez El inocente desde mi pupitre de bachiller.

Durante estos 20 años, Funambulista ha devenido una editorial de referencia en el panorama literario español. No sólo por su arriesgada apuesta por las nuevas voces (un 20% del catálogo anual) sino también, y sobre todo, por la recuperación o el descubrimiento de numerosos clásicos inéditos. Con una edición primorosa, casi artesanal, sus bellas cubiertas, sus páginas limpias y su pequeño formato cuadrado, hacen inconfundible este sello, que cuenta con la profesionalidad de Gian Luca Luigi, verdadero maestro en la sombra de la maquetación, las correcciones y las jugosas sugerencias y enmiendas argumentales. Un prodigo de supervivencia en los tiempos de las grandes editoriales policéfalas que amenazan con fagocitar la resistencia del pensamiento independiente en favor de criterios meramente mercantilistas. Soplan fieros vientos sobre el alambre de la literatura, pero nosotros blandimos, con orgullo, arrojo y contra el abismo, del funambulista la indomable pértiga.

lunes, 10 de febrero de 2025

678. L'amour comme il faut

 


Todavía no sé muy bien por qué he titulado esta reseña en francés para hablar del último libro de Gonzalo Torné. Tal vez se deba a la sofisticación, inteligencia y profundidad de los diálogos, que tanto me han recordado al cine galo; o al savoir faire de su protagonista principal, Diego Duocastella; o a cierto elitismo gourmet de algunos de los pasajes de la novela (aunque a Torné le disguste que los críticos insistamos en que sus obras constituyen una suerte de radiografía de la burguesía catalana).

Brujería (Editorial Anagrama) narra la insólita relación entre Diego Duocastella, regresado de Italia, donde no ha podido o no ha sabido arraigar, y un matrimonio recién llegado al pueblo costero donde coincidirán y acabarán entablando una ambigua amistad. Este matrimonio, formado por Julio, prototipo del perfecto arribista, y Laura, procedente de una familia adinerada, conforma una extraña sociedad. Julio, con sus ínfulas de nuevo rico, pretende acceder a un mundo que él cree exclusivo de las élites, e incluso llega a proponer a su esposa una relación abierta que Laura acepta entre un mar de dudas. Para naturalizar el impacto, Julio anima a Laura a ser orientada por Diego, a quien se le presupone la condición de hombre de mundo, desprejuiciado y de mente tolerante y flexible. Efectivamente, Diego, soltero, despreocupado y cosmopolita, parece aglutinar todos los rasgos de la condescendencia para con las diversas ocurrencias del ser humano. Sin embargo, nadie parece darse cuenta de que en este estar de vuelta de todo, Diego solo está expresando su soledad y la falta de principios sólidos a los que agarrarse. Sus conversaciones con Laura, muchas de ellas rayanas en el coqueteo, parecen confirmar la futilidad de las tribulaciones de ella, y el progreso de las sucesivas entrevistas abrirá en la mente y en el corazón de Diego un portal hacia su propio pasado, en el que emergerán las amistades perdidas y los amores frustrados, y descubrirán al lector la tragedia de su vida. A estos encuentros se unirá, por otro lado, Berta, la hermana de Julio, cuya intención final es blindar la nueva posición económica de ambos, con estrategia artera, manipuladora y conciencia de clase.

Brujería es una novela que reivindica la necesidad de acogerse a la seguridad de algunas convicciones en un mundo donde la libertad exacerbada y un relativismo malsano han minado todo aquello que se creía sólido y que, a la postre, sustentaba los frágiles cimientos del individuo. En los recuerdos de Diego, la infancia, la familia, el amor honesto y único, y las amistades cómplices se erigen como el castillo en ruinas que la frivolidad de personas como Julio o Laura han demolido.

Con un dominio magistral del diálogo y de los giros orales, así como con un estilo poético y frizzante donde cada fraseo esconde un hallazgo literario de muchos quilates, Brujería se lee con el placer que  espolean la inteligencia, la hondura de las reflexiones, el mérito estético y un ritmo exuberante para que el lector quede, él también, embrujado.

lunes, 3 de febrero de 2025

677. Cerralbo: topografía de la memoria

 


El nuevo libro de Ramón García Mateos empieza con el hallazgo de un cadáver junto al río en las inmediaciones de Cerralbo, un municipio de la provincia de Salamanca. Sin embargo, la promesa del thriller se desvanece conforme vamos descubriendo que el muerto de esta novela es otro, que el muerto es, en realidad, un tiempo periclitado del que el autor desea escribir su emocionado epitafio. Efectivamente, Cuando el mundo se llamaba Cerralbo (Ediciones Valnera) es una novela donde se respira con el anhélito de una forma de vivir y de entender el mundo ya casi extinguidos. Autor y narrador coinciden en esta crónica de tintes autobiográficos que, no obstante, trasciende la mera anécdota personal para situar al lector en el territorio universal de la memoria y en el costumbrismo de un pueblo castellano allá por la segunda mitad de la década de los 60, cuando el escritor salmantino atravesaba su infancia. La aproximación cronológica nos la brindan las alusiones a figuras de la cultura popular, como la mención de los futbolistas Rifé y Gárate en los cromos; o la de El Viti, el famoso torero de Vitigudino, partido judicial al que pertenece el propio Cerralbo; o la evocación de El Lute y del diario El Caso, entre otras referencias de la época. En ocasiones, el autor quiere remontarse algo más lejos en el tiempo para rememorar y homenajear a sus antepasados, y entonces aparecen la guerra de Cuba o el drama de la emigración a las Américas. Pero, sobre todo, la novela es un fresco nostálgico de una forma de vida, idealizada por la memoria, que «deforma los recuerdos y, a veces, también miente», y tamizada por la visión infantil del narrador, que es capaz de ensamblar con un gran inteligencia literaria las remembranzas del autor adulto con la percepción inocente del niño protagonista. Un mundo, el de aquel Cerralbo, que era el mundo de muchos pueblos españoles, aquellos donde aún se paría en casa, donde faltaba el agua corriente, donde se veía el fútbol en la única televisión instalada en el bar, donde se creía en basiliscos y brujas, donde cada vecino tenía su mote o donde los rumores alcanzaban categoría de verdad y alimentaban la novedad de una vida rutinaria, pero apacible y auténtica. Por el libro desfilan los tipos humanos reconocibles en todo pueblo: el vagabundo que, en el calendario eterno y difuso de la niñez, marcaba con su llegada el paso objetivo del tiempo; el mozo viejo, con su soltería a cuestas como un estigma; el hombre solitario y adusto. Pero también las fiestas populares, las coplas, la gastronomía (con especial protagonismo del hornazo); las tardes interminables de fútbol; la admiración hacia el héroe tauromáquico con el que se fantaseaba en los lances de la imaginación; el descubrimiento del sexo; el hermoso milagro de la amistad y la irrupción demasiado prematura de la enfermedad y de la muerte. Y, claro, los cuentos, al calor de la lumbre, y al arrullo de la voz de la señora Balbina evocada en la cubierta del libro, que entronca con el amor de García Mateos por la literatura popular. Y entre capítulo y capítulo (y habríamos querido que el autor se prodigara más en esa alternancia estructural), una evocación, a modo de estampa y con la belleza lírica a que nos tiene acostumbrados la veta poética de García Mateos, de un retazo de aquel ayer. Los lectores asiduos del autor se toparán, además, con alguna sorpresa, como la aparición de Puñales, el aspirante a torero que ya apareciera en la imprescindible Verdades y fingimientos como traficante en la raya de Portugal. Con esta novela, García Mateos, además, completa la estela de su topografía sentimental en la que en su día incluyera también a Barco de Valdeorras. Pueblos de lindes pequeñas, pero donde cabe el universo entero.

lunes, 27 de enero de 2025

676. ¿Y todo esto?


 

Siento por la poesía de José Luis Vidal una devoción que auspician la pureza de su sensibilidad honesta y una inteligencia al servicio de un corpus filosófico a cuyo molde se ajustan los poemas con admirable ensamblaje. Así, a la belleza del poema exento, se le une siempre el armazón teórico de un conjunto perfecto.

En su nuevo libro, El buen suelo, son reconocibles algunos de los temas recurrentes del poeta vitoriano, especialmente la atención al aquí y al ahora y a la conciencia asombrada del propio yo en comunión con el cosmos desde un concepción extática. En ese estado de subyugación comparecen la gratitud, la piedad y la propia fragilidad, que nunca se aterra ante la inevitable disolución: su asunción es más bien una punzada de nostalgia de trascendencia. En esa mirada atenta donde la belleza duele, el poeta descubre, no obstante, la indiferencia del absoluto, cuya belleza, «la que rebosa, la que se pierde, / ni la conmuevo ni se preocupa / de mis palabras». Ese filtro perceptivo que traspasa la materia y el suceder hacia su más entrañable esencia hace desmerecer el accidente que somos y su falacia, el rostro fortuito y el nombre arbitrario: «entro en la muchedumbre / incapaz de juzgar la novedad / de sus disfraces». Y más adelante: «ojos, manos, oídos / son sastres viles / que me cosen al borde / de otros afanes». Es el mismo argumento para definir el amor, donde el tú y el yo son una farsa, el alma, una licencia y una obviedad, el cuerpo: «mi corazón, tu corazón / crecen con él, / pero no es nuestro».

Existe también en el libro un buen número de poemas que hablan de la noche o del momento crepuscular, que redundan en la idea del desdibujamiento del mundo o de pausa abisal de la existencia, donde «el tiempo huye / como la liebre / libre del hombre». En la penumbra, el poeta «carec[e] de sentido / y apenas se lo [da] a nada / salvo a este súbito / apagarse la luz». A veces, ese desleírse es una adorada «divina apatía / olvidada de espigas, flores, hojas… / antes urgentes». En otro poema, una escena costumbrista termina con el atardecer, cuyo eclipse desaliñado, «–su negligencia– / nos puso en duda». La «tarde solemne» tiene, entonces la gloria «de lo que queda».

Muy emparentado con estos versos aparece el tema de la vida como sueño, como en aquel poema en el que el poeta, al contar un cuento a su hija, deviene, él con ella, en un cuento también.

 El recuerdo de la muerte aparece también matizado en el ejercicio contemplativo. Así, los ojos se abren «a los barrancos» y «en la espesura de la tiniebla / oigo una sorda crepitación / que me concierne»; el cigarro «es una breve brasa / como la mía», y se hermana con el poeta en la ceniza. El tiempo marca su ley inexorable y su evidencia palmaria se aprecia mejor en el contraste entre la vejez del poeta y la jubilosa juventud de la niña del hermosísimo poema que abre (y cierra) la cuarta sección del poemario.

Finalmente, pese al aislamiento espiritual que la contemplación impone, el poeta se siente también copartícipe de los otros en su desvalimiento y, entre la multitud enloquecida que lo desplaza, «quier[e] considerarlo: / que no esté solo, / y no estén solos». Este sentimiento gregario le empuja también a sentir piedad por la desolación de los demás, como el poema que cierra el libro, que tiene trazas a mitad de camino entre la poesía social y la metafísica.

El buen suelo recoge, entre otras muchas cosas, el asombro de estar vivo entre la majestad de las cosas y de la creación. El poeta recupera para el título de su segunda sección una frase de su abuelo, José Carreras, que se pregunta, perplejo y mirando a todos lados: «¿Y todo esto»? Y José Luis Vidal, ante las cosas que «suceden. Son. Se quedan», y a pesar de ser consciente la inaprehensibilidad de lo sustantivo, simplemente aspira a «decirlo».  Y sus versos son simiente para el buen suelo.


lunes, 20 de enero de 2025

675. La mujer que ama las palabras

 


«Inmortalizar a alguien es siempre un infinito acto de amor», dice Marta Sanz en uno de los capítulos de su nuevo libro. Y efectivamente, quizás Los íntimos sea, ante todo, un precioso homenaje a quienes han nutrido de afectos, complicidades y camaradería la memoria literaria de nuestra autora. También hay cabida para algún ajuste de cuentas, aunque esgrimido con moderada acritud, pues nobleza obliga. Editores, agentes literarios, compañeros de profesión, críticos, dinamizadores culturales, libreros y, en definitiva, toda esa constelación que motea el universo de la literatura desfilan por unas páginas aderezadas de un sabroso anecdotario que revela las tripas del mundillo. Al concluir el libro, creí necesaria la incorporación de un índice onomástico que facilitara la localización de las decenas de nombres que en él aparecen, pero luego pensé que los índices onomásticos parecen estáticos nichos de cementerio y que no le haría justicia a los allí mencionados. Porque los nombres de estas memorias «del pan y las rosas» hablan y ríen y lloran y gastan bromas y aconsejan y ayudan y viajan y aman y viven y no merecen una lista onomástica.

Junto a ese luminoso registro de experiencias compartidas, Marta Sanz reflexiona también, en un valiente y ejemplar ejercicio de honestidad, sobre la relación con su propia escritura. Es la Marta más combativa y, a la vez, las más vulnerable y desencantada. Aquella que defiende su derecho a las metáforas, a la alusión culturalista y al estilo elaborado sin que eso deba entrar en conflicto con cierto clasismo procedente de los paladines de la conciencia de clase, que podrían llamarla «”traidora” por escribir palabras que no todo el mundo entiende» mientras «la población semialfabetizada […] cada vez cuenta con menos herramientas, por cierto, para hacer la revolución». Una escritora que se revuelve contra la sobriedad, porque «menos es menos», y que observa, angustiada, cómo poco a poco va desapareciendo «esa comunidad lectora con la que aún nos podemos entender»: «este libro se escribe para los lectores que aún leen como yo he leído». El libro es, pues, un alegato que llama a la resistencia, a la manera en que Fernando Royuela preserva la literatura de cualquier relación mercantilista. Pero junto a ese ideal, Marta Sanz reivindica también su derecho a poder ganarse la vida con su oficio sin renunciar a la coherencia personal, aunque sea consciente de que ese riesgo puede llevarla a la autodestrucción o a la renuncia de sus «aspiraciones aristocráticas» literarias. La vicisitud comercial, sin embargo, se incrusta a veces en el lenguaje. La autora cuenta, por ejemplo, cómo en La lección de anatomía escamoteó la parte artística de su libro por temor a que la acusaran de elitista. Luego se resarció en Black, black, black, escribiendo una novela negra que trataba, entre otras cosas, de dignificar el género, superando los leit motiv de su adocenamiento.

He aquí otro aspecto a reseñar de Los íntimos: el análisis de la intrahistoria de muchas de las obras de Marta Sanz, que permitirá a los lectores leales de la autora ampliar el prisma de aquellas lecturas.

Los íntimos, además, nos ofrece el retrato de una escritora humana, lejos de las torres de marfil, angustiada por los rechazos editoriales, por el miedo a las reseñas negativas o condescendientes, sensible a la culpabilidad autobiográfica inoculada por el gurú de turno, exultante ante cualquier buena noticia sobre sus libros, como si fuera todavía una escritora novel, resignada a recorrerse media España para agotar sus ediciones de escritora desterrada del bestsellerismo por las mesnadas de lectores cobardes. Y, sin embargo, hasta los autores comerciales consagrados «andan buscando otro tipo de legitimación». Esa de la que Marta sí goza desde hace ya muchos años y que timbra el blasón de la literatura que nunca muere. Como no mueren el pan y las rosas.

domingo, 12 de enero de 2025

674. Literatura que hiere y sana



 

El nuevo trabajo que nos regala Irene Reyes-Noguerol está compuesto por doce relatos. Doce es el número atómico del magnesio; doce es el número de nervios craneales; doce, los signos del zodíaco y doce, las notas musicales. Doce, son los apóstoles; doce, los frutos del Árbol de la Vida; y doce, los doce trabajos de Hércules. Y he aquí que, merced a la providencial cábala numérica, casi hemos resumido el hermoso libro de nuestra escritora sevillana.

Porque Alcaravea es un libro sustentado en los principios de la resistencia, palabras de hueso fuerte y tuétano; palabras que se reparten, erizándolas, las fibras sensibles de nuestra piel y de nuestra conciencia; que están marcadas por el capricho insidioso del sino; palabras que nacen aupadas por la poesía para la buena nueva de una literatura atenta –¡por fin!– a la forma. Palabras arraigadas en la tierra de la existencia misma, esa que cultivan, con el trabajo de vivir, los héroes cotidianos que no aparecen en los libros de mitología.

De los doce relatos, cinco toman como protagonistas a personalidades históricas: Van Gogh escribe desde la celda de su sanatorio en Saint-Paul-de-Mausole a su hermano Theo, y en sus cartas bucea por los abismos de la locura pero también por la gracia que aquella le concede en su paroxismo; Marie Geneviève van Goethem, la pequeña bailarina que inspirase la célebre escultura de Degas, denuncia con la bella sordina de un lirismo cruel, los abusos de sus pedófilos; la madre de Antonio Machado le pregunta a su hijo –ay– cuándo llegarán a Sevilla de camino a su exilio de Colliure; Lope de Vega, ya casi anciano, rompe su voto de castidad para cuidar de su último gran amor, Marta de Nevares, ciega, loca y catatónica; Abenámar y Almutamid narran sus amores ilícitos en aquel otro tiempo en el que era posible que los reyes se enamorasen y escribieran poemas.

En el resto de los relatos asumen el protagonismo personas anónimas, algunas de ellas emparentadas con la propia autora: el profesor expulsado que deja su huella indeleble en la alumna, que tomó conciencia de ser y de estar en el mundo cuando fue nombrada por el lenguaje que él le enseñó a amar; la madre esquizofrénica, víctima de sí misma y de quién sabe qué otros taludes, que descuida a su hija; la madre coraje que lucha contra la drogadicción de su hijo; los hermanos mellizos y su vínculo indisoluble más allá de la muerte; o el vacío identitario del hermano bastardo; la orfandad infligida por el nuevo matrimonio del padre y el ingreso en la inclusa. Y, al fin, tras toda esa herida, la alcaravea del último relato, que sana, resarce y acuna, al calor de la nana tradicional.

Además de la verdad desgarradora de las estampas de vida que Irene Reyes-Noguerol construye en sus páginas, Alcaravea destaca por la intensidad de su prosa, envolvente, vehemente en sus crecendos, repleta de trallazos líricos que noquean al lector por su dolorosa belleza, nunca impostada, y que convierte cada pasaje en una celebración de la literatura donde forma y fondo comulgan como pocas veces se ve en la literatura de nuestros días. De ese modo, esta alcaravea de propiedades salutíferas, cauteriza también la herida de la literatura adocenada y nos restituye, como lectores, para la esperanza de nuestras letras (Irene tiene unos insultantes y dolorosísimos 27 años). Semilla, pues, de comino y clavo y acaravea. ¡Ea!

lunes, 30 de diciembre de 2024

673. Nora sin portazo

 


La función había terminado y unos aplausos tibios, protocolarios, acompañaban al saludo de los actores. Varios adolescentes, que ocupaban la fila 2 del anfiteatro, se giraron y, haciendo gala de la espontaneidad propia de su edad, preguntaron, sobresaliendo su voz sobre el palmoteo desganado: “¿profe, y el portazo?” Y yo, que soy la “profe”; yo, que había ofrecido a mis alumnos de Literatura Universal la posibilidad de asistir al Teatro Principal para ver la representación de Casa de muñecas, obra que forma parte de nuestro temario; yo, que había leído la obra en clase con ellos; yo, que había disfrutado viendo cómo se repartían los personajes en cada sesión de lectura y cómo iba creciendo el interés en ellos por las peripecias de Nora; yo, que me sentía realizada en cada clase al ver las inteligentes aportaciones y las interpretaciones que iban haciendo a colación de las escenas que leíamos; yo, que compré almendras garrapiñadas para que las comieran en clase, conscientes de que estaban homenajeando a todas las Noras que viven prisioneras, sin poder realizarse plenamente como personas; yo, que les dije que el 21 de diciembre se cumplían 145 años desde que el drama de Ibsen se estrenó e insistí en lo mágico que era que ellos estuvieran viendo esa misma obra ese día;  yo, que aquella tarde acudí al teatro con nervios de felicidad en el estómago al pensar en esos jóvenes que dedicaban la tarde de un sábado de sus vacaciones navideñas a ir al teatro; yo me sentí profundamente frustrada porque esta adaptación de Eduardo Galán en la que Nora es una mujer del siglo XXI dejaba mucho que desear y empequeñecía sin lugar a dudas la original  Casa de muñecas del noruego Henrik Ibsen. Después, en el vestíbulo, mientras escuchaba sus impresiones, en mi cabeza se agolpaban imágenes de mí misma hablándoles en el instituto de lo maravilloso que es el teatro, de la experiencia total que supone leer la obra y verla representada en un teatro “de verdad” y… me sentí una impostora. Me hubiese gustado que su bautismo teatral hubiera sido con un espectáculo que les hubiera removido, que les hubiese dejado una huella indeleble en sus recuerdos y no una adaptación con un texto imperfecto y forzado en ocasiones, pues no todas las vivencias de una mujer del siglo XIX pueden ir en paralelo con las de una mujer del XXI, y con un elenco de actores al que le falta fuerza, con una interpretación floja. ¿Dónde estaba la rabia encolerizada de Helmer cuando descubre el fraude que ha cometido su esposa? ¿Y las palabras de Nora en las que justifica el título de la obra? ¿Y la dulzura y el miedo de Nora durante la mayoría de los actos? María León no tiene ninguno de estos registros, interpreta prácticamente igual todas las escenas (en las antípodas de Silvia Marsó, que en 2010 dio vida a Nora en un montaje que respetaba el original). ¿Y la conversación final del matrimonio en la que Nora se reivindica a sí misma y toma una determinación escandalosa para los espectadores decimonónicos? Encajar un clásico en los mimbres de nuestra época es una tardea arriesgada que no siempre llega a buen puerto. Hubiera sido preferible que el director, Lautaro Perotti, hubiese trabajado con un texto de nueva creación que tratase sobre la reivindicación femenina y no degradar a Ibsen a una amalgama de ideas rápidas, sin el desarrollo necesario, y con actores que empequeñecen todavía más el nuevo texto, sin credibilidad a ojos del espectador. La sinopsis con la que se promociona este espectáculo reza: “El portazo de Nora 150 años más tarde”, mas el portazo brilla por su ausencia. ¿Estamos ante una utilización del nombre de Ibsen para captar al público? Porque su esencia no está presente ni siquiera en ese final, símbolo del nacimiento de la independencia de la mujer. ¿Entonces, para qué emplear el nombre de Ibsen en vano? Autores, atrévanse a escribir sus propias obras si la adaptación no está a la altura del original, pues los clásicos ya tienen autoría conocida y no siempre necesitan ser revestidos de modernidad. Lo que precisan es amor por ellos, adaptaciones fieles a su esencia y a la época en la que fueron concebidos, pues para llegar al público -incluso el más joven- solo hace falta verdad, respeto, admiración y autenticidad en la interpretación. Las obras clásicas nos interpelan, con independencia de las coordenadas espacio-temporales en las que nacieron, por ello precisamente gozan del marbete “clásicas”. No hay nada más moderno que un clásico. Portazo al “todo vale” y larga vida al buen teatro.

Para mis alumnos Paulina, Anri, Lara, Martín, Elisa, Paula, Erika, Rubén, Sofía, Natalie y Julia, que me colman de felicidad en cada clase de Literatura.