lunes, 18 de septiembre de 2023

621. Suicidas literarios

 


La semana pasada conocíamos a través de los datos facilitados por el Instituto Nacional de Estadística el número de suicidios registrado durante el año 2022 en España. La cifra es estremecedora y va al alza: 4.097 personas se quitaron la vida en nuestro país, 84 de las cuales son menores de 20 años. Hay algo chocante entre esa sociedad que exhibe su hedonismo como principio fundamental de la vida y los problemas de salud mental de los que el suicidio es solo la punta del iceberg. Según la OMS, unos 280 millones de personas sufren depresión en el mundo, unos 2 millones en España. Y aunque, obviamente, la casuística individual es muy variada, es como si el actual desprestigio del conocimiento y de su consiguiente sustrato espiritual hubieran socavado las almas de las personas y dejado un vacío que el materialismo y la superficialidad, de naturaleza siempre fungible, no pudieran llenar. No es de extrañar que la Literatura, siempre atenta a las cuestiones de su tiempo, esté abordando esta problemática. Conviene, eso sí, diferenciar la literatura de calidad y necesaria, de aquella otra que apuesta por el oportunismo coyuntural con el único objeto de medrar en el mercado editorial.

Claro que el tema del suicidio no es nuevo en Literatura, empezando por la luctuosa nómina de autores que decidieron acabar con sus vidas y pasando por la no menos triste lista de personajes literarios abocados a la misma fatalidad. Y digo no menos triste, aunque se trate de vidas ficticias, porque para muchos lectores algunos personajes son más reales que su propio autor y porque, en no pocas ocasiones, sus historias fueron trasunto de experiencias reales.

El personaje suicida más célebre de la Literatura ha sido, sin duda, el joven Werther, cuya historia produjo una oleada de suicidios por amor tan preocupante, que muchos países prohibieron la venta del libro de Goethe. Pero hay muchos otros que no caben en este espacio. Así, a vuelapluma, aquí van unos cuantos. Píramo, al ver el velo de Tisbe ensangrentado por el hocico de un león que volvía de cazar, creyó que su amada había sido devorada por el animal; a su suicidio le siguió el de Tisbe, al ver muerto a Píramo. El equívoco le pudo servir a Shakespeare para idear las muertes de Romeo y Julieta, y más tarde, a Hartzenbusch para su intrincada versión de Los amantes de Teruel. Dido no pudo superar el abandono de Eneas en la Eneida y Melibea no sabe vivir sin Calisto. Espectacular es el suicidio de don Álvaro, en el drama del duque de Rivas, con toda su impresionante tramoya romántica. Benito Pérez Galdós creó a dos suicidas memorables: Marianela y, sobre todo, Ramón de Villaamil, que queda cesante a escasos dos meses para jubilarse con los cuatro quintos del sueldo regulador; no recuerdo un final más triste en una novela. También es triste el desenlace de Emma Bovary y de Anna Karenina, víctimas del corsé moral de su tiempo; el suicidio de Anna, arrojándose a las vías del tren (el mismo lugar donde había conocido a su amor Vronsky) no puede ser más simbólico. Augusto Pérez, en Niebla, muere mediante el suicidio inducido por su propio creador, Unamuno. Terrible es también la muerte de Tonet en Cañas y barro que, abrumado por la culpa, se dispara con la escopeta en mitad de la Albufera; su padre, que había dedicado una vida entera a ganarle terreno a la laguna para cultivar arroz, nunca habría imaginado que la tierra conquistada iba a servir de sepultura para su hijo. Andrés Hurtado, el personaje de Pío Baroja en El árbol de la ciencia, lector de Nietzsche y de Schopenhauer, no podrá superar su vacío existencial. Virgilio Delise, el inolvidable personaje de Mario Lacruz en El inocente, nos deja atónitos con su suicidio: «tenía vocación de culpable», dice el narrador. Más recientemente, Aurora, protagonista de Lluvia fina, de Luis Landero, se lanza contra la carretera, cansada de escuchar y mediar en los problemas de los demás y que nadie haya estado atento a su propia desazón.

El lector, seguro, podrá añadir a este catálogo muchos otros ejemplos. Lo importante es que no los siga en su derrota.

lunes, 11 de septiembre de 2023

620. La joven alumna de Minerva

 

María Goyri ante varios espejos. Fotografía de 1914. @Fundación Ramón Menéndez Pidal

Desde siempre he sentido un afecto muy especial por María Goyri. Pero reconozco avergonzado que esa simpatía respondía, sobre todo, a su relación conyugal con mi admirado Ramón Menéndez Pidal. Una esposa que acompaña a su marido durante su luna de miel a recorrer los caminos del Cid y a recoger los viejos romances que sobrevivían en Castilla tiene mucho de mujer ideal para mí. A mi hipotética hija iba a llamarla Jimena solamente porque así se llamaba la hija del matrimonio. Pero desde que vamos eliminando ya el prejuicio patriarcal y María Teresa León es María Teresa León y no “la mujer de Alberti”, María Goyri (que era, por cierto, pariente lejana de aquella), puede ser con propiedad, simplemente María (Goyri).

Y más aún cuando buceamos por su vida y hallamos en su biografía hitos admirables, como el de ser, si no la primera mujer licenciada, sí la primera que cursó presencialmente sus estudios universitarios. Al principio lo hizo sin matrícula, acompañando a su íntima amiga Carmen Gallardo, cuyo padre, Mariano Gallardo, cansado de los obstáculos que la Universidad de Madrid aducía para impedir la matrícula de su hija, decidió él mismo acudir a las clases con ella como oyente. Pero a la muerte de Mariano Gallardo, Carmen perdió su salvoconducto y María Goyri quedó sola y tuvo que luchar denodadamente para ser admitida, pues se requería un informe positivo del Claustro, autorizando la presencia de la joven previa consulta al Ministerio de Instrucción Pública. Finalmente, un Claustro dividido autorizó la matrícula con la condición de que la alumna debía esperar al catedrático en el decanato de la facultad e ir acompañada de este hasta el aula, donde ocuparía la primera fila. Al finalizar la clase, se repetía el protocolo a la inversa. La idea era evitar que María estuviera sola en los pasillos con la idea de no alterar a sus compañeros varones que, por cierto, siempre tuvieron con ella un trato respetuosísimo y exquisito.

El corpus del Romancero que hoy disfrutamos hubiera sido imposible sin el concurso de María Goyri. Durante el viaje de novios, detenidos en Osma para contemplar un eclipse solar, a María se le ocurrió recitar el romance de la Boda estorbada a una lavandera con quien conversaba la pareja. La lavandera dijo conocer el romance y se lanzó a cantar otros entre los cuales Pidal reconoció una versión del romance del Príncipe don Juan, que demostraba que el Romancero seguía vivo entre las gentes de Castilla tras varios siglos. Empezaba así el trabajo recopilatorio de toda una vida. Las imprescindibles fichas que guarda el archivo de la casa de Pidal en el Olivar de Chamartín son cosa de María.

María Goyri fue, además, una de las pioneras del feminismo en España. Afectada por las críticas que había recibido Concepción Arenal tras su ponencia “Educación de la mujer”, María escribió una réplica valiente que obtuvo el cariñoso abrazo de Emilia Pardo Bazán, quien desde entonces apodó a María como la “la joven alumna de Minerva”.

Además del Romancero, María sintió pasión por la personalidad de Lope de Vega, de la que se encargó en varios trabajos. También llevó a cabo una edición crítica (inconclusa) de El conde Lucanor, amén de otros trabajos sobre literatura y pedagogía.

Enrique Súñer, presidente de la Comisión de Cultura y Enseñanza del Gobierno de Burgos, dirigió esta acusación al Servicio de Información Militar, en relación a María Goyri: “Menéndez Pidal, señora de: Persona de gran talento, de gran cultura, de una energía extraordinaria, que ha pervertido a su marido y a sus hijos. Muy persuasiva y de las personas más peligrosas de España. Es sin duda una de las raíces más robustas de la revolución”. Sirva este dislate para engrandecer aún más su figura.

El lector interesado podrá hallar una bonita semblanza de María en el trabajo de Jesús Antonio Cid, editado por la Fundación Ramón Menéndez Pidal, que puede ser una buena manera de celebrar el 150 aniversario de su nacimiento y de descubrir aún más su personalidad. El imbécil de Enrique Súñer no, pero la avala Minerva.

lunes, 4 de septiembre de 2023

619. Besar a una mujer

 


Cuando yo iba al colegio y después al instituto, la mayoría de mis compañeras de clase iban vestidas con feos y holgados chándales ochenteros y enfundadas en blusas que llegaban casi hasta el mentón. Con aquellos atavíos, uno nunca podía hacerse una idea cabal de sus siluetas y contornos femeninos. Por aquel entonces no se veían en las aulas los shorts nalgueros ni los escotes generosos que hoy abundan sin recato por los pasillos de los centros educativos y que no dejan lugar a la imaginación. Si uno se encandilaba de una chica, lo hacía sin más remedio de una mirada hermosa, de unas facciones delicadas, de la grácil lasitud de una melena, de una sonrisa luminosa, del dulce timbre de una voz, del aroma subyugante de un perfume. Vetadas a los ojos las presumibles turgencias de nuestra compañera de pupitre, quedaba neutralizada de antemano cualquier posibilidad de examen concupiscente o libidinoso y uno solo podía enamorarse espiritualmente de una donna angelicata. Quizás por eso, el cuerpo de una mujer ha sido desde siempre para mí un bellísimo misterio. Y aunque después la vida me ha permitido demorarme, ya sin restricciones, en cada milímetro de piel, sigo siendo aquel niño para quien el cuerpo de una mujer era un templo guardado por una vestal y el ingreso en él, un privilegio inmerecido que se ofrece a un hombre, siempre neófito, siempre aprendiz y siempre turbado ante el arcano, sempiternamente inédito, de la intimidad de una mujer. Y si ha habido audacia u osadía en mis lances amorosos, siempre ha sido con la vocación de reintegrar con lo mejor de mí la deuda que debía más que por complacer mi propio deseo.

Si el cuerpo de una mujer es un templo, entonces su boca y la promesa del beso es el primer atrio que conduce a su sagrario. Por eso a mí, que tengo la extravagancia de situarme a menudo en las regiones periféricas de las polémicas, lo que me ha sorprendido del beso de Rubiales no es tanto el beso mismo como la zafiedad con que lo ha pedido. He tenido la oportunidad de besar y ser besado por muchas mujeres (no es jactancia –tampoco es que yo sea precisamente un Adonis– sino agradecida constatación del regalo, seguramente injusto, con que me ha ofrendado la vida) y siempre me ha electrizado el contacto con unos labios y el húmedo vértigo con que, al cerrar los ojos, cae uno en su abismo y su asombro. Ese milagro, que es el beso de una mujer, Rubiales lo ha degradado, incluso semánticamente: «un piquito» lo ha llamado. Y su modo de agarrar la cabeza de Jenni Hermoso y plantarle los morros en la boca tiene para mí algo de profanación que va más allá de todo el debate jurídico y moral que se ha dirimido durante estos días. Lo que quiero decir es que lo que a mí me deja perplejo de verdad es que un hombre, cuya expectativa del beso de una mujer debiera tenerlo temblando, lo tome así, sin más, como quien recoge coles.

No me olvido de que esto es una columna sobre literatura. Ahora voy. Escribe Cortázar en Rayuela: «Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua». Rubiales no ha leído, claro, a Cortázar. Pero tampoco ha leído La Regenta. De haberlo hecho sabría que su beso, tan distinto del de Rayuela, emparenta más bien con el beso de sapo de Celedonio a Ana Ozores.

lunes, 31 de julio de 2023

618. 'Al hilo de la noche'. De ratas y cisnes.

 


Hay escritores y libros que esconden una intrahistoria que bien podría ser material narrativo para escribir otra novela. Imaginen una obra prohibida por el régimen nazi, que tuvo la suerte de circular de forma clandestina por manos de inteligentes lectores como Hermann Hesse, quien auguró que esa novela tendría vocación de perdurabilidad. Imaginen a un joven enamorado de la literatura, perteneciente a una familia de editores, un escritor vocacional que tuvo que ver cómo una bomba aniquilaba su tesoro más preciado, su biblioteca, un hombre valiente que escribía en un país en el que “no se permite respirar”, un autor al que muchos libreros vetaron por miedo a las represalias del régimen, obligado a trabajar en una oficina del Ministerio de Interiores para informar de las noticias de la prensa aliada, un intelectual que no contempló el exilio como una opción y que, al ser confundido con un nazi, fue asesinado por una patrulla del Ejército Rojo cuando paseaba por los bosques de Kleinmachnow.

Todo esto rodea a Friedo Lampe y a su primera novela: Al hilo de la noche. Esta breve joya de la literatura alemana, publicada por primera vez en España gracias a la editorial Funambulista, trascurre en una noche de verano en el puerto de Bremen. Sin una trama argumental definida, el autor nos presenta escenas de las vidas de una treintena de personajes, muchos de ellos seres grises, solitarios, con miedos, con secretos que esconder, con aspiraciones frustradas… De la mano de Lampe, el lector conoce retazos de vidas sin que ningún personaje destaque por encima de los demás. No es una novela de individualidades sino de una colectividad, la de la sociedad alemana de entreguerras, y en la que la ciudad y el puerto constituyen un espacio casi mítico.

Los diálogos sostienen muchas de las escenas descritas por Lampe, pero alternan con delicados pasajes descriptivos que consiguen que el lector empatice con los personajes y que sea capaz de sentir la brisa nocturna, con olor a salitre del puerto; la ilusión de unos jóvenes que embarcarán rumbo a una nueva vida; la frustración de los que sufren un choque entre la realidad y sus anhelos; la muerte de un anciano mientras escucha la música que toca su vecino; la amistad de dos ancianas unidas por la soledad; el desamparo de una madre viuda que debe cuidar a sus hijas; las expediciones nocturnas de unos niños para ver las ratas que se adueñan del puerto durante la noche y que atacan a los cisnes; el desgarro vital de quien no quiere volver a casa porque nadie lo espera ni lo visitará; la vida dentro del Astoria -un local del puerto en el que hay actuaciones variadas, desde musicales hasta lucha libre o números de hipnotismo-; el amor adúltero entre una mujer casada y un hombre negro; la inclinación homosexual de un luchador… (estos dos últimos temas pudieron ser la causa de que la novela fuera incluida en la “lista de libros perniciosos e indeseables”).

Al hilo de la noche es una novela de sensaciones, para dejarse llevar por las emociones que transmite y por los mensajes que subyacen, como ríos subterráneos, por las escenas que Lampe recrea como, por ejemplo, el miedo que la niña Luise tiene a las ratas, las cuales son capaces de matar a los cisnes en una horrible pesadilla que la atormenta. Su madre, para tranquilizarla, le dirá que ya hay quienes las “combaten con acierto, y un día, ya lo verás, no quedará ni una”. Friedo Lampe era uno de esos combatientes que hizo de la escritura su arma, un cisne que fue confundido con una rata. Ironías del destino.

(Beatriz Pastor)

lunes, 24 de julio de 2023

617. 'Kudryavka': dibujar gusanos, escribir la costra

 


Una de las características que más valoro en una novela es que sea capaz de zarandear las conciencias de los lectores y que los invite a hacer un ejercicio de reflexión y de asunción de dolorosas realidades que emponzoñan nuestra sociedad. Esto precisamente es lo que ha conseguido Xenia García con su primera novela: Kudryavka (Perra de pelo rizado), la cual viene avalada por el Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones.

La autora, mediante capítulos breves de sugestivos y originales títulos, va desgranando la historia de Pepa, una mujer de 40 años que convive con la niña de doce años que fue, la cual vivió una infancia marcada por la ausencia de cariño materno, por el deseo de tener una muñeca y por oscuros acontecimientos que se irán desvelando progresivamente y que marcarán para siempre a la Pepa adulta. La protagonista, divorciada y madre de un hijo, ha aprendido a sobrevivir a las vicisitudes de la vida e intenta cubrir las heridas con una costra que la proteja de la soledad, del dolor y del fracaso existencial. Pero esta costra empezará a resquebrajarse cuando reciba la terrible noticia de que, el Hombre, su exmarido, ha fallecido supuestamente tras sufrir un paro cardíaco. El Hijo le pedirá a Pepa que se encargue de vaciar el piso del padre y ella accederá. Durante una temporada, Pepa vivirá en ese piso vacío recordando, buscando respuestas y conocerá a la Niña, personaje fundamental en la trama. Obsérvese que, excepto Pepa, el resto de personajes no tienen nombre propio sino que son aludidos mediante sustantivos genéricos, pues son símbolos de todos los hombres, hijos y niñas que viven las experiencias descritas por la escritora.

Tres son las voces narrativas que articulan la obra. La primera persona es empleada por Pepa, quien escribe la novela como ejercicio sanador (“elijo escribir y dejar de llorar, porque solo dejando de llorar se puede escribir”), la tercera persona aparece en los capítulos dedicados a la Niña y la segunda persona se emplea cuando se habla del Hombre. Xenia García emplea un “tú” con el que bucea por los intersticios más recónditos del Hombre con un ritmo y una cadencia que recuerdan a los coros de las tragedias griegas. Y es que esta novela es la tragedia del doloroso descubrimiento. Unos archivos ocultos en el ordenador del difunto desvelan su inclinación por los “cuerpos incompletos”, por los “cuerpos no acabados” de niñas en las que también Pepa se ve reflejada. Ella también es todas esas niñas. Alrededor de este horror (“mi costra ya no es suficiente para esto”), Xenia García articula temas como el suicidio, la presión psicológica que puede ejercer el Opus Dei, la culpa como elemento devastador, la connivencia de una parte de la iglesia ante los abusos a menores y el amor maternal que obliga a Pepa a ocultar la verdad al Hijo (“obligada al silencio por mi costra de madre… Por cada herida que le lamo, se me abre una nueva”) a la vez que cumple con su deber (“Voy a llegar hasta el final, a ese lugar donde todo encaje y la culpa deje de inflamar mi cuerpo”).

El delicadísimo tema que articula la novela es presentado con crudeza, con una prosa directa, en ocasiones con frases muy breves, de ritmo sentencioso, y con un lirismo potente, con imágenes impactantes que van formando en el lector un ditirambo del dolor. Imposible no sentirse indignado ante los deleznables actos que comete el Hombre. Asimismo, Xenia García hace uso de los símbolos, como los gusanos que dibuja la Niña (estremecedor es su significado) o como el apodo de Pepa: Kudryavka, nombre de la perra Laika antes de ser lanzada al espacio. Pepa y las otras muchas niñas, como la perra de pelo rizado, obligadas a vivir un enorme peligro.

Es destacable el capítulo en el que la autora hace un retrato, sin empatía pero con imparcialidad, del Hombre, de cómo ha acabado convirtiéndose en un monstruo, de su lucha interna (“hace años que negocias a solas con tu propio deseo”), de cómo ha perdido su esencia humana de antes (“te echas de menos”) y de cómo ese lado oscuro se ha enseñoreado de su ser. Xenia García expone esta lucha del Hombre y su devastadora evolución y es el lector quien juzga.

En definitiva, Kudryavka es un grito valiente de denuncia, “un pellizco en la costilla” para que no haya más niñas que dibujen gusanos “para evitar un mal menor”, para acabar con los “pulgones del guisante” que pudren la infancia de niñas inocentes e indefensas a las que Xenia García aquí da voz.

(Beatriz Pastor)

lunes, 17 de julio de 2023

616. José María Fernández (1942-2023)

 


Desde 2015, año en que falleció el maestro Ramón Oteo, estoy en un grupo de WhatsApp formado por nueve integrantes de aquella promoción de filólogos que se licenciara allá por 2004 en la ya extinta Facultad de Letras de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona. Una foto de Oteo preside el grupo recordándonos por qué, a pesar de la escasa interacción de sus miembros, seguimos sin abandonarlo. Es conmovedor comprobar cómo la figura de Oteo continúa ejerciendo, tras ocho años desde su muerte, como garante de la cohesión y camaradería de su fiel grupo de acólitos.

Fue a través de este medio como conocí la noticia de la muerte del profesor José María Fernández. Uno sabe que se va haciendo mayor conforme asiste a la desaparición de sus profesores. Recuerdo a Fernández (nunca un apellido tan común tuvo tanto valor antonomástico) como un profesor trabajador e infatigable. Buena muestra de ello fue su denodado tesón para elaborar su tesis doctoral, centrada en el escritor Enrique Díez-Canedo, en una época –la España de Franco– donde era difícil hallar libros y documentación sobre un republicano exiliado y amigo de Azaña. Los ocho años que tardó en acabar la tesis le permitieron entrar en contacto con grandes personalidades literarias como Joaquín Moritz o Francisco Giner de los Ríos. En la universidad impartía la asignatura de «Introducción al Romanticismo» y recuerdo estar casi todo el cuatrimestre hablando de Blanco White y de Cecilia Böhl de Faber. Sus clases eran algo anárquicas porque priorizaba sobre el temario su obsesión por inocular en el alumno el espíritu crítico y cualquier pretexto era aprovechado para ese fin, aunque eso significara dejar a medias el plan de estudios. Ha adquirido categoría mítica entre su alumnado la obligación de leer y comentar una novela cada quince días, lo que nos permitió bucear por algunas obras que, de otro modo, quizás habríamos soslayado y que, a día de hoy, forman parte del constructo espiritual de muchos de nosotros. Sirva esto para los que reniegan de las lecturas obligatorias (tremendo oxímoron) y para los pedagogos de nuevo cuño que quieren desterrar a nuestros clásicos del sistema educativo en virtud de no sé qué protección de los centros de interés de los alumnos. También recuerdo sus excelentes trabajos sobre la novela galante y, en concreto, sobre Felipe Trigo, y su ascendiente en el terreno de las publicaciones periódicas de principios del siglo XX, especialmente en La Novela Semanal, de la que quise hablar en su día en esta columna coincidiendo con su efemérides con la intención velada de reconocer la labor de Fernández, pero he llegado tarde. Cuánto lo siento.

Natural de Mora de Luna, siempre llevó a gala su origen leonés. En su casa, luce un mural de grandes dimensiones, hecho con cerámica y fundido con ribetes de oro, que incorpora asuntos de la historia leonesa y el himno de León. Y, sin embargo, fue a Tarragona a la que puso en el mapa literario dirigiendo los extraordinarios «Encuentros de Escritores», que trajeron a la ciudad lo más granado de la literatura española del momento. Recuerdo que incluso Sánchez Dragó grabó su veterano programa Negro sobre blanco en el marco de esos encuentros. Tuvo que luchar, con enorme desgaste, contra algunos sectarios, que vieron con malos ojos la presencia de escritores en lengua castellana en la universidad. Junto a la profesora Josefina Albert, se significó en la defensa del español en la vida cultural de la facultad, lo que le granjeó no pocos enemigos, pese a lo cual, se mantuvo firme en sus principios. Ejemplo de coherencia y humildad, Fernández se ha ido como ejerció en vida: en silencio, sin hacer ruido, alejado como ya estaba de un mundo que no entendía y desengañado de casi todo, como demuestra el tono de los últimos correos electrónicos que nos enviaba a un grupo selecto de amigos. Descanse en paz.

lunes, 10 de julio de 2023

615. El libro de Azorín que los críticos evitan

 

Azorín en 1942, saliendo de la casa de Zuloaga

Coincidiendo con la celebración del 150.º aniversario del nacimiento de Azorín, se están escribiendo estos días numerosas semblanzas sobre la vida y la obra del maestro de la generación del 98. Sin embargo, cuesta hallar entre todos esos homenajes a un solo estudioso o crítico que se detenga o que cite siquiera uno de los libros más valiosos del autor de Monóvar. Me estoy refiriendo a El escritor, publicado en la Colección Austral en 1942. Hay en esa omisión un loable deseo de proteger la figura de Azorín, que alguien puede sentir enlodada por lo que quedó escrito en algunos pasajes de ese libro. Por eso, ese mismo alguien pudiera reprocharme que, al dedicar yo este artículo monográficamente a la obra de marras, y al hacerlo, además, en el año de los fastos conmemorativos, esté obrando de mala fe. Nada más lejos de la realidad. Mi deseo de reivindicar este libro incómodo es justamente por el motivo contrario: demostrar su enorme mérito literario y, sobre todo, su estremecedor valor testimonial.

El escritor se publica tres años después de terminada la Guerra Civil. Durante la contienda, Azorín ha permanecido retirado en Francia y su regreso es bendecido por Serrano Suñer, a la sazón ministro del Interior de Franco. Azorín tiene entonces 66 años y es poco menos que una pieza de museo perteneciente a una España que ya no existe. Pero la principal fuente de ingresos de Azorín siguen siendo sus libros y estos no parecen encajar ya entre la nueva literatura que cultivan, sobre todo, los jóvenes escritores falangistas. Azorín, además, se ha mostrado muy tibio y cauteloso respecto a su adscripción al Régimen, por lo que se le observa con cierto recelo. Es significativo que Azorín le dedique, precisamente, El escritor a Dionisio Ridruejo, en ese intento de hallar un espacio entre la nueva intelectualidad. Ese es el contexto del libro que nos ocupa. En la novela aparecen dos personajes principales, ambos escritores: Antonio Quiroga, trasunto inequívoco del propio Azorín, y Luis Dávila, representante de la nueva generación de escritores. Quiroga siente por Dávila una inicial antipatía (divertida e irónica), cuya aspereza va limándose conforme va conociendo las aptitudes de este y la admiración va ejerciendo su diplomacia. Lo mismo ocurre al revés: Dávila, incluso, escribe un libelo contra Quiroga antes de la definitiva reconciliación. El libro está dividido en dos partes. En la primera toma la voz Quiroga y en la segunda lo hace Dávila, en un interesante juego de perspectivismo. Es en esa segunda parte cuando aparece el pasaje más comprometedor para Azorín. Se titula «A los jóvenes» y en él Dávila propone a Quiroga que dé un discurso a un grupo de amigos reunidos en su casa. La disertación termina con un «Jóvenes: ¡En pie y arriba España!» y el consabido gesto de estos con el brazo en alto.

Causa tristeza encontrar al viejo maestro, hasta no hace mucho modelo indiscutible de tantos, casi mendigando complicidades con los representantes de la nueva era. Pero hay un capítulo donde se ve a Quiroga discutiendo vehementemente con alguien que le pide pagar las facturas: Azorín-Quiroga tiene que comer. Y antes de emitir juicios de valor (ya conocemos cómo el Régimen instrumentalizó la figura de Azorín –pero ¿cómo hablar de connivencia?) debiéramos comprender la tesitura en la que se halla un español en plena posguerra. El escritor, en ese sentido, es un ejercicio desesperado, conmovedor y terrible de autojustificación  que más que condenar absuelve a Azorín a poco que el juez atesore una pizca de comprensión y discernimiento sobre los límites entre principios y supervivencia. También es un libro reivindicativo. El propio Dávila, imbuido del lenguaje patriótico del momento, reconoce en Quiroga a alguien que también ha ofrecido su servicio a España desde los postulados del 98.

El escritor es, además, un artefacto literario de originalísima estructura; aún hoy, acostumbrados al hibridismo de la novela, llama la atención su apuesta vanguardista, en la que asistimos al concepto de «novela en marcha» con muy interesantes reflexiones metaliterarias. Genial es el cuestionario que hace Quiroga a Dávila, que deja a la famosa entrevista capotiana en un ejercicio de escolar. Quizás fue en esas digresiones sobre Literatura (la única y verdadera identidad) donde Azorín halló algo de certidumbre en mitad del desconcierto que debió de ser para él aquella España en la que no podía reconocerse.

lunes, 3 de julio de 2023

614. Veinticinco años sin Lucio Battisti

 


El día que murió Lucio Battisti lo supe porque él mismo me lo dijo. Era 9 de septiembre de 1998 y yo tenía 20 años. Paseaba por el dial de la vieja radio que mis padres habían comprado en Andorra y en todas las emisoras sonaba «Il mio canto libero» sin que nadie aclarase por qué. Como entonces no había manera de conocer con la presteza de hoy los sucesos que acontecían en el mundo, tuve que esperar a escuchar el programa Flor de pasión, de Juan de Pablos, que por aquella época se emitía de madrugada en Radio 3. Y allí estaba la voz quebrada de Juan, traspasada por el dolor, anunciando la muerte de Battisti y dedicándole todo un programa monográfico que grabé en una cinta de casete. No había escuchado a Juan de Pablos tan afectado desde sus míticos sollozos en antena cuando murió Dusty Springfield. Aún conservo aquel casete al que añadí una carátula con el rostro de Battisti imprimido de forma tosca en una impresora que se caía a pedazos.

La mayor parte de las letras de las canciones de Lucio Battisti fueron compuestas por Giulio Rapetti, más conocido como «Mogol». Los textos son pura poesía y la voz aterciopelada de Battisti, unida a sus arreglos musicales, el cauce perfecto. Aunque la crítica coincide en destacar la veta experimental de Battisti, a mí lo que me enamoró de su producción fueron las baladas clásicas. Hay canciones celebratorias del amor que son auténticos himnos, como «Il mio canto libero», que fue el tema que lo hizo popular, pero también «29 de settembre» con ese final exultante de felicidad o «Un’avventura», donde el cantante se rebela contra la provisionalidad de un amor que nace y que «è fatto solo di poesia». En otras ocasiones, los temas abordan el carácter redentor del amor, como en «Io vorrei, non vorrei», una de las canciones más bellas que he escuchado nunca y en la que el protagonista, roto durante mucho tiempo por un desamor, no sabe si debe o no abrir su corazón a la persona de la que se está enamorando; pero, finalmente, el «grande salto» hace liana. «Mi ritorni in mente» evoca la emoción de aquel primer encuentro fundacional y en «Vento nel vento», el miedo no existe cuando él recibe el cobijo cálido del abrazo de ella. Hay también canciones de desamor muy potentes, sobre todo porque Battisti teatraliza vocalmente sus temas. Así, en «Fiori rosa, fiori di pesco», el protagonista, tras un año sin ver a la persona amada, vuelve ilusionado a la casa de ésta, pero pronto descubre que ella ya no está sola; el momento en que se percata de ello es verdaderamente conmovedor. En «Non è Francesca», el protagonista se niega a creer que ella lo engaña con otro: «Come quell'altra è bionda, però / non è Francesca. / Era vestita di rosso, lo so/ ma non è Francesca / se era abbracciata, poi / no, non puo' essere lei». Y en «Io vivró senza te», el cantante dibuja la perspectiva desoladora de una vida sin ella, en la que, cual autómata, se someterá a la inercia de los días sin objeto; la instrumentación es casi un réquiem del desamor. También es bellísima «Umanamente uomo: il sogno», donde Lucio Battisti se limita a tararear o a silbar una melodía sin letra, que otorga a la composición un intimismo lírico precioso. La letra de esta canción permaneció inédita hasta 1999 (27 años después de ser compuesta): al parecer Mogol no quiso incluirla en el tema. Se trata de un breve poema de carácter existencialista. Y para acabar con esa lista de algunas de mis canciones favoritas de Battisti, no puedo dejar de citar «La collina dei ciliegi», un ejercicio casi místico de comunión compartida con el cosmos: una auténtica belleza.

Battisti murió prematuramente a los 55 años, probablemente de cáncer, aunque nunca trascendieran los verdaderos motivos de su muerte. A mí me queda aquel casete de mi juventud y aquella frase suya de «Il mio canto libero», que ha sido desde entonces una promesa cumplida: «Al fianco tuo mi avrai /se tu lo vuoi».

lunes, 26 de junio de 2023

613. Escribir la sutura

 


No podría haber hallado Iria Fariñas mejor prologuista para su nuevo libro que Solange Rodríguez Pappe. Aún recuerdo con gusto la lectura de La primera vez que vi un fantasma, aquella colección de relatos inquietantes de la autora ecuatoriana cuyo efecto perturbador procedía de naturalizar lo insólito o lo anómalo en el contexto de la cotidianidad. De ese modo, al asumir lo cotidiano la injerencia de lo inusitado, el libro nos concitaba a reflexionar sobre la verdadera naturaleza de aquello que consideramos normal y a reformular nuestra percepción del mundo en que vivimos. Los 23 relatos que conforman Ruido de cicatriz, de Iria Fariñas (InLimbo), comparten, aunque con diferentes registros y focos temáticos, aquel extrañamiento de la realidad y, de ahí, la pertinencia por parentesco de su prologuista.

Algunos de los personajes de Ruido de cicatriz mantienen una relación conflictiva con sus propios cuerpos. Hay un chico sin brazos, una mujer con escoliosis o un niño sin dedo meñique. Además de las circunstancias que rodean a estas deformaciones o amputaciones y que el lector irá descubriendo con la lectura, estas parecen apoyar cierta tendencia a la autorrenuncia, que es también, a veces, un deseo de redención en el propio holocausto de sí mismo, ofrecido en sacrificio al ara de un nuevo comienzo o de la negación definitiva. Así, en «Ligera como un estremecimiento», se aborda el tema de la anorexia, que no deja de ser, simbólicamente, un lento desaparecer de la propia corporeidad; o el relato del loco que evita verse reflejado porque, al contrario que en el mito de Narciso, rechaza su propia imagen o, mejor dicho, la del «otro» que todos somos, herencia filosófica y literaria del Doppelgänger. La renuncia culminante, claro, es el suicidio del último relato. Otras veces, en cambio, el cuerpo es refugio, como en «Sistema digestivo», uno de los relatos que más me han gustado y que narra los tormentos de un misántropo que busca huir del ruido de la sociedad cobijándose en el útero de sí mismo; o en «El hogar es un tipo de geometría», donde la redondez de la madre ampara al niño de las aristas cuadrangulares de su padre maltratador.

Algunos de los relatos están narrados desde una perspectiva infantil, que otorga a las historias un mayor contraste entre la ingenuidad de la voz narrativa y la truculencia de lo que allí se describe: abusos, pérdida, soledad. También hay una significativa presencia de las personas invisibles, aquellas que apenas imprimen la grisura de sus vidas en la desvaída página de sus existencias y que, justamente por eso, vemos a veces en los telediarios. Así, aunque no podamos comulgar con sus actos, quizás podamos comprender por qué alguien decide matar a otra persona solamente porque pone boleros en la radio. En ese mismo sentido, el relato «Planos del deseo» narra la historia de una mujer que, como otra Isidora de La desheredada de Galdós, fantasea y hasta se cree poseedora de una vida que no tiene. Por el libro desfilan otros temas o géneros como una reflexión sobre el tiempo, el amor, el peligroso constructo de las redes sociales, el género negro y hasta cierto flirteo con lo paranormal, aunque siempre leído como trasunto de temas de mayor calado. Especialmente interesantes son dos relatos metaliterarios: «Principios de continuidad», donde se asiste a la labor creativa desde la original perspectiva de las palabras que cobran vida; o «Por dónde se mete el miedo», que además de tratar el tema de una violación infantil, reflexiona sobre el abrigo que supone la ficción como realidad alternativa. Hay otros temas y planos interpretativos que pueden enriquecer la lectura y que sería prolijo enumerar en el espacio del que disponemos. Estén atentos también al estilo literario. Los títulos, que son ya de por sí pequeños trallazos líricos, solo son la antesala de auténticos hallazgos poéticos cuya originalidad, a la manera del simbolismo francés, consiste en diseñar asimetrías semánticas donde se contorsionan los referentes lógicos.

En definitiva, Ruido de cicatriz confirma la frescura de una voz como la de Iria Fariñas, que lleva ya tiempo demostrando el valor cauterizante de su literatura necesaria.

lunes, 19 de junio de 2023

612. La novela-novela

 


Hace un tiempo leí en un foro de literatura un comentario sorprendente sobre Luis Landero. El autor de la nota decía que Luis Landero era un escritor del siglo XIX «y poco más». Lo afirmaba, además, con ese tono taxativo con el que emiten sus juicios de valor esos opinadores profesionales que pasean su soberbia por las redes sociales. Pero lo verdaderamente llamativo era el tono dedeñoso con el que el comentarista pretendía vincular la narrativa del siglo XIX con una suerte de demérito estigmatizador. «Y poco más», rezaba esa coda despectiva. Como si aparecer vinculado por afinidad a la pléyade de los Tolstoi, Dostoyevski, Balzac, Flaubert, Galdós o Clarín –todos ellos unos principiantes– supusiera para el escritor moderno un baldón insuperable. Casi todo en la vida es debatible pero a mí nadie va a convencerme de que el género de la novela vivió su época dorada en el XIX. Y quien crea que esta afirmación procede de un reaccionario que vive anclado en el inmovilismo de la tradición es que no me conoce bien o que no ha leído nada de lo que he escrito. Pero estoy seguro de que nunca la novela ha vuelto a alcanzar las cotas de calidad, maestría, dominio de la narratividad y elegancia en el uso del lenguaje como en aquella centuria. Este desprestigio de la novela del Realismo no es algo inédito. Obedece a los episodios más o menos cíclicos de iconoclastia que los nuevos escritores quieren imponer para afirmarse generacionalmente. Pero Picasso, que no es sospechoso de conservadurismo, sólo se inició en el cubismo una vez hubo dominado las técnicas de todos los grandes maestros que lo antecedieron. Existe también el prurito de romper todos los moldes del género novelesco, cuya maleabilidad permite el hibridismo y una libérrima propuesta creativa y estructural. Yo mismo lo he defendido, aunque con alguna reserva. Se habla del dinamismo que aporta la mixtura, y se admira el fragmentarismo, mientras que todo lo que huele a narración lineal o a la clásica ficción argumental se mira con displicencia desde determinados púlpitos. En ellos predican muchas veces sacerdotes que se sienten investidos con la toga de un elitismo que hay que exhibir en algunos proscenios. El ensayo ficción, por ejemplo, que es un interesantísimo fruto de esa tendencia al mestizaje genérico y que ha dado libros de gran valor, se ha constituido en paradigma de la anti-novela. Pero nadie ha escrito un ensayo más lúcido sobre la culpa que Dostoyevski, y fue con Crimen y castigo. Es decir, con una novela.

Esta situación ha llegado hasta extremos tan absurdos que en determinadas presentaciones de libros he escuchado decir al presentador cosas como que «estamos ante una novela-novela», así, repitiendo dos veces el sustantivo, no sé si con la intención de prevenir a los incautos que venían pensando que ese día se presentaba no sé qué cosa o tranquilizando a quienes acudimos creyendo que, efectivamente, el autor de turno había escrito una novela-novela.

Pero lo cierto es que yo, que leo de todo, he concatenado últimamente dos novelas-novelas, una de Elvira Lindo y otra de Julio Llamazares, y he vuelto a sentir el placer de la historia que se cuenta sin más zarandajas que la del mero hecho de contar, que es lo que ha movido siempre al narrador y al escuchante desde tiempo inmemorial. Por eso, de vez en cuando, hay que reivindicar la vieja narratividad, la misma que subyugaba a los huéspedes de las ventas del Quijote. Como escritor, nada me haría más ilusión que alguien emparentara mis novelas con las del siglo XIX. O que un presentador dijera de mis libros, que son novelas-novelas.