lunes, 14 de julio de 2025

695. Te robo mi vida

 


Hacía tiempo que no visitaba la literatura de Luis Leante. Uno se pregunta por las absurdas razones que nos apartan durante años de los lugares que una vez nos hicieron felices. La inescrutabilidad de los itinerarios lectores y todo eso. Y ha sido volver a sus páginas, y reconocer aquellas viejas sensaciones de la narratividad clásica, el magisterio de la evocación y del ritmo envolvente al servicio de algo tan esencial como contar historias: tan sencillo y tan difícil a la vez. Ahora que la novela aspira al hibridismo (pero siempre lo ha hecho) y a la experimentación (pero nadie puede innovar ya después de Joyce), yo reivindico, con Luis Leante, la novela-novela de toda la vida.

Ya las primeras palabras de Interpretación de la mentira (M.A.R. Editor) consiguen eso que los pedantes llamamos una buena captatio: «Todas las muertes son absurdas, pero algunas lo son más que otras». La reformulación del famoso inicio de Anna Karenina no es baladí, pues la novela de Leante es, entre otras cosas, una exploración profunda de las relaciones familiares –aquí fundamentalmente infelices–, de sus secretos, sus miserias, sus mezquindades y sus apariencias, tanto en el seno del clan de los Lezcano, una familia de porte aristocrático venida a menos, como en el del protagonista innominado que toma la voz narrativa, de origen humilde y cuya relación paterno-filial está llena de interesantes aristas. Entre los primeros, pronto destaca Celso D’Atri, apellido que no solo remite al esqueje que supone su presencia en la familia Lezcano, sino también al concepto de «otredad» inserto en la raíz del apellido italiano, que tanta importancia tendrá para el recurso metaliterario con que nos sorprenderá Leante al final del libro, relacionado con el tópico cervantino del manuscrito encontrado, y que no podemos desvelar aquí.

Celso y el protagonista se conocerán en el pueblo donde veranea la familia de aquel, Hondares, topónimo trasunto de la región de Murcia –tal vez de su Caravaca natal– a la manera en que Muñoz Molina usa el de Mágina para referirse a Úbeda-Jaén. No es el único guiño autobiográfico que se puede rastrear en la novela: Ediciones 28, el lugar donde publica Celso su libro, parece remitir a Libros 28, la librería de San Vicente del Raspeig a la que el escritor estuvo vinculado estrechamente hasta su desaparición. Celso, que aspira a ser escritor, deslumbra con su inteligencia y maneras a nuestro protagonista que, inoculado también del virus de la escritura, tratará de imitarlo, al principio, en vano. El transcurso de la novela abarca aproximadamente algo más de 40 años, a través de los cuales asistimos al deterioro de Celso y al éxito literario de su otrora amigo de la infancia, además de desvelarnos los entresijos de la muerte con la que se inicia la novela. El primer éxito de Celso lo convierte pronto en un juguete roto y olvidado, incapaz de repetir la popularidad que le granjeó su primer libro en el siempre inestable e impostado mundo literario (no pasa desapercibida la alusión velada a la fanfarria del Premio Planeta). El sorprendente final nos hace reflexionar sobre la utilización espuria de la literatura para canalizar a través de ella los ajustes de cuentas de la vida personal, pero también de la posibilidad de redimirse en la ficción (o en la autoficción) creando un mundo alternativo donde poder salvarse. El resultado es una fascinante artefacto caleidoscópico donde la verdad, la mentira y las voces narrativas se acaban entreverando en la siempre dramática lucha por la identidad.

martes, 8 de julio de 2025

El padre de Steiner

 


Querido Fernando:

 

Deslumbrado todavía por la hermosura de tu novela, te pongo estas líneas para darte las gracias por las horas de felicidad que su lectura me ha dispensado. Me refiero a Las cinco vidas del traductor Miranda, que aún no había leído. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto del gozo de leer. Y, al terminar de hacerlo, recordé algo que contó George Steiner en una entrevista con Bernard Pivot. Dijo que, desde niño, cada vez que leía un libro, su padre le obligaba a escribir algo sobre el mismo, con el argumento de que ese gesto constituía una manera de agradecer el esfuerzo al autor y de responder a lo que el libro proponía. Agradecimiento y responsabilidad, pues, en el sentido más noble de ambos vocablos. Y algo de eso me gustaría dejar en estas palabras.

Varios amigos me habían elogiado tu novela, pero no me avisaron de la conmoción estética a la que me iba a enfrentar. Comencé a leerla y, casi al instante, me sentí transportado a aquel momento de la fetua y sus pavorosas consecuencias, así como seducido por la brillantez con que vas construyendo a los personajes. Encarnas en ellos magníficamente tus dos obsesiones: la identidad y la culpa. Y las regulas con precisión: la culpa difusa de Miranda, la brutal de Salman Rushdie/ Joseph Anton por la desolación y muerte que su libro ocasiona, y la insinuada al final del terrorista tan sabiamente innominado. Y a la culpa ostensible del mundo musulmán se opone la matizada del cristiano occidental. Lo mismo cabe decir de la identidad: la exhibida, pero turbadora, de Miranda; la sigilosa y atormentada de Joseph Anton, y la martirizada del terrorista musulmán. La construcción de este último personaje y el acierto de que sea el único que se expresa en primera persona me han parecido hallazgos sensacionales. Carece de nombre, con lo que no es nadie pero puede ser todos. Y eso lo transforma en una alegoría del musulmán en Occidente. Está familiarizado con la atrocidad y eso nos lo aleja; pero esconde una herida tierna que nos explica (y hasta cierto punto “justifica”) su “ira naranja” y eso nos lo aproxima. Sin parecerse en nada, me ha recordado en su concepción a un personaje igualmente incómodo: el Torquemada de Galdós, que nos resulta miserable en su condición de tenebroso prestamista, pero al mismo tiempo amable en cuanto ayuda a los demás aunque sea de forma también oscura. Esa duplicidad lo humaniza. Y eso es lo que también has lograd tú. Un prodigio de construcción, Fernando.

¡Qué personajes! Salman y Miranda ungidos por su oficio; el terrorista sacramentado por su pasado y su misión; y Chiasa bendecida por el amor. Uno no quiere separarse de ellos. Todos están vivos, animados por una profunda vibración cordial que se advierte en sus palabras y en su comportamiento, así como en sus relaciones. Pasean su humanidad por las líneas de la novela con una inocencia y una suerte de pureza que los vuelve inolvidables. Y en su misma constitución tirita un fondo de compasión (en el sentido más puro de la palabra), una piedad que sin duda pones tú, que los hace fraternalmente nuestros. La verdad es que dan ganas de quedarse a vivir en tu novela.

Todo eso ya es mucho, pero además, cuando detuve la lectura y logré desprenderme de la fascinación, me di cuenta de que había sucumbido al ritmo encantatorio, casi hipnótico, de tu prosa; de que, con tu escritura, podías llevar al lector a donde quisieras. Y que lo hacías con tanta brillantez como solvencia. Me tenías atrapado, rehén ya para siempre de tu inmensa soberanía verbal. No podía soltar el libro. No podía dejar de leer. Toda interrupción me resultaba insoportable. Y hacía tanto tiempo que no me sucedía eso…

Antes -sospecho que te ocurrirá lo mismo- yo vivía en el paraíso de la admiración. Casi cualquier novela me fascinaba o, al menos, me interesaba; y las grandes obras de la literatura universal no suscitaban en mí el resentimiento de la envidia, sino la dicha de la admiración. Hoy todavía reconozco, incluso en las obras más fallidas, el fervor con que el escritor repujó una frase, el esfuerzo que puso en buscar un adjetivo o idear una situación. Pero ya no leo con la alegría de antes y pocas veces me llega el entusiasmo. Pues bien: quiero que sepas que Las cinco vida del traductor Miranda me ha devuelto el entusiasmo y la alegría de la lectura, Fernando. Y eso es de agradecer.


Y el lenguaje. ¡Qué envidia me has dado, Fernando! ¡Qué capacidad, qué precisión! Me ha asombrado el increíble acarreo lingüístico de tu novela: la riqueza del léxico, el rescate de palabras oxidadas por el olvido o desterradas por la negligencia con que a menudo hoy se escribe. Pero más aún me han sorprendido la adjetivación tan atrevida como precisa, las maravillosas metáforas y símiles de que te sirves, y, sobre todo, el perfecto ritmo de la prosa, ese ritmo hipnótico, encantatorio, del que hablaba antes. Me acordaba de Maupassant y su teoría sobre el alma de las palabras. Según él, las palabras tienen alma, pero muchos lectores y algunos escritores solo les piden un sentido. ¿Y cómo se encuentra el alma de las palabras? Al asociarlas con otras. Entonces encuentran su más profunda verdad. Y es que siempre hay un sustantivo preciso para decir algo y un adjetivo exacto para precisarlo y un verbo justo -solo uno – para animarlo. La tarea del artista es encontrarlos. Y eso es justamente lo que has hecho, Fernando.

Por último, creo que le ética es parte fundamental de la experiencia estética, y no me cabe duda de que tu novela tiene una profunda resonancia política y moral. Indagas en la culpa personal, política y social. Pero a través ellas insinúas otra culpa que me ha recordado a Sender. Cuando explicaba la actitud de Mosén Millán y otros personajes de su célebre Réquiem por un campesino español, aseguraba que todos ellos eran “culpables de inocencia”. Creo que todos los lectores de tu novela, en algún momento, nos sentimos también culpables de inocencia, en el sentido de que, al no actuar ni denunciar, nos ponemos al servicio del poder y del mal.

Por otra parte, en estos tiempos de descarada censura y estúpida “cancelación”, tu libro constituye todo un alegato en favor de la libertad de expresión. Pero, junto a esa evidencia, me gustaría destacar cómo esa palabra de raigambre moral que alumbra todos tus textos va erigiendo poco a poco una clara defensa de los dos valores esenciales del humanismo clásico: la tolerancia y la responsabilidad.

En fin, aunque de manera deslavazada y un tanto caótica, creo haber cumplido con el precepto del padre de Steiner: agradecer la felicidad que me has brindado y responder al enorme esfuerzo que has desplegado con, al menos, unas pocas consideraciones. Tiempo habrá de hablar con más detenimiento.

Muchas gracias, Fernando.


Fernando Villamía (escritor)

lunes, 7 de julio de 2025

694. Mono de feria

 


Me encantan las ferias de libros. Pero solamente como lector. Lo de posar en un caseta en calidad de autor, eso ya es otra historia. Cuando una librería o la editorial donde publico me proponen participar en alguna de esas ferias, échome a temblar. A la timidez patológica que me caracteriza se une luego la sensación de que mi presencia allí resulta estéril, que seguramente se venderían los mismos pocos ejemplares de mis novelas estuviera o no presente en mi turno de firmas. Los paseantes se detienen ante la caseta, hojean los libros, miran el cartel que te anuncia para saber quién diablos eres, luego lo cotejan con tu rostro –sí, soy yo–, vuelven a tomar la novela, leen la contraportada, echan otro vistazo a mi cara, como si la historia que se resume en la sinopsis tuviera que tener algún tipo de relación frenológica con mi morfología facial, sueltan una sonrisa cortés y condescendiente, devuelven el libro al aparador y se marchan. Los tenderos me animan a aprovechar las posibles dudas de los potenciales compradores apostados en la caseta para venderles las bondades de mi novela, pero yo solo me atrevo a un tímido «hola» y a una mirada esquiva que acaba por disuadir al lector. Admiro sinceramente a algunos escritores compañeros de caseta que despliegan todas sus habilidades de mercaderes bereberes para ganarse la confianza del pobre incauto, pero yo soy incapaz de participar del bazar. Para aquellos que, como yo, no se ganan la vida con los libros porque tienen sus propias fuentes de ingresos más allá de la escritura, la mercantilización de sus novelas se antoja un envilecimiento que humilla la pasión y el amoroso afán con que esos libros nacieron. Entiendo que las editoriales y librerías deben hacer su negocio, y agradezco la gentileza de invitarme, pero yo no valgo para estas cosas. Alguna vez me ha resultado sonrojante asistir a la insistencia cicatera de algunos autores que agobian a los paseantes a la manera en que los vendedores de flyers atosigan a los transeúntes en cualquier zona de ocio de Salou o Benidorm. Algunos, sobre todo los autopublicados, se pertrechan de todo tipo de carteles gigantes y pomposos que ondean al viento con sus rostros de writers profesionales e interesantes y viven su experiencia de escritores por un día aunque a nadie les interese. De verdad que la literatura no ha podido degradarse en eso. Pero sí. Un día coincidí en mi caseta con el exjugador de baloncesto del Real Madrid, Juan Antonio Corbalán, que firmaba a la misma hora que yo su libro de memorias ante decenas de admiradores. Cuando agotó las unidades y dio por terminada su jornada, se despidió de mí estrechándome la mano, no sin antes, en un acto de clara compasión por su competencia desleal, comprar un ejemplar de mi novela. Creo que fue de los pocos ejemplares que vendimos ese día. Los escritores que nos movemos en los circuitos independientes somos muchas veces convidados de piedra, maniquíes o monos de feria en este tipo de eventos, donde el reclamo está en los escritores mediáticos, en los presentadores de televisión, en los tiktokers, en el señor disfrazado de Gerónimo Stilton o en los jugadores de baloncesto. Hay una sensación de fracaso tras una feria del libro que resulta peligrosa para la autoestima del escritor si no llega a ella convencido de que ese no es su verdadero sitio y de que hay otros espacios donde su contribución, si es honesta, resultará más interesante. Y en último término, el éxito o el fracaso solo se dirimen ante la mesa del escritorio.

lunes, 30 de junio de 2025

693. Puy do Fou (ni fa)

 


Es incuestionable que el despliegue artístico y técnico del famoso parque francés Puy do Fou instalado en Toledo resulta absolutamente abrumador. Sin embargo, nuestra experiencia como visitantes ha menoscabado algunas expectativas que habíamos forjado, seguramente desde el yunque de la ingenuidad. La conclusión más evidente es que los diferentes espectáculos que ofrece el parque han apostado más por el colosalismo visual que por el pertrecho de un guion sólido y de calidad. Los libretistas se han limitado para pergeñar sus escenas históricas a componer un refrito tomado de aquí y de allá, en un batiburrillo que llega a su culmen más irrisorio cuando en el excelente montaje sobre el descubrimiento de América, una grabación sonora ameniza la larga cola de espera diciendo que «en un lugar de Andalucía de cuyo nombre no quiero acordarme vivía no ha mucho tiempo un marino de los de sueños de ultramar». El espectáculo sobre el Cid se nutre prácticamente de toda la tradición legendaria: atribuye el destierro de Rodrigo por parte de Alfonso VI a la inquina de éste tras la Jura de Santa Gadea; recupera el conflicto entre el Cid y el padre de doña Jimena, a quien aquel mata; y, por supuesto, reproduce la victoria del Campeador después de muerto en Valencia. Ni rastro de los hechos históricos reales y ni siquiera de los guiños literarios del Cantar de Mio Cid, de cuyo título toma el espectáculo su nombre en vano. Recuerda mucho a la moda de la épica tardía del siglo XV y al teatro áureo, donde la historicidad de las gestas quedaba reducida a la pura fantasía, demandada por un público más inclinado a la truculencia que a la veracidad.

En la función sobre Lope de Vega, el dramaturgo queda reducido a su papel de espadachín que lucha por recobrar la autoría de Fuenteovejuna supuestamente usurpada ¡por el Comendador! Con ese ardid argumental se propicia el verdadero objetivo del guionista: la acción desaforada centrada en los combates de esgrima y la comicidad focalizada en la fama de mujeriego del Fénix. Ninguna reivindicación de la obra de Lope ni la evocación sugestiva de los corrales de comedias.

Del mismo modo, la Guerra de la Independencia contra los franceses se centra en otra leyenda, la del tambor del Bruch, aunque su objetivo final es recrear la defensa de una ciudad española –supuestamente Madrid– a golpe de cañonazos y efectos especiales.

Más logrado, desde el punto de vista de la simbología argumental, es el espectáculo basado en la España visigoda, sobre todo en el episodio de la unificación religiosa auspiciada por Recaredo representada en una preciosa tramoya donde se erige la primera iglesia cristiana visigótica, que podría ser la de San Juan de Baños, aunque se parece a la de Santa María de Melque. Sin embargo, el conflicto entre el arrianismo y el cristianismo se centra en la rivalidad entre Hermenegildo y su hermano Recaredo, cuando en realidad, la rebelión del primero es contra su padre Leovigildo. En el happy ending se omite que Hermenegildo será asesinado en Tarragona por Sisberto.

En el debe del parque está también el de cierta desolación paisajística, acentuada antes del último espectáculo nocturno, cuando los diferentes espacios quedan totalmente abandonados y el visitante, a falta aún de dos horas para la cita, debe refugiarse en el arrabal, como otro pecio perdido de la Historia.

En definitiva, el prurito divulgador del que presume el parque queda en entredicho, sometido a la mera espectacularidad y a la tiranía de la pirotecnia visual, es decir, a la demanda facilona de un público elemental, impresionable y acrítico, que es el signo de los tiempos. La apuesta es legítima, pero entonces conviene retirar la impostura de su supuesto didactismo. Junto a la plasticidad de cada función, queda el consuelo del gran colofón de «El sueño de Toledo» y la exhibición ecuestre y de cetrería. Lo demás, ni fou ni fa.

lunes, 23 de junio de 2025

692. Imago

 


Ya la sugestiva ilustración de la cubierta, a cargo de Lucía Boiani, nos adelanta el carácter perturbador de los ocho relatos que conforman el nuevo libro de la escritora uruguaya Tamara Silva Bernaschina, publicado por Páginas de Espuma. También el título, Larvas, que remite al penúltimo cuento, parece querer trascender el marco del relato al que da nombre para convertir el libro entero –y con él a los lectores– en un reservorio donde se aloja una forma crónica del extrañamiento, también nosotros larvario de una literatura nueva que eclosiona al albur de un ecosistema de leyes impredecibles e inescrutables.

La narrativa de Tamara Silva se adscribe a esa tendencia fisiologicista que caracteriza hoy a un numeroso grupo de jóvenes escritoras latinoamericanas caracterizada por llevar aquel naturalismo decimonónico de Émile Zola a unas cotas tales de explicitud, que han colocado al cuerpo, a sus fluidos y entrañas, en un lugar preeminente en la relación con el propio yo y la autoconciencia. El cuerpo ha devenido la nueva alma. Pero Silva, además, imbrica ese aquelarre de la víscera con el entorno, más propiamente con la tierra, y estrecha su animalidad con la de los otros seres que cohabitan el espacio común hasta alcanzar inferencias simbólicas más o menos interpretables.

Un niño se deja crecer el pelo respetando una misteriosa promesa que tiene que ver con su padre muerto y su hermana secuestrada, y, clandestinamente, cría piojos que luego coloca en su cabello, quizás con la enternecedora aspiración de recibir la atención de su madre al despiojarlo; una mujer que carga con algún tipo de mochila emocional se recluye en Iruya, un pueblo de montaña argentino, en las lindes con Bolivia, donde conoce a Ignacia, con la que mantendrá una relación erótica que parece vinculada a ritos naturales y telúricos, donde la mística de la montaña –las Yungas– y la sanación de la tierra entroncan sugestivamente con el frontero pueblo indígena del Pucará de Titiconte; una niña sufre graves quemaduras al topar accidentalmente con una estufa cuando jugaba a la gallinita ciega con sus amigos: la culpa perseguirá a una de sus compañeras de juegos, representada en la presencia del perro de aquella; también el tema de la culpa aparece en el relato en el que unos empleados deben enterrar a una yegua muerta, pero ante lo trabajoso de la empresa, deciden sumergirla secretamente en el río: la reaparición de la yegua resucitada, hinchada por la muerte, parece castigar la alteración del orden natural, y la asunción de los personajes ante lo insólito del suceso acerca el relato a los postulados del realismo mágico; en «Agua quieta», una niña encuentra la paz en la sordera que le produce el agua en el oído, una suerte de mirarse peligrosamente hacia adentro; en el inquietante «Jauría», una mujer cuida en secreto de un perro asesino: el relato incomoda por la empatía que produce la falsa vulnerabilidad del mal, e impresiona por la diabólica ofrenda final; en «Larvas», una niña orina crías de mojarras tras haber jugado a colocar el pez madre entre sus piernas y haber llenado el cuenco de su barriga con agua donde había dejado reposar las larvas con que pescaban: de nuevo la alteración del orden natural de las cosas, en este caso la dislocación del hecho maternal, deviene en degeneración, pero, la vez, no puede dejar de soslayarse una especie de paganismo de la fertilidad muy interesante; finalmente, el libro se cierra con otro relato donde las leyes de un cerro maldito amenaza a la comunidad que buscaba la comunión con una Naturaleza que, lejos del ideario de los naturópatas, no siempre se muestra benevolente.

Con una imaginería sorprendente y un ritmo narrativo cautivador, Tamara Silva Bernaschina inocula sus larvas en los lectores y cunde en ellos la metamorfosis.

lunes, 9 de junio de 2025

691. Rubén Bleda, flâneur del desencanto

 


Con un poco de suerte, editores atentos y lealtad a su propuesta estilística, el camino literario de Rubén Bleda se antoja ciertamente interesante. Al menos, eso se infiere de su brillante debut literario, auspiciado por la editorial Sloper, cuyo título, Iba yo a ninguna parte, contradice –sin razón– el halagüeño vaticinio de marras: Rubén sí va a alguna parte, vaya que si va.

El libro, que contiene 44 textos escritos entre 2014 y 2021, queda vertebrado por una insobornable voluntad de estilo al servicio de una misma atmósfera, casi baudeleriana, con su poquito de spleen y su pizquita de flânerie. Nuestro interlocutor adolece de una incurable atonía vital que cobra carta de naturaleza a través de una cotidianidad trascendida por la mirada del escritor. Es ese tamiz el que diferencia al mero cronista de los días, del poeta. La melancolía y el corazón brumoso se alimentan del nihilismo de los domingos; de las estériles siestas de verano con su mundo varado; de otoños donde «la soledad se ha vuelto caediza y alfombra», soledad que tiende a «soledumbre»); de despertares sin objeto que anulan la voluntad de levantarse siquiera de la cama; de la única autonomía posible, la del suicidio.

Parte de esa lasitud responde al balance de las ilusiones truncadas, cuando las posibilidades han perdido ya su potencia y los sueños son solo ya, como mucho, aspiraciones; cuando se porfía vanamente en el enésimo intento a sabiendas de su correspondiente fracaso (precioso su «Bautismo de barro»); cuando la vida se reduce al mero adocenamiento para perpetuar los roles asignados; cuando las lista de las cosas por hacer, otrora mapa de un itinerario vital, es ahora solo un papel arrugado, difuso, perdido; cuando el soñador ha devenido en cínico; cuando el búho que accidentalmente se cuela por su ventana abierta resulta no ser Atenea ( o sí, pero qué quería).

El paso del tiempo, con obsesión gildebiedmana, hace sentirse al autor viejo a los treinta años y los pecios de la edad se hallan en la piel muerta que constituye el polvo de la casa o en la aduaz metáfora de una mala digestión. El asidero de los recuerdos tampoco sirve, pues la memoria es una falacia o un mero constructo artificioso donde cada cual busca, a retazos, su «verano rubio de tardes azules». Y, sin embargo, Bleda clava su pica en esa insatisfacción, abanderando con ella la tierra baldía de su desazón y convirtiéndola en una identidad, esa «forma anfibia de respiración» que consiste en vivir hacia afuera y hacia adentro a la vez; desafiando a los que se muestran seguros de sí mismos porque creen saber lo que quieren, cuando la verdadera aventura es no saberlo; resistiendo el crepúsculo, como se retrasa el ocaso en su hecatombe en el precioso «Autorretrato en sol ausente»; aferrándose a la promesa de los lunes laborales que «zurce[n] cicatrices para mis huecos clamorosos». Y, en último término, siempre quedan los amigos, un momento de plenitud en una carretera hacia el sur o la literatura, esa literatura que lucha contra la ramplonería y que esquiva, altanera, encastillada, umbraliana, a los críticos que la llaman «pedante»; la literatura que huye, irónica, de la gloria porque no hay espacio ya para tanta gloria.

No faltan textos críticos de naturaleza social, donde se denuncian los estragos de la turistificación; la precariedad laboral; el nuevo narcisismo; la despersonalización de las fiestas autóctonas; o reflexiones de corte ecologista. También hay lugar para el humor (siempre con su sonrisa de acíbar) o los textos lúdicos. El libro se completa, casi como un epílogo, con varios textos herederos del tiempo pandémico y algunas estampas de viajes.

Con hermosísima prosa, los textos de Bleda pueden leerse como auténticos poemas. Hay en ellos juegos de palabras, hallazgos metafóricos sorprendentes, bellas y sugestivas evocaciones. Jalonan las páginas ecos de Byron, Manrique, Sartre, Wincklemann, Cocteau, Adler, Gil de Biedma, Heidegger, Malraux, Rousseau, Umbral, Goethe, Wilde…), brújulas que orientan firme el paso para aquel que creía que no iba a ninguna parte. Y vaya si iba.

lunes, 26 de mayo de 2025

690. El azogue en el espejo

 


El granadino David Ferrez Gutiérrez ha obtenido el Premio Elena Martín Vivaldi de poesía con su último libro Un rostro muerto en el espejo que ahora publica la editorial Cuadranta. Hay en el libro de Ferrez una tendencia hacia una suerte de perspectivismo híbrido en el que la experiencia individual, íntima y existencialista, se solapa en el espejo en el que se mira, con las realidades sociales, algunas de cuyas lacras se denuncian en el poemario. De ese modo, la imagen en el espejo responde eliminando la dicotomía yo-otredad para ensamblarse en una misma identidad que trasciende el prurito solidario de la poesía social.

Como el héroe antiguo, el transeúnte de la derrota que vemos en «El eco de tus pasos» anhela durante gran parte del poemario emprender su particular nóstos con el fin de reencontrarse con una especie de esencia primigenia donde restaurar aquel origen en el que reconocerse para volver a empezar; es el viajero «que desanda el camino andado / en una búsqueda ingenua / de los tiempos venideros»; el «suave deseo por descubrirnos / que nos vuelve desnudos / a la orilla de la certidumbre». No obstante, la ciudad que acoge al regresado ya nunca es la misma y en las fotografías color sepia de la infancia, el poeta casi no sabe distinguir su propia figura.

La desazón y desorientación vital se manifiestan entonces en poemas metafísicos de corte nihilista donde las horas muertas nos recuerdan «la ingrata costumbre / de ir muriendo un poco cada día»; cada amanecer seca «las raíces del cuerpo» y el sudor de la frente «nos envuelve en su mortaja». «Solo la muerte pervive y permanece» y en el silencio «es la nada quien te nombra». Y, sin embargo, la propia conciencia del yo, en esa mirada introspectiva, ilumina con su llama tenue todos nuestros sótanos «frente a la bestia / en esta noche encerrada / cuerpo adentro». Tampoco el amor acude a la redención cuando, en la cama, el poeta busca en vano, pese a los ecos místicos de san Juan de la Cruz («sin otra luz y guía») la piel de la persona amada. En el cementerio, no hay una lápida que visitar y al volver a casa, tras el trabajo, una mujer recibe al poeta enfrascada en su labor de «zurcirle las hebras / a un corazón blanco, sin historia», con los ojos extraviados que ya no le reconocen.

El mundo de afuera se superpone en el espejo donde se refleja nuestro propio rostro y nos muestra las ciudades asoladas por las guerras ante el silencio de Dios; los trabajadores, si no sufren el paro o un accidente laboral, cumplen su penitencia genesíaca y pagan su muerte adelantada; los nacionalismos hacen su negocio a costa del patriota, el tonto útil; un nuevo caso de violencia de género resquebraja la madrugada aunque, tras la estridencia de la ambulancia, «los vecinos recuperan, / poco a poco, el sueño»; los turistas se bañan en las playas a donde no pudieron llegar los migrantes: «la dignidad es un pasaporte»; las víctimas de las casas de apuestas sufren «la intransigente indiferencia / del azar y sus algoritmos»; un bebé muerto aparece en la cinta de transporte de un basurero; los ciudadanos anestesiados van acostumbrándose a las ventajas del progreso: las carnes procesadas, la fruta envuelta en plástico y la contaminación. Y, en fin, reformulando la máxima guilleniana, «este mundo está bien hecho / para una inmensa minoría».

Con esa lírica cruel y diáfana de la cotidianidad, David Ferrez muestra ese rostro muerto ante el espejo, que es el mismo en el que se miran millones de personas, y cuyo azogue purulento nos interpela para defendernos contra la resignación.

lunes, 19 de mayo de 2025

689. La mujer diccionario

 


Andrés Neuman ha tomado una cita de Emily Dickinson para dar título a su última incursión en la narrativa, y no podía haber escogido mejor pues esa forma especial de mirar las palabras, esa vocación casi obsesiva por estudiarlas, por dominarlas, por conocerlas, por masticarlas hasta obtener de ellas su más mínimo matiz semántico se condensa acertadamente en el verbo “brillar”. Que brillaran es lo que consiguió precisamente María Moliner, protagonista de la obra, con las palabras que dieron forma a su famosísimo diccionario, al igual que brilló ella en una época oscura de nuestra historia reciente, pese a las no pocas dificultades a las que tuvo que hacer frente y pese a las múltiples injusticias que vivió simplemente por ser mujer. Neuman dibuja una semblanza de la bibliotecaria aragonesa remontándose a su infancia y hace un recorrido por toda su trayectoria vital en el que se narran los acontecimientos personales y profesionales más destacados con los que queda patente la vinculación casi sagrada que tuvo desde la más tierna edad con la lengua, con las palabras. De modo que logra perfilar un personaje muy redondo cuyas experiencias condicionaron o justificaron su manera de actuar a lo largo de toda su vida, desde el momento en que tuvo que pelear para poder estudiar hasta sus últimos años, cuando una enfermedad, que fue mermando su capacidad para comunicarse, no impidió que siguiera intentando articular sonidos y sílabas. En este sentido, resulta especialmente hermoso el episodio en que la niña María está aprendiendo a hablar y juega a estirar las sílabas de las palabras, las examina demostrando su capacidad de asombro ante la maravilla del lenguaje; así como los momentos en que se dedica al cuidado de sus plantas, trasunto de las palabras a las que durante tantos años cuidó, adecentó y purgó de “plagas”, pues ella concebía “la lengua como un cuerpo en mutación, el vocabulario como un órgano vital”.

Neuman vuelve a demostrar que domina con maestría las palabras ya que consigue una naturalidad en su forma de narrar que lleva al lector en volandas por este hermoso y merecido homenaje a una mujer valiente y luchadora, trabajadora infatigable, que estudió incansablemente hasta formarse, que trabajó como bibliotecaria durante la República, llegando a gestionar un centenar de bibliotecas rurales junto a las Misiones Pedagógicas, que sufrió la depuración franquista y que con cincuenta años se embarcó en el que sería el gran proyecto de su vida: la elaboración de un diccionario cuya extensión duplicaría el de la RAE y cuya principal finalidad era revisar y actualizar las definiciones de las palabras. La parte en la que Neuman nos muestra a María Moliner trabajando incansablemente durante quince años en la preparación de esta obra es interesantísima, pues conocemos su método de trabajo, el impacto familiar que supuso, su aislamiento social, los entresijos editoriales, las dificultades que tuvo que sortear y otras anécdotas que perfilan, más si cabe, el retrato de una mujer comprometida hasta límites insospechados con su amor por la lengua, hasta el punto de que llega a convertirse ella misma en su diccionario (“¡Usted piensa en fichas!”, le dirán). Un gran acierto es la reproducción de las famosas fichas que Moliner preparó de cada palabra. Aparecen recuadradas y con una tipografía diferente e ilustran cómo redactaba las definiciones, completando, modificando, ampliando matices, atreviéndose a incluir lo que en otros diccionarios se había obviado o silenciado. Estos ejemplos no son traídos al azar, sino que Neuman los va enlazando con el momento vital de la autora que está mostrando en cada momento, lo que constituye todo un acierto pues cada definición interpela a su propia historia personal y se forma así una suerte de autobiografía incrustada en su diccionario.

Estructuralmente, la obra resulta también novedosa pues aparece una única escena dividida en cuatro partes entre las que se intercala la vida de María Moliner agrupada por lapsos de fechas. Esa escena, en la que ella recibe la visita de Dámaso Alonso, plasma otro de los grandes retos que quiso lograr nuestra protagonista: ingresar en la RAE, desafiando así la arcaica normativa que impedía el acceso de mujeres y ratificando su voluntad de enfrentarse a la institución que se arrogaba la guardia y custodia de nuestra lengua, no sólo con la redacción de su diccionario sino queriendo formar parte de la misma para contribuir a su modernización. No lo consiguió, pero su legado sigue brillando con luz propia en nuestras bibliotecas y estanterías, por lo que, sin duda, María Moliner ha conseguido trascender a través de su amor a las palabras. Y es que ella misma se ha hecho palabra y respira cada vez que alguien abre su diccionario. No se me ocurre mejor manera de estar viva.  

lunes, 5 de mayo de 2025

688. Tras los pasos de Pedro Saputo

 


No hay vecino de Almudévar que no lleve a gala compartir paisanaje con el gran Pedro Saputo, el personaje fabulado por Braulio Foz en 1844. Tanto es así que los almudevanos han adoptado «saputo» como gentilicio no oficial y así prefieren llamarse. Al llegar al pueblo nos encontramos con la calle Saputo, lo que nos hizo pensar que allí la tradición debió de haber ubicado la casa natal del insigne hijo de Almudévar, casa que Foz sitúa en su novela en la hoy (y quizás entonces) inexistente calle del Horno de afuera. Comoquiera que confiamos en la distribución gremial del callejero tradicional, nos dirigimos a la panadería Tolosana, celebérrima por su deliciosa «trenza de Almudévar», donde su dependienta nos asegura que la casa estaba en la pequeña plazoleta que se abre en la calle Masevilla. Visitamos también la Balsa de la Culada, cuyo origen –según Foz– está también relacionado con Pedro Saputo. Y es que, al regreso de uno de sus múltiples viajes, Saputo halló a sus conciudadanos tratando de enderezar con una cuerda la torre de la iglesia de la Asunción, que andaba ya muy escorada. Espantado por la necedad de sus vecinos, se prestó a ayudarlos pero, sin que se dieran cuenta, manipuló, rasgándolo, el cabo de la cuerda, de modo que al tirar todos de ella, aquella cedió y dieron todos de culo en el suelo con tal violencia que crearon el enorme boquete que es hoy la balsa. El anacronismo es evidente, pues la balsa ya existía en el siglo XVI. Quisimos también ver la ermita de la Virgen de la Corona, patrona de Almudévar, donde Saputo pintó los frescos de su interior, pero nos tuvimos que conformar con visitarla desde fuera y leer frente a ella el pasaje correspondiente. Finalmente, acudimos a la Biblioteca Pedro Saputo, donde nos atendió amabilísimamente Belén Peña Huerva, que lleva 30 años de bibliotecaria en Almudévar, y que nos mostró varias ediciones de la obra de Braulio Foz.

La Vida de Pedro Saputo, a medio camino entre la tradición oral y la inventiva de Foz, narra al modo del género itinerante picaresco las aventuras de este niño prodigio, dechado de virtudes, precocísimo pintor, músico, lingüista, médico y donjuán, que siendo aún muy joven se lanza a los caminos para aprender de la vida. Puede seguirse su prolijo itinerario oscense si se tiene tiempo. Nosotros, además de Almudévar, solo pudimos completar algunos de sus muchos hitos viajeros: Aínsa, «pueblo entonces de quinientos vecinos y ahora de poco más de ciento, habiendo sido quemado en la guerra de Sucesión y arruinándose poco ha sus hermosos fuertes»; Jaca, «de donde subió a San Juan de la Peña. ¡Oh, con qué respeto y amor veneró las cenizas de nuestros reyes allí enterrados»; la hermosa Alquézar, desde donde Saputo ascendió la sierra de Guara para contemplar desde su cima la preciosa estampa del Somontano; Loharre, que visitó dos veces, una para contemplar su imponente fortaleza, y otra siguiendo el itinerario señalado por su padre para hallar esposa de entre la lista de candidatas ideada por aquel, solo que a la lobarresa «la halló tan berroqueña de genio, que parecía cortada de las peñas de la sierra vecina». A Graus no pudimos llegar, pero dimos buena cuenta de su famosa longaniza, que compramos en La Confianza, de Huesca, la evocadora tienda de ultramarinos más antigua de España. Y no quisimos llegarnos a Barbastro, que tantos desaires provocó en nuestro buen Saputo, pero bebimos un Zinca d’anfora de esa tierra –Saputo nos perdone– en el restaurante La Goyosa. Conviene acercarse también a Sariñena, en cuyo convento Saputo, disfrazado de mujer, vivió oculto tras un desagradable lance en Huesca.

Los viajes de Saputo no se limitaron a la provincia de Huesca, sino a parte de España. En lo tocante a nuestra tierra, vivió como médico un tiempo en Villajoyosa, de la que se ensalza su vocación marinera. En la novela, Saputo desaparece en misteriosas circunstancias de camino a la corte. Pareciera augurio de la suerte posterior de la figura de Braulio Foz en la literatura.

domingo, 20 de abril de 2025

687. El arte de perder el tren

 



Los relatos de Pedro Ugarte constituyen la demostración palmaria de que no son necesarios el despliegue de juegos pirotécnicos ni la exhibición del prurito vanguardista para sostener la honorabilidad del género. Muy al contrario, el corte clasicista de su prosa apaciguada, sin estridencias, que fluye con caudal sereno, lejos de ser una opción acomodaticia, representa la forma más honesta de contar historias y de que éstas calen con su verdad en la experiencia lectora. Un lugar mejor (Páginas de Espuma) recoge doce cuentos distribuidos en cuatro secciones, que el autor llama «estaciones». Los títulos de las tres primeras resumen los temas recurrentes a ellas asociadas: memoria, soledad y mentira; la tercera, titulada «Cuentos de la última estación», aunque incluyen temas de las secciones anteriores, parecen elaborados con materiales de acarreo, muy a propósito para el mundo en ruinas que representan sus personajes. La mirada de Ugarte se posa sobre sus criaturas con enorme ternura: el matrimonio de un pueblo castellano que quiere sobrevivir vendiendo revistas y bombillas; el miembro de un viejo club deportivo, anclado todavía a un pasado consumido, que porfía por reunir cada año a los antiguos compañeros, hoy despegados, que lo integraron; el hombre fracasado que recibe las migajas de atención de los que un día se llamaron sus amigos; o el estremecedor cuento del hombre que se enamora cada día de una mujer en el vagón del metro porque todas de las que elige prendarse le recuerdan a su esposa en estado vegetativo. Algunos de los relatos cargan las tintas sobre determinados representantes de extracciones sociales altas, afeándoles su superficialidad o su elitismo clasista. Y hay espacio para otros temas, como la parodia del lenguaje burocrático o de las convenciones literarias, que le sirve al autor para analizar la soledad de determinados oficios (el gris oficinista o el escritor); el mundo de las falsas apariencias; así como la extinción de la inocencia y de la infancia, cuyos últimos estertores se mancillan en los lugares donde un día aquella se enseñoreó luminosa y pura. La familia es también retratada con todas sus aristas: el adulterio, la separación, los vínculos paterno-filiales o la comunión familiar en torno a la desgracia son algunos de sus prismas. El sintagma «un lugar mejor», que da título al libro, se repite sistemáticamente en todos los cuentos recordándonos que los personajes aspiran o sueñan con esa entelequia que dista mucho de ser conquistada en mitad de sus vidas cenicientas y vulnerables. Los protagonistas de la mayoría de los cuentos se llaman Jorge, aunque sus existencias no tengan nada que ver entre sí: el nombre, como las vicisitudes de una vida, es un mero accidente y ninguno de nosotros está exento de encarnar cada uno de los Jorges que desfilan por estas páginas. Mención aparte merecen las digresiones que el narrador intercala con admirable naturalidad a propósito de los lances argumentales de sus cuentos, si es que cabe hablar de argumento en estas estampas de vida que Ugarte recrea con maestría. Muchas de esas reflexiones enriquecen la narración y establecen, a la manera cervantina, un diálogo con los lectores, a través del cual, ambos, lector y autor, toman distancia respecto a la historia narrada para convertirnos, a la par, en observadores que comparten, a través del cristal, los avatares de los personajes. Tal vez todos tengamos un lugar mejor donde estar. Mientras lo hallamos, leer a Ugarte puede ser un buen lugar donde reposar del polvo del camino o donde quedarnos si, definitivamente, hemos perdido el tren.