lunes, 27 de diciembre de 2021

555. 'Malvivir'

 


Siempre recordaré la primera vez que escuché a Álvaro Tato hablar sobre su profesión. Había en el tono entusiasta de su voz, en el brillo de sus ojos, en aquellas palabras casi atropelladas que bullían con los borbotones de una pasión encendida, había, hecho carne, todo lo que yo ya había visto antes en sus obras. Y entendí enseguida que todo lo grande que un creador puede dar a la vida no nacerá sino de esa autenticidad visceral, de ese amor incondicional, de esa entrega radical por lo que uno hace. Allí no estaba disertando solamente el profesional, sino alguien a quien le iba la vida en cada una de sus pulsiones artísticas. Pero también estaba el talento, la formación, el exigente bagaje de lecturas, el trabajo duro a prueba de cualquier sinsabor, la constancia del amante y la humildad y respeto ante los grandes maestros que le asisten cada día en su trabajo. Creo, sinceramente, que la recuperación de los clásicos y, en particular de la literatura áurea, no había alcanzado tales cotas de excelencia y honestidad intelectual y emocional desde la fundación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, a la que veo ya algo institucionalizada. Y ese es justamente el hecho diferencial que aporta Álvaro Tato, ya sea a través de Ron Lalá o mediante sus propios proyectos personales: esa frescura ajuglarada de sus propuestas, que escapan del anquilosamiento pero que, a la vez, no sucumben al vanguardismo gratuito sino a la innovación perfectamente ensamblada en el espíritu clásico.

Malvivir es el último montaje del dramaturgo, poeta y actor madrileño. La obra pretende homenajear la literatura picaresca española, centrándose en los personajes femeninos. Porque si existieron Lázaro de Tormes, don Pablos o Guzmán de Alfarache, no le van a la zaga las pícaras. En este caso, la obra, interpretada por ese dúo salvajemente teatral que forman Aitana Sánchez Gijón y Marta Poveda, y dirigida por otro grande como es Yayo Cáceres, rescata sobre todo la figura de Elena de Paz, protagonista de La hija de Celestina, de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, aunque también se adereza la pieza con algunos pocos fragmentos de La niña de los embustes, de Alonso de Castillo Solórzano, La pícara Justina, de Francisco López de Úbeda, y tres letrillas de Quevedo.

La estructura de la obra es inteligentísima y muy dinámica. Elena de Paz, ya ejecutada por la justicia y arrojada en un barril al mar, cree estar en el útero materno a punto de nacer, lo que no deja de constituir un hallazgo poético y filosófico tremendamente sugestivo. Ese equívoco permite a la protagonista hacer una semblanza de las vicisitudes de su difícil vida desde su nacimiento. Mediante habilísimas transiciones, que se valen entre otros géneros, del teatro del guiñol, y del intercambio de papeles entre las dos actrices, asistimos sin parpadear a los lances argumentales en un prodigio de dominio de los espacios escénicos y con un variadísimo repertorio interpretativo de enorme calidad.

Entre los muchos méritos de la obra, quiero destacar el de introducir elementos románticos, si se me permite el anacronismo terminológico. La literatura de la picaresca, tan asida al realismo y pragmatismo más crudos, concede aquí treguas espirituales, casi metafísicas, como la escena de la contemplación a la intemperie de las estrellas, solo barruntada en el libro de Salas; el sentimiento amoroso y contradictorio entre Elena y Montúfar; o la promesa del mar, que Elena perseguirá toda su vida tras la bella descripción que su padre hace de él y que, paradójicamente, alcanzará ella en su muerte.

Emocionante es, también la enumeración de las pícaras ilustres de nuestra literatura, con Celestina a la cabeza, que Elena lleva a cabo durante su encarcelamiento. Con ellas comparte prisión en la escena, como comparte ahora su gloria literaria.

lunes, 20 de diciembre de 2021

554. Viejóvenes

 


Hay un poema de Tomás Soler Borja, incluido en esta Antología de poesía viejoven que hoy reseñamos que me parece muy representativo respecto al posicionamiento ético y estético que constituye esta compilación. El poema podría perfectamente defender la coherencia del poeta ante los embates del oportunismo y del adocenamiento que impone el mercado editorial. Eso sí, ser coherente significa, como en el poema, recibir muchas hostias. Ahora que los criterios de las grandes editoriales han dejado de ser literarios para rendirse al oportunismo de un feminismo mal entendido y a la tiranía de la juventud como un valor añadido, libros como este son más necesarios que nunca. El pasado mes de octubre, el periodista y escritor Juan Soto Ivars entrevistaba en El Confidencial al escritor Sergi Puertas. La entrevista es espeluznante. Sergi Puertas, después de enviar su novela a multitud de editoriales y de recibir el silencio más absoluto, decide hacerse pasar por una mujer joven. A partir de ese momento, a Puertas empiezan a lloverle las ofertas. La novela es la misma. Pero ahora él ya no es Sergi, de 50 años de edad, sino Lidia, de 25. Enrique Redel, director de la editorial Impedimenta, se pone en contacto con Sergi-Lidia y, entusiasmado, le ofrece publicar la novela. Pero hay un momento en que Sergi Puertas ya no puede sostener más la argucia y revela su verdadera identidad haciendo que Redel monte en cólera y se niegue a publicar el libro. Luego rectificará, imagino que porque no hacerlo habría supuesto delatar su indecente cribado. La nobilísima empresa de reparar el silencio al que durante años han sido sometidas las mujeres en el campo de la literatura nunca puede justificar estos réditos coyunturales, entre otras cosas porque, junto a voces femeninas interesantísimas y refrescantes que están haciendo las delicias de los lectores más exigentes, también se están colando y en mayor número, autoras tremendamente mediocres. ¿Dónde queda entonces la Literatura? Otro tanto ocurre con la edad (y aquí las víctimas son tanto hombres como mujeres). Ni las editoriales ni la prensa se interesan ya por autores que superen la cuarentena a no ser que ya sean escritores consagrados que pegaron su pelotazo a tiempo. De lo contrario, tras los cuarenta, no existes. Curiosa paradoja, si pensamos, con lógica, que es tal vez en la edad madura cuando un autor autoexigente, curtido ya por su bagaje literario o por sus lecturas, está en el momento idóneo para crear su mejor obra o para protagonizar un buen debut. Esta antología viene a desagraviar a todos esos escritores, ajenos a los circuitos oficiales del mercado. Recopila versos de 20 poetas nacidos entre 1956 y 1985.

Por el libro desfilan los grandes asuntos de la poesía universal, eso sí, tamizados por la muy particular cosmovisión de sus autores que es lo que le da al libro su valor añadido al reformular los motivos recurrentes de la tradición literaria desde un prisma novedoso, a veces rupturista, sorprendente y en ocasiones también desconcertante. Uno de los temas más prolíficos que jalonan esta antología es el de la infancia. La necesidad de contemplar el mundo siempre desde el asombro del niño, la nostalgia de las comidas familiares de unos viernes retratados ya en sepia en el calendario de la memoria; el olor a Brumol ejerciendo de magdalena proustiana; o el deseo de preservar la inocencia en esa niña que sigue dándole puntadas a la aurora con la esperanza de llegar siempre a Aldebarán. A veces la infancia se mezcla con el mundo adulto como en aquella partida de un juego de mesa cualquiera, cuya interrupción es trasunto de una relación amorosa encallada. Y el amor, claro, está también muy presente entre los poemas del libro, casi siempre desde una perspectiva pesimista: hilos sumergidos en el mar del recuerdo de los que no se quiere tirar por si solo traen una bota vieja o un calcetín; amores evocados en el fondo de una copa de Gin tonic; sumisiones mendicantes que ajuglaran al trovador vasallo del amor cortés para degradarlo a saltimbanqui; entregas apasionadas, casi desesperadas, que se visten de crucigramas para ser resueltas, que se desprenden de su envasado al vacío para ser por fin consumidas; amores geométricos y amores reducidos a química; pero también deudas sentimentales agradecidas. Hay asimismo muchos poemas metaliterarios: hay quien defiende la poética de la literalidad para decir el sentimiento; hay versos antiguos que vuelven un día para cumplir su función catártica, y hay otros que siguen buscando poema; se dice que los poetas son aquellos que no caben en las dimensiones establecidas o que una fuente de agua dice su llanto solo para las almas insoportablemente poetas; o que un poema consiste solamente en cebar un anzuelo. En general el tono de los poemas suele ser desazonador y esa pesadumbre se inserta en el marco de contextos urbanos hostiles y casi apocalípticos donde se enseñorean la depresión, la frustración, la mera desidia de vivir y donde los pocos accesos de alegría son, en realidad, una trampa. Una metafísica nihilista donde solo somos «polvo cósmico», cubitos de hielo deshaciéndose en el vaso. La cotidianidad gris se impone en los espejos, en la vorágine del mundo ajena a la soledad de los suicidas, en las listas de la compra, que son también versos de la supervivencia. A veces, el resultado son algunos poemas turbadores, hijos casi de la locura, donde suenan teléfonos de madrugada, el poeta tiene dos cadáveres en la garganta o se recrea en la contemplación de un cadáver; o los versos alucinados del poema «A las ventanas». Los poetas tratan de huir de todo eso a través del viaje interior pero también mediante el viaje real, como aquel poema en el que el poeta busca en la India el espacio auroral que le salve «de la desilusión de tanto ahora»; pero el tiempo marca su ley y se descubren los sueños incumplidos «en un estropajo escurrido».

Junto a estos poemas desesperanzados, resisten unos pocos poemas optimistas: cajas azules que guardan aún el cordel con que amarrar estrellas recién nacidas; la búsqueda de la paz en cada batalla diaria; las hojas que perseveran asidas a su frágil pedúnculo; el anhelo de retener la alegría sin hacerla presa; la fantasía como refugio; la garganta para el canto. Incluye también la antología temáticas sociales: por eso hay cunetas irredentas; facturas que empiezan a menguar solamente cuando uno ya es viejo; presiones sociales ante las que la coherencia del poeta resiste como un saco de boxeo; prejuicios que etiquetan y condicionan vidas; y «la sed de quien solo conoce el desierto». Ante toda esta miseria existencial, un dios impotente de cera que llora al acercarle la llama de un mechero, en su derretirse estéril. No faltan las referencias culturalistas, como el Joker o el poema que homenajea a la literatura norteamericana pero siempre manteniendo ese sesgo nacido del desamparo y de la vulnerabilidad, tal vez el mismo desamparo y vulnerabilidad que estos poetas viejóvenes sienten en ese exilio voluntario, en ese limbo de los escritores que no tienen fotografía

 

NÓMINA DE ESCRITORES INCLUIDOS:

Gema Albornoz

Luis Amézaga

Txema Anguera

Ramón Bascuñana

María Beleña

Pilar Cámara

Javier Castro

Lydia Ceña

Fco Javier Gallego Dueñas

Esther García

Almudena López Molina

José Luis Martínez Clares

Mercedes Márquez

Óscar Navarro

Julia Navas

Antonio Palacios

Jackie Rivero

Elena Román

Tomás Soler Borja

Alfonso Vila Francés

lunes, 13 de diciembre de 2021

553. Petiscos literarios de Lisboa

 


Dicen que Lisboa es, ante todo, un estado de ánimo. Pero querer hallar la tan traída saudade en vísperas de la Navidad, con los turistas copando sus calles, se antoja poco menos que imposible. Más si es la primera vez que se acude a la capital portuguesa y el viajero quiere, claro, visitar los lugares emblemáticos de la ciudad. Antonio Muñoz Molina, que tiene residencia en Lisboa desde hace tiempo, se permitió, por eso mismo, escribir un artículo en El País titulado «Los márgenes de Lisboa» donde describe la otra Lisboa alejada de los circuitos masificados. Bea y yo lo leímos la semana pasada mientras cenábamos en un restaurante del Chiado y añoramos, sin visitarlos, los espacios que evocaba el autor ubetense.

Como la cabra siempre tira al monte, durante nuestro primer viaje a la capital lusa hicimos gala de la costumbre, casi fetichista, de engrosar nuestro álbum de fotografías con efigies de escritores. Pessoa tiene su famosa estatua en el Café A Brasileira, que tango frecuentó. Hacerse la foto sentado a su mesa tiene algo de lacerante concesión al carnaval turístico. Pessoa, aunque algo contradictorio en su relación con las personas, es ante todo un misántropo que no quiere serlo. Aborrecería, con total seguridad, el desfile de turistas hiriendo su querida soledad. Ni siquiera en el monasterio de los Jerónimos, donde tiene su humilde tumba, halla reposo frente a la tiranía de los flashes. También puede visitarse la mesa que aún se le reserva en el Restaurante Martinho de Arcada, colindando con la Praça do Comérçio con su vaso de absenta y algunos libros, o el edificio de la Rua dos Douradores, donde vivió y en el que ubicó la oficina donde trabajaba su heterónimo Soares como tenedor de libros.

 El barrio del Chiado debe su nombre a António Ribeiro, apodado «Chiado», poeta satírico del siglo XVI que nos recibe jocoso inmortalizado en su estatua de la Rua Garrett. Contemporáneo de Ribeiro es Luís de Camões, el Cervantes de las letras portuguesas, autor de la famosa Os Lusiadas, cuya estatua se levantó algo más arriba, en la plaza que lleva su nombre, y que es la más antigua (1867) después de la de José I. A Camões le acompañan en el mismo conjunto escultórico otros intelectuales de su tiempo, pero curiosamente no Gil Vicente, cuyo vínculo con la corte castellana debió parecerle al escultor Víctor Bastos demasiado improcedente en mitad de la atmósfera nacionalista de la época. Para hallar a Gil Vicente hay que acudir a la Plaza de Rossio, donde se levanta el Teatro Nacional, cuyo frontispicio preside el dramaturgo. El cenotafio de Camões se encuentra también en los Jerónimos.

Sin dejar el barrio del Chiado, algo escondida en el Largo do Barão de Quintela, se levanta la hermosa estatua de Eça de Queiroz, el gran escritor realista portugués, aunque de un realismo sui generis, que se resume en la cita del pedestal: «Sobre a nudez forte da Verdade o manto diáphano da phantasia», extraída de su libro A Reliquia. Quieroz sujeta la figura semidesnuda de la Verdad, que se le entrega voluptuosa. La cita recoge bien el ideario de Queiroz: la verdad puede hallarse en la fantasía, y en ello se distanció del resto de realistas portugueses, pues a diferencia de estos, Queiroz inventa muchos de los espacios de sus novelas.

En la Rua dos Bacalhoeiros, se halla la Casa dos Bicos, ahora sede de la Fundación Saramago. Enfrente, encontramos el olivo bajo el que reposan las cenizas del autor.

Merece también la pena visitar la Librería Bertrand, la más antigua de Lisboa, aunque sobrepasada por su fama, ha perdido su encanto y existen muchas otras (sobre todo las de viejo) más sugestivas.

En Alfama no se pierdan la representación de Amália Rodrigues por el artista urbano Vhils, un mosaico sobre la calzada cuya factura permite que en los días de lluvia, se deslice el agua desde los ojos de la figura: es Amália llorando.

A las 5 de la mañana, el taxi que nos regresaba al aeropuerto atravesaba las calles vacías y mojadas de Lisboa. Tal vez la ciudad quiso despedirnos, ahora sí, con la saudade que no hallamos durante los días de nuestra estancia. La lluvia repiqueteaba en la chapa metálica del taxi, como si una guitarra portuguesa estuviera entonando los primeros acordes de un fado.

lunes, 6 de diciembre de 2021

552. El luto como exhibición

 


La triste pérdida de Almudena Grandes y toda su repercusión mediática me han recordado, por contraste, otros decesos literarios ilustres que casi pasaron desapercibidos en su tiempo, pero también aquellos que acabaron convirtiéndose poco menos que en funerales de Estado. Entre los primeros, me viene a las mientes, por ejemplo, el entierro de Mariano José de Larra, el 15 de febrero de 1837, cuyo sepelio estuvo a punto de llevarse a cabo mediante el llamado «entierro de misericordia», fórmula usada para dar sepultura a los indigentes, si no hubiera sido por la mediación de la Juventud Literaria, que costeó la inhumación en un nicho del Cementerio del Norte, en Madrid. Es ya recurrente mencionar la intervención de un entonces joven José Zorrilla, que leyó unos versos dedicados al gran Fígaro durante la ceremonia. La lista de escritores célebres cuya muerte apenas trascendió en la sociedad de su tiempo daría para una larga nómina doblemente luctuosa: Cervantes, Poe, Salgari, Melville…

Otros, como Benito Pérez Galdós, compensaron la miseria de sus últimos años de vida con una respuesta unánime de la ciudadanía al conocerse su fallecimiento. Veinte mil personas acompañaron el cortejo fúnebre camino del cementerio; los teatros suspendieron sus funciones, el Senado celebró una sesión de pésame, el Estado costeó el enterramiento y a él acudieron los máximos representantes de las instituciones públicas del país. Su presencia, no obstante, no me permite olvidar las palabras de Ortega y Gasset, que ya había denunciado el ostracismo a que el escritor canario había sido relegado por parte de los organismos oficiales. La asistencia al sepelio de estos mismos servidores públicos, que no se habían acordado de la figura del más grande de los escritores de su época, se antojaba entonces hipócrita e interesada. Hoy se diría que acudieron simplemente para la foto. El pueblo, en cambio, que en su limpia espontaneidad sí entendió la magnitud de la pérdida, se congregó en masa para despedirse de su escritor más querido. Es esa misma reacción franca, sincera, espontánea y natural la que ha llenado las redes sociales de fotografías de Almudena Grandes y de frases de cariño por parte de sus lectores. Otros, en cambio, han utilizado la muerte de la escritora madrileña para ostentar un luto impostado de plañideras egipcias, que solo pretenden, como los políticos de marras, estar en la foto, y no pocas veces sacar tajada de la coyuntura para reivindicarse al mencionar lo mucho que la escritora admiraba las obras de estos últimos.

Hay una exhibición impúdica y obscena del luto que resulta sonrojante para quienes asistimos a ella desde los márgenes. A Elvira Lindo y a Sergio del Molino alguien les ha reprochado que no hayan escrito su panegírico. En el caso de Lindo, se le afeó que el día después del fallecimiento de Almudena Grandes, publicase un artículo en su columna de El País sobre las sopas portuguesas, lo que demuestra una ignorancia supina sobre el funcionamiento de las columnas periodísticas, muchas veces programadas con días de antelación, cuando nadie esperaba la fatal noticia. Pero es que tampoco existe la obligación de escribir ningún homenaje. Como si el dolor íntimo y privado no fuera tanto o más sincero que el que se exhibe públicamente por los elegíacos profesionales. Esa imposición moralista recuerda mucho a los devotos de pacotilla que se persignaban apasionadamente en las misas y con los que tanto ironizaba Galdós en sus novelas. Por no hablar del derecho al silencio del que nada tiene que decir. Tampoco yo escribí nada. Pero aún recuerdo nuestro viaje accidentado por las cuestas imposibles de Fuensanta, en Jaén, para visitar el pueblo donde se desarrollaba la trama de El lector de Julio Verne. Fue en lo primero en que pensé cuando supe de la muerte de Almudena Grandes. Se me esbozó en la boca una sonrisa melancólica y ese fue mi obituario.